La cultura i les tècniques de màrketing.
¿Cómo habría que decirles a los técnicos en marketing y a los publicitarios que las leyes del mercado son leyes culturales, es decir pautas o maneras de hacer las cosas que una comunidad adopta en un momento dado? Al mismo tiempo, ¿cómo hacerles entender a los puritanos que claman contra las técnicas con las que se controla la mente de las gentes y se las hace caer en el pecado del consumismo, que el comprador no se deja hipnotizar tan fácilmente? Los naufragios recientes en Barcelona de Sogo, Virgin, Dive! y, hace unos días, Fashion Café podrían ayudar a convencer a unos y a otros de que ni existen fórmulas infalibles que garanticen el éxito de un producto en el mercado, ni el comprador es un pobre bobo obnubilado por las consignas publicitarias o las modas.
La cuestión tiene un valor añadido, por cuanto se presumía
que la presencia de estos establecimientos probaba que Barcelona había obtenido
su homologación como capital cosmopolita, puesto que sólo plazas de «reconocido
prestigio» y de «proyección mundial» –se decía– merecían ser dignificadas con
una de sus delegaciones. Fue una pena que, en su momento, las autoridades
políticas y mediáticas cometieran el mismo error de cálculo e interpretaran la
simple apertura de un local comercial como algo parecido a la entrega de un
galardón internacional.
La cuestión es que el público no se ha dejado seducir por
esa parafernalia y ha condenado al fracaso una cierta forma de poner en escena
los protocolos del comer o del comprar. Y no porque los barceloneses no interpreten
como un elogio la presencia de las mismas tiendas y restaurantes que pueden
visitar los habitantes de Londres, Tokyo o Nueva York. Es sencillamente que su
orgullo ciudadano no pasa por pagar precios excesivos por una comida tan
espectacular como mediocre, ni acudir a comprar a sitios supuestamente
emblemáticos lo que pueden adquirir en otro lugar de más confianza y a mejor
precio. Demostración de un principio que, en un tiempo en que se piensa que
todo el mundo está manipulado –menos uno mismo, claro–, cuesta defender. A
saber, que es imposible conseguir que el público haga algo contra su voluntad y
sus intereses y que la gente sólo obedezca las órdenes que le imponen hacer lo
que ya pensaba hacer de todos modos.
Las razones por las que Sogo cerró están claras: no se monta
una lujosa tienda de objetos de regalo en un barrio al que se va a comer
calamares a la romana, como es el caso de la Vila Olímpica, que se ha
conformado en el plano gastronómico como una continuación natural de la
Barceloneta. Por lo demás, cuando el ciudadano decide impresionar a alguien con
un regalo caro, ya sabe que en el paseo de Gràcia hay tiendas donde serán
atendidos a la perfección, lejos del olor a marisco. Parecido es el caso de
Virgin. Por mucho que su ubicación fuera en este caso excelente, la oferta de
la tienda estaba ya cubierta, no tanto por los nuevos hipermercados culturales
–El Corte Inglés, FNAC–, como por las pequeñas tiendas de la calle Tallers, a
las que el comprador conspicuo de discos acude con la certeza de que será
atendido por personas que entienden de música y a mejor precio.
Otro asunto es el de Fashion Café, Toni Roma´s o Dive!, a la
espera de lo que pase con Planet Hollywood, Sports Bar o Hard Rock. Se ha
querido ver en su cierre el rechazo a una cierta estética made in USA, algo así
como la resistencia al invasor cultural yankee. Pero la verdad es que los
locales de comida étnica norteamericana han continuado proliferando y uno puede
degustar en un montón de sitios pollo frito de Kentucky, hamburguesas, burritos
tex-mex, aros de cebolla y pizzas estilo Chicago. Lo que ha sucedido no ha
tenido que ver con la exaltación de valores patrios, como lo demuestra el
fiasco del Màgic Barça o de Tardà Rock, ambos en la Vila Olímpica, sino con la
falta de gancho que ha demostrado una forma «temática» de ritualizar las
comidas que el público no ha acabado de asimilar.
Todos estos restaurantes venían a ser embajadas de una
especie de internacionalismo fetichista, que consistía en rendir culto,
mientras se comía, a todo tipo de prendas, fotografías y objetos relacionados
con estrellas del cine, la moda, la música pop o los deportes. La fórmula
podría resultarle atractiva a un público infantilizado, dispuesto a penetrar en
los universos simbólicos y mitológicos de la cultura de masas actual. Pero el
sistema no funcionó porque la mayoría de clientes potenciales llegó a la
conclusión de que las rutilancias del show-bussines no constituían garantía
alguna de precio ajustado, buen servicio y calidad gastronómica, y descubrió
enseguida que lo que se le ofrecía era un pseudoespectáculo de cartón piedra
que no paliaba la decepción que su paladar, su tiempo y su bolsillo iban a
sufrir.
En resumen, todos esos sitios maravillosos que iban a
confirmar lo fantástica que era Barcelona no han tenido en cuenta el
medioambiente de usos y costumbres en que iban a instalarse. Exactamente lo
contrario de aquellos otros empresarios que abrieron fast-foods en que se
servían bocadillos de mortadela con pan con tomate o que están llenando Barcelona
de bares que vuelven a servir tapas de ensaladilla rusa y callos a la
madrileña. Pero también de aquellos otros que nos permiten disfrutar de la
peor-mejor comida americana, en restaurantes a los que uno va simplemente a
gozar del a veces impagable placer de comer mal y que a buen seguro no van a
cerrar.
El fracaso de Fashion Café ha demostrado que quizás los
barceloneses no éramos tan cosmopolitas como su pensaba. Ni tan tontos.
Este artículo apareció el 6 de junio de 1998 en El Periódico de Catalunya
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