'Immigrants' de segona generació.
Y en “inmigrar” (del latín immigrare) leemos: “Dicho del natural de
un país: llegar a otro para establecerse en él, especialmente con idea
de tomar nuevas colonias o domiciliarse en las ya formadas”.
Dejando al margen que la definición tal vez necesite un retoque,
entendemos que serían inmigrantes un alemán o un canadiense que se
integraran en sus respectivas colonias establecidas en España (el
Diccionario no dice si han de ser grandes o pequeñas); lo mismo que un
ecuatoriano o un rumano que vienen a buscarse la vida de obra en obra.
Pero la aplicación de la palabra, a los unos sí y no a los otros,
refleja la distinta mirada con que los observamos.
No solo eso. Los extranjeros como los referidos futbolistas y
directivos pueden quedarse a vivir con sus hijos o tenerlos ya en
España. Acaso los apellidos nos darán la pista de que sus familias
vinieron de lejos, pero pronto tomaremos a esas criaturas por
compatriotas, sin ningún problema, sobre todo si les oímos hablar con
naturalidad en una lengua española. Así sucede con uno de los hijos de
Mazinho: Thiago Alcántara, nacido en Italia, que se siente español y ya
ha jugado en La Roja.
Sin embargo, los hijos de los inmigrantes marroquíes o colombianos de
empleos más menestrales tienen reservado otro nombre en las
estadísticas y en nuestro imaginario: son “inmigrantes de segunda
generación”. Es decir, se les traspasa la condición de inmigrante aunque
se hayan criado en España y estén formados en lo que ahora llamamos
“nuestro sistema educativo” (antes “nuestros colegios”).
Por el contrario, no existen “extranjeros de segunda generación”, ni
los niños que llegan con sus padres a Benidorm reciben el nombre de
“turistas de segunda generación”. La palabra “inmigrante”, en cambio, sí
la hemos hecho hereditaria.
Anoté este titular el 13 de mayo: “El 50% de los inmigrantes de
segunda generación se sienten españoles”. La expresión se repetía en
decenas de diarios, con datos procedentes de la Investigación Longitudinal sobre la Segunda Generación en España
(Instituto Ortega y Gasset - Universidad de Princeton), según la cual
el sentimiento español aumenta en quienes llegaron de niños. El texto de
una de esas noticias contaba también que el porcentaje de quienes se
sienten españoles “es todavía mayor entre los que han nacido en el país
(80%) frente a los que han llegado a edades tempranas”.
Resulta difícil entender que se llame con frecuencia “inmigrantes de
segunda generación” a quienes ya son españoles y en muchos casos además
nacieron en España. Si se pretende analizar una situación sociológica y
definir un grupo por el origen de sus padres, pueden denominarse
“españoles hijos de emigrantes” o, quizá mejor, “españoles hijos de
extranjeros”; pero en todo caso “españoles”, pues esa nacionalidad
tienen o merecen.
Les hemos dado a cientos de miles de quienes llegaron desde muy lejos
el carné de identidad para que lo lleven en el bolsillo, tienen acceso a
la Seguridad Social y al trabajo, y sus hijos pueden educarse en las
universidades españolas. Todo eso va por la vía legal. Pero a menudo les
negamos lo más definitivo, lo que va por la vía emocional: las
palabras. La palabra español, la palabra igual, la palabra votante, la
palabra ciudadano, la palabra vecino, la palabra contribuyente. El
término “inmigrante”, hereditario además, las aniquila todas, ocupa sus
espacios y, a veces, también arrincona los derechos que se vinculan a
ellas.
Álex Grijelmo, La palabra'inmigrante' se hereda, El País, 24/11/2013
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