Cioran, el pessimista que contagiava alegria.

Emil Cioran
El (pasado) 8 de abril, Emil Cioran, uno de los grandes iconos del pensamiento pesimista del pasado siglo, habría cumplido 102 años. Celebremos, pues, el nacimiento del autor de Del inconveniente de haber nacido o Breviario de podredumbre (por quedarnos sólo con los títulos más divertidos). Ya imaginarán que su aniversario es sólo una excusa para sacarlo a colación. Lo que de verdad me condujo a leerlo fue la conversación de los poetas del asiento de atrás que les relaté el pasado jueves: tres poetas sudamericanos en París hablando de otros poetas vivos (todos ellos de obra muy aciaga y sombría), y sorprendiéndose a cada tanto de que estos últimos, "como personas", sean la mar de alegres. Al bajar del coche me formulé de nuevo la que, de pequeña (ahora no), era mi pregunta preferida: "¿La lucidez amarga?". Cuando te asalta esta pregunta, no está mal leer a Cioran.

No sé por qué razón, como les sucedía a mis tres compañeros de viaje, siempre nos sorprende que los autores de tenebrosos pensamientos puedan ser una grata compañía, cuando la verdad es que los espíritus desolados acostumbran a ser tremendamente divertidos. Cioran, sin ir más lejos, no dejó de desear el suicidio y destinó un estusiamo descomunal a pensar en la muerte desde todos los ángulos: tanto deseo y entusiasmo por fuerza aleja la apatía, el mayor enemigo de la alegría. Él mismo lo explica como nadie: "El deseo de morir fue mi única ocupación. Renuncié a todo por él, incluso a la muerte".

Pero hay más. Dicho de este modo, parecería que hay una separación irreconciliable entre el carácter de la persona y el de la obra, cuando no es así: la obra de los grandes pesimistas puede contagiarnos la más genuina de las alegrías: sólo la sensibilidad superficial de un lector estrecho de miras puede juzgar deprimentes los libros de Cioran. Me consta que muchos de sus lectores, gente que no lograba dejarse engañar por ilusiones vanas ni por ideologías porque deseaban un espacio de libertad infinita, se liberaron del suicidio gracias a su lectura. ¿Cómo no va a ser así, si él mismo porpuso tanto su deseado suicidio que murió de alzheimer con 85 años? Y, hasta que la enfermedad no se lo impidió, allí estuvo dale que te pego dándole a la pluma para proclamar su hastío por la vida en este injusto y trágico mundo de los humanos: ni por un segundo abandonó su asco de vivir (lo cual no me negarán que tiene gracia). Es lo hermoso de los grandes pesimistas, de los pesimistas apasionados: ¿cómo va uno a suicidarse leyéndolos? Él lo cuenta así: "Sólo se suicidadn los optimistas que ya no logran serlo. Los demás, no teniendo ninguna razón para vivir, ¿por qué la tendrían para morir?".

Imma Monsó, Cumpleaños feliz, La Vanguardia, 04/04/2013


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