Les hores de la pena són més llargues que les de la felicitat.
by Luci Gutiérrez |
Mi querido Jules:
Hubo alguien, en el origen de la existencia, que se
equivocó y creyó que las horas del placer habían de ser iguales a las de
la pena. Debía de tener algo de influencia, porque así lo estableció.
Sumó la noche al día, y dividió el resultado en veinticuatro fragmentos
iguales; seguidamente acopió los días en grupos de siete, creando así
las semanas; más tarde bautizó los meses, y estos conformaron los años, y
lo peor es que todo el mundo le hizo caso. Nadie se rebeló, nadie
convino que las horas de la felicidad deberían durar más y tener más
espacio en el calendario. Nadie exigió que fueran elásticas y que uno
pudiera trasladarse a vivir en ellas para siempre o, al menos, poder
pasar largas temporadas alojado en el reino del gozo. Y por culpa de ese
reparto, injusto, incongruente, me encuentro en este estado yo hoy,
tras todos estos siglos de larguísimo, insoportable, amor inacabado
contigo.
Pero los amados no conocéis estos datos, no tenéis noticia del paso de
las estaciones. El invierno no existe para vosotros, ni el viento del
desamor azota vuestros lozanos rostros. Solo respiráis la oxigenada
brisa del amor, solo os solazáis sobre el etéreo colchón de plumas del
cariño. Desconocéis las cuitas que los amantes sufrimos por causa de
nuestros sentimientos. Os sentís a salvo, queridos y deseados, y para
vosotros, el tiempo en realidad no pasa, no se arrastra derrotado, ni se
detiene abatido, nunca pincha ni congela. Nunca os abandona al raso, ni
llueve ni nieva sobre vuestros cabellos. Jamás tiritáis de soledad, ni
trastabilláis perdidos entre las ciegas telas de la obsesión. Para
vosotros, el cielo es siempre azul y el tiempo canta disipado, baila en
las agujas, salta de número en número, revienta el nácar de las esferas,
para envolveros, una y otra vez, en ríos de lujoso arrullo y cálida
temperatura, anunciando que sois como dioses y haciéndoos sentir en todo
momento los invencibles dueños de la eternidad. Sin embargo, para los
amantes, la realidad es bien otra. Para quien ama sumido en la duda, el
tiempo es un castigo. Y se hace interminable. Cada segundo sin noticias
es pedregoso, árido, quema bajo las plantas de los pies. Déjame que te
explique lo que se siente, Jules. Déjame que te explique por qué me
siento inmortal, casi un fantasma. Y la razón es simple. Has dejado que
el tiempo se acumule sobre mí inmisericorde, que las horas y los días
sepulten mi optimismo. Has permitido que el silencioso hábito de ver
pasar los días sin ti, ante mis ojos, haya ido doblando la espalda de
mis ilusiones. Has consentido que mi alma cumpla tantos años como
negativas, y en ese perpetuo viaje he sido testigo, obligadamente, de la
historia de la humanidad entera. Una historia que puede contarse medida
por tu desatención, por tu dureza. Una historia que he visto
desarrollarse sin piedad bajo la bota de tu recalcitrante prohibición de
amarme.
Y así fue como asistí a la verdad. Fue así como me di cuenta de
que en realidad las horas de la pena son más largas que las de la
felicidad. Porque, instalada en este desamor que a fuego lento mantienes
para mí, he visto pasar tantas jornadas como siglos tiene la
civilización humana. Podría yo misma ser la cronista del tiempo y de su
devenir, de sus tortuosas demoras y de sus tramposos pasadizos. De
hecho, en parte he sido artífice, con otros como yo, del transcurrir de
los minutos, del censo de los años, del vuelo incesante e infinito de
las hojas del calendario sobre el musgoso terciopelo gris de los
corazones de piedra. La gente desconoce el verdadero motivo de la
división del tiempo. Has de saber, Jules, que el tiempo nació del
desamor, y los relojes son hijos de la pasión desatendida. Cada tictac
es un acorde de tensión amorosa no resuelta. Porque si alguien decidió
contar las horas del día, fue alguien que amaba sin esperanza. Solo los
amantes contamos el tiempo, Jules. Solo los amantes tomamos como punto
de referencia al amado. Para mí todo es “a.J.” o “d.J.”, antes y después
de Jules. Todo para mí es el tiempo que pasé contigo o el tiempo en que
no estoy contigo. Y ya son siglos de ausencia de ti. Tiempo
desperdiciado… Pero, volviendo a lo que te decía, para poder contar las
horas del desamor hacía falta un instrumento. Y gracias a que entre los
amantes ha habido, desde siempre, científicos e ingenieros (el amor no
perdona a ninguna profesión), estos supieron urdir y construir el
mecanismo necesario, ya muy al comienzo de la civilización. Aunque no
siempre ha sido muy lucido el resultado. Por ejemplo, recuerdo cuando,
siendo egipcia, aún una jovencita, te regalé un reloj de sol. Y no te
gustó nada. Me reprochaste que adónde ibas con aquel mamotreto. Para mí,
tú eras lo mismo que Ra, el dios del Sol. Y por eso vi aquella
maquinaria tan apropiada a tu persona. Ni la imaginativa Cleopatra
habría soñado algo tan original para su adorado Marco Antonio. Pero es
cierto que había una contradicción en aquel objeto. Funcionaba
obligadamente bajo la luz del sol. ¡Y me río yo del sol o de la luz!
Cuando por tu causa habito la oscuridad, ¿qué horas podría marcar
semejante reloj bajo la negra sombra de la noche a la que me has
condenado? Estoy segura de que ni recuerdas que allí quedó mi presente,
abandonado hace miles de años junto a la tumba de Keops, rechazado por
tu pragmático desdén.
Pasaron los siglos y yo seguí queriéndote. Me hice griega por ti,
por ti acabé instalándome en el Imperio Romano. Por ti soporté la Edad
Media. La Inquisición me interrogó: les parecía una herejía que te
amase. Pero yo persistí en mi sacrilegio, erre que erre, deseándote más
que nunca. Sin embargo, la aspiración de los amantes, que ya
sumábamos un club muy numeroso por aquella época, seguía su curso.
Necesitábamos encontrar otro medio de contar el tiempo. Había que buscar
una nueva forma de tortura, más exacta, más fiel, de mayor precisión en
su engranaje. Pues el desamor, te aviso, es ambicioso, incluso para su
propio daño. Por eso se alzaron torres por toda Europa. En las plazas,
en las iglesias, en los palacios. Entre los biempensantes ciudadanos se
veía con buenos ojos el padecimiento de los amantes. Aprobaban que se
hiciera público nuestro escarnio. Tal vez como advertencia, como aviso
de contagio, como vacuna opcional. Y los enormes relojes, mecánicos, de
pesas, anunciaban las horas a golpes de badajo, con gran estridencia,
juzgando desde lo alto de los campanarios el pecado de amar.
Llegados a aquel punto, habría querido regalarte entonces el más lujoso y
bello entre los de su especie. Un reloj astronómico, pues tú y solo tú
eras mi divina constelación, mi universo entero, el único planeta
alrededor del cual yo giraba. El del Ayuntamiento de Praga, por
mencionar uno emblemático, habría sido digno de ti. O el de Berna, tan
apropiado en su exactitud suiza. O, mejor aún, y más romántico todavía:
el de la torre de la plaza de San Marcos en Venecia. Pero todos eran
pesados de transportar, y me habrías censurado el gesto, incluso más que
en aquel mi primer intento, egipcio, de regalarte un reloj. Así que
tuve que esperar de nuevo. Pasé el Renacimiento aguardando que, movido
por el esplendor del arte, emocionado ante el desarrollo del progreso,
quisieras trascender al fin el limitado horizonte del mundo y me
invitaras a volar a tu lado; pero, sordo a tales emociones, seguiste
desoyendo el sentimiento, único, irrepetible, que ha existido siempre
entre tú y yo. Más adelante, el barroco nos sorprendió dando a luz el
reloj de péndulo, que no era otra cosa, en el idioma secreto de los
amantes, que el símbolo de la duda, el homenaje de la ingeniería a la
indecisión de los amados. El movimiento pendular, tictac, tictac,
tictac, tictac, era la perfecta expresión, desesperada, de la
incertidumbre de amar.
Pero el tiempo era algo, por otra parte, íntimo y privado, como el
cilicio que nadie ve y, sin embargo, desgarra nuestra piel a escondidas.
Y, partiendo de esa filosofía, a alguien se le ocurrió que el reloj
debería ser tan pequeño que pudiera meterse en un bolsillo, albergado
junto al corazón, palpitando al unísono con este. Y ese fue mi segundo
intento. Habían pasado tres mil quinientos años desde entonces. La mala
experiencia egipcia quedaba ya lejos. Así que saqué fuerzas de flaqueza y
me atreví a renovar los términos de mi optimismo. Elegí uno de oro
blanco, sin adornos, impecablemente fino, y te lo entregué temblando.
Aspiraba a que aquel reloj se colara en tu ropa, entre las sedas de tu
alma, como habría querido yo vivir metida en el bolsillo de tu chaleco,
escuchando, en lugar del rígido metrónomo de la displicencia, la
apasionada música de tu amor, convertida yo en tu reloj y atada con una
cadenita de oro a tu pechera. Pero tampoco lo quisiste. Gruñón,
protestaste de nuevo. Aunque durante unos instantes te vi dudar y
contemplarlo con gula, casi enamorado. Recuerdo que ese día me tomaste
entre tus brazos y me besaste. Ese día me miraste como no me ha mirado
nunca nadie.
Y solo por sentir de nuevo esa mirada he esperado otros
cuatrocientos años. No puedo dejar de desearte. Amo el musgoso
terciopelo gris de tu corazón de granito. Mataría por sentir el almíbar
de tus labios en los míos un segundo. Tic. Yo mataría por ese espacio de
tiempo.
Te echo de menos salvajemente. No lo conseguí en el siglo XVII.
¡Casi habías sido mío!, pero te me escurriste entre los dedos, como agua
prohibida. De modo que he tenido que seguir contando las horas,
bordando los hilos del tiempo sobre este telar del desamor al que me
obligas.
En el siglo XVIII inventaron la cuerda automática. Un gran logro
para los amantes, un útil aditamento para seguir en la batalla. Hasta
que, ya en pleno XIX, vi erigir el Big Ben y me tentó. Un magnífico
regalo para ti, pensé, teniendo en cuenta tus aficiones personales, el
fútbol o el pop-rock británicos. Por otro lado, poner a tus pies el
madrileño reloj de la Puerta del Sol, nada más dar las doce campanadas,
habría sido también un gran golpe de efecto: mi firme ofrecimiento de
iniciar un nuevo cómputo amoroso, ajustando simultáneamente el contador
del tiempo y el espacio en el año cero y en el kilómetro cero. Pero si
algo he aprendido durante todos estos siglos es a conocerte y
respetarte. No eres amigo de la grandilocuencia. Tus gustos son
minimalistas. Prefieres una joya rara, comedida, antes que la ordinaria
afectación de lo evidente.
Así pues, desde el siglo XVII, bien lo sabes, no me he atrevido a
intentarlo de nuevo. Abrasada por tus burlas, por tus desprecios, me
retiré de estas lides. He necesitado tres siglos más de convalecencia
para curar mis heridas. Mi corazón boqueaba, cercano a la extinción,
destrozado. He preferido escuchar el paso del tiempo en silencio,
clavándose, como costillas rotas, en mis entrañas. Y, sin embargo, el
siglo XX renovó mi fe, con la llegada de un preciado invento. El reloj
de pulsera, sencillo, fiable, discreto, podría representar finalmente la
clave del éxito. Pudiera ser, acaso, el definitivo reloj de pedida que
tú aceptases y con el que sellar, de una vez por todas, el compromiso de
nuestro amor. (¡Estamos ya en el siglo XXI! ¿Por cuánto tiempo más vas a
condenarnos?). Aquí lo tienes. Lo he elegido especialmente para ti.
Pruébatelo y verás que se ajusta suavemente a tu muñeca
Lola Beccaria, El reloj de pedida, El País semanal, 24/11/2013
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