Les raons de la pèrdua del món.
Poco a poco uno va
acostumbrándose a no ver más allá del limitado horizonte de sus ocupaciones
inmediatas. La reducción del mundo a
nuestro mundo es la antesala de la pérdida de mundo. Y entonces no hay otro
alrededor que una suerte de decorado que nos circunda, un contorno que nos
envuelve. Pero también nos entorna. Para empezar, la mirada. Y ya no parecemos
precisar ver mucho más. Todo viene a ser razonable. Y parece que suficiente.
Estamos aproximadamente en donde cabe labrar los surcos que nos correspondan.
Inmersos, absortos en una suerte de olvido permanente, que a su modo nos ayuda a sobrellevarnos, nos entretenemos en los quehaceres diarios, lo que sin dejar de ser sensato tiene no poco de inconsciente. Ello no impide el ajetreo y el vaivén de lo que nos rodea. Y no es justo ignorarlo. Y ni siquiera conveniente. Entre otras razones, `porque no está claro que no haya mucho que aprender y no poco que recibir. Y no menos que entregar. No pocas veces cerca, muy cerca, hay quienes resultan atractivos, desconcertantes, sorprendentes y no siempre ni necesariamente por su espectacularidad, ni por su despliegue del libro de las maravillas.
Ni siquiera los
entornos más próximos son siempre homogéneos. No basta con guiarnos por lo
previsible, por lo esperable, para finalmente limitarnos a confirmar lo que ya
pensamos. Despertar a lo que está a
nuestro alrededor no es siempre lo más frecuente. De hacerlo,
nos podríamos asombrar. Quizá sería suficiente con fijarnos, con
escuchar, para modificar
nuestra mirada. Damos demasiado por supuesto, anclados en lo que ya
somos, y
nos limitamos a aferrarnos dando vueltas sobre los mismos asuntos. Pero
la
irrupción de una palabra singular, la consideración de lo que vive, de
lo que
piensa, de lo que siente alguien acuciado por las vicisitudes de su
existencia
cotidiana podría desplazar nuestra mirada. No es suficiente con lo que
nos ocurre, es
preciso abrirse al otro, a lo otro, y no reducirnos a nuestras
actividades, en
un ir y venir a nuestros asuntos sin movernos del sitio.
Deslumbrados por lo más
inmediato, cegados por la urgencia de lo que nos apremia, ya no parecemos
empeñados en dar sentido, sino simplemente en ejecutar lo que nos corresponde. Cualquier realización ya no nos
realiza. Parece bastar con hacer una y otra vez, con ir, con cumplir nuestra
ración, con desempeñar nuestra función. Sin embargo, cerca, bien cerca, cabe
tal vez la posibilidad de abrir nuestra mirada, y ya no solo para lo otro, sino
para alumbrar lo diferente en
aquello que venimos haciendo. De no ser así, no hay retorno, ni hay salida, es
la simple alienación en un aparente movimiento
en el que ni hay quietud ni hay desplazamiento.
Descorazonados por lo
que nos falta, parecemos absortos en lo que no está a nuestra disposición, como
si cuanto hay no pasara de ser un gran depósito, bien surtido, de ingredientes
a mano. Todo, y si nos descuidamos los demás, parecen formar
parte del baúl de nuestros requerimientos. Esta mirada un tanto depredadora
podríamos compartirla con quienes nos ven con ojos similares. De este modo los alrededores se tornan hostiles.
Ahora bien, tal vez
seamos capaces de forjar un nuevo tiempo, de tejer otro espacio en el que
encontrarnos al lado de alguien, en
el que sentirnos y sabernos juntos,
en el que nuestro quehacer se corresponda con el de una labor compartida. Lo
que nos circunda no es simplemente un ambiente o un clima, o una atmósfera. Nos
desenvolvemos en el terreno de necesidades, de deseos y de sueños, y a nuestro
alrededor no solo se desempeñan un conjunto de circunstancias, sino de seres
humanos, que también a su modo irrepetible, dicen y hacen de modo
insustituible.
Ángel Gabilondo, MIrar alrededor, El salto del Ángel, 07/11/2013
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