Debilitat per Lafargue.
Paul Lafargue |
Pero lo que más nos interesa es que Krahe ha sacado del olvido a Paul
Lafargue: su disco se vende en formato CD+libro y el volumen escogido
es El derecho a la pereza del tal Lafargue. Por contextualizar,
unos datos anecdóticos, curiosos, casi cotilleos, nada trascendentes
del autor: se casó con la hija de Carlos Marx y con ella también se
suicidó, de mutuo acuerdo, según lo habían planeado. ¿Qué mayor
ejercicio de libertad que el de decidir el día de tu muerte? Pero es que
Lafargue era un libertario. De los de verdad, de ésos de los que ya no
nos quedan en España porque entre comunistas y fascistas se encargaron
de liquidarlos. Y, si no, ¿qué fue de la CNT? ¿y del POUM? Los echamos
mucho de menos. Sobre todo a los miembros del segundo.
Digo libertarios “de los de verdad” porque hoy, desgraciadamente, son
otros los que proliferan. Sobre todo en EE.UU., pero cada vez con más
ramificaciones en Europa. Son éstos.
Nosotros siempre hemos sentido debilidad por Lafargue. Es otra de las
múltiples contradicciones de alguien que hace ya mucho tiempo heredó la
enfermedad de Stajanov.
En principio, pensamos, aunque es intrascendente para el propósito de
este artículo, Lafargue debería llevarse fatal con su suegro. De hecho,
Marx rompió con los anarquistas y creó su propia Internacional, la
Segunda, la Socialista. Aunque también es verdad que acabamos de leer en
Historia de las ideas políticas, de Jean Touchard, que
escribieron juntos el programa del Partido Obrero Francés. No lo tenemos
muy investigado. Si alguien tiene más información, que nos la cuente,
que para algo existe la posibilidad de comentar al final de estas
líneas.
De todas maneras, lo que ahora nos interesa es su obra más conocida,
por políticamente incorrecta, sugerente y utópica, empleado este último
adjetivo tanto en su sentido más despectivo como en el más ilusionante.
Empieza así:
"Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole. En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacro-santificado el trabajo".
Quizás sólo quisiera provocar. Pero, en realidad, la verdadera
emancipación del proletariado no debería consistir sólo en recuperar el
pleno dominio sobre su fuerza de trabajo, sino en no tener ni la
necesidad ni la obligación de usarla. Si para curarse de la alienación
religiosa había que acabar con Dios, para terminar con la alienación del
trabajo, habría que liquidar con el mal que la genera.
El libro de Lafargue es una locura, sí, pero, a la vez, no deja de
tener sentido. Ciertos mensajes son perfectamente recuperables para un
mundo en el que ya ha habido varias crisis de sobreproducción y en el
que sobra mano de obra o, mejor, necesita repartirse el poco trabajo que
sigue habiendo. De hecho, detrás de las políticas de "trabajar menos
(horas) para trabajar más (gente)", detrás de las iniciativas para la
conciliación de la vida personal con la vida laboral subyace la negación
del trabajo y la reivindicación de otras parcelas de la vida más
placenteras y enriquecedoras.
Hablar de Lafargue y de Javier Krahe lleva, inmediatamente, a hacerlo
también de Georges Brassens. A acordarse de algunas reflexiones y
máximas, a las que acaban de publicarse reunidas en un libro,
muchas de ellas muy “lafarguianas”, porque él mismo adoptó una
filosofía "perezosa": “Dado que no me propongo atesorar dinero e
invertirlo en negocios, no trabajo demasiado”, decía. Pero no sólo era
una postura personal, su diagnóstico de la situación social del
trabajador iba en la misma línea de Lafargue: “Es dramático que un
hombre pueda depender de otro porque necesita comer, que se vea obligado
a arrendar sus brazos a alguien que lo explota, que lo humilla”.
Éstas no sólo son cosas de anarquistas o de poetas. En el mundo
académico también nos encontramos este tipo de ideas. Por ejemplo, en Ciudadanía y Clase Social,
de Marshall y Bottomore, donde se cita a Patrick Colquhoun en un pasaje
que me ha recordado mucho a Sostres, por su clasismo, por la
satisfacción que le produce la existencia de pobres para sentirse rico,
para creerse élite (me niego a enlazar un artículo que lo ilustre). Pero
sín entrecomillo cosas que dice Colquhounl como ésta: “Sin una gran
dosis de pobreza, no habría ricos, porque los ricos son los vástagos del
trabajo, mientras que el trabajo sólo puede proceder de un estado de
pobreza (…) Por tanto, la pobreza es un ingrediente necesario e
indispensable de la sociedad, sin el cual las naciones y las comunidades
no habrían alcanzado un estado de civilización”. Este autor entiende
por “pobreza” la situación de aquel que, por su falta de reservas
económicas, tiene que trabajar duramente para vivir. Trabajar vuelve a
adquirir la condición de castigo, como en la Biblia.
Pero todo esto nos puede parecer muy ajeno. ¿Elogio de la pereza?
¿Abolición del trabajo? ¿Sólo trabajan los pobres? ¿El sistema necesita
desarrapados que trabajen? ¡Pero si ahora trabaja todo el mundo! ¡Hasta
las infantas de España quieren tener un empleo, porque quieren estar
integradas, ser como todo el mundo!
Justó ahí está el problema: es el trabajo el que nos convierte en ciudadanos de pleno derecho. Lo decía esta semana Ramón Lobo, en un post que escribió en su blog
a propósito del primer aniversario del ERE de El País que, como a
centenares de periodistas, le dejó en el paro: "Perder un trabajo es una
forma social de morirse, una oportunidad de asistir a tu propio
funeral, ese sueño tan extendido para cotillear actitudes y frases de
dolor".
Y eso nos vuelve a hacer hablar de Ulrich Beck. Porque creemos que en
cierta manera recupera la filosofía de Lafargue con un tono mucho más
contemporáneo que somos capaces de entender perfectamente. Podemos
llegar hasta a estar de acuerdo con él. Beck se queja, no ya de que
hayamos santificado el trabajo, sino de que lo hayamos convertido en lo
que nos integra, en lo que nos convierte en ciudadanos. Todos los
derechos de los que disfrutamos orbitan alrededor de nuestra condición
de trabajadores. Y lo que propone es la creación de una sociedad que no
tenga al trabajo en su centro, que no sea lo que integre, lo que nos
convierta en sujetos con derechos civiles y sociales. Si no nos
apresuramos y construimos una sociedad alternativa, España, sin ir más
lejos, se convertirá dentro de poco en un país en el que más de un
cuarto de la población estará excluida por el simple hecho de no tener
trabajo.
Nuestra condición de ciudadanos debería estar única y exlusivamente
ligada a nuestra misma condición de seres humanos. Y con esta idea
enlazan también iniciativas como la renta básica.
Pero el poder no está muy por la labor de cambiar los criterios de
integración social. Para ellos es un sueño que el ejército laboral en la
reserva del que hablaba Marx siga creciendo para que los salarios
continúen bajando y que sigan existiendo ciertos derechos (menguados)
asociados a la condición de asalariados para que que creamos que nos
merece la pena firmar un contrato, aunque sea con un salario de miseria.
El objetivo es que sigamos pasando por el aro. Un aro cada vez más
estrecho que nos obliga a tener una dieta cada vez más estricta.
Bonito paseo libertario desde Lafargue a la renta básica, ¿no os
parece? Mucho mejor que otros viajes que nos ofrecen los economistas de
la escuela anarco-capitalista. Eso creo yo al menos.
Cristina Vallejo, Contra el trabajo, fronteraD, 13/11/2013
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