Camus, el rebel que rebutjà les revolucions.
En algún lugar que ahora no recuerdo Camus
escribió que si existiera un partido de quienes están seguros de no
tener razón, ese sería el suyo. Camus fue un rebelde, pero no un
revolucionario: nunca dejó que las razones de su rebeldía le llevaran
tan lejos como para hacer la revolución. Sus ideas sobre la cuestión las
dejó escritas en uno de sus mejores ensayos, L’homme révolté,
sin duda el que le valió más decididamente la animadversión de sus
coetáneos que, pese a ser luchadores impenitentes contra el fascismo, no
supieron o no quisieron ver lo que de totalitaria tenía la revolución
comunista. Camus fue un rebelde que rechazó las revoluciones por
entender que desvirtuaban el sentido de la rebeldía, que no es otra cosa
que la reacción producida por las condiciones de injusticia o
sufrimiento incomprensibles. Situaciones como la que él mismo
experimentó en el viaje que, ya de adulto, hizo a Saint-Brieuc para ver
la tumba de su padre muerto en la guerra cuando Camus solo tenía un año.
En Le premier homme cuenta que la ternura y piedad que de
repente sintió no fue el sentimiento normal del hijo ante el recuerdo
del padre desaparecido, sino “la compasión conmovida que un hombre hecho
resiente ante el niño injustamente asesinado —algo aquí no estaba en el
orden natural y, a decir verdad, no había orden sino caos allí donde el
hijo era más viejo que el padre”. La rebeldía ante situaciones como la
descrita expresa el absurdo que uno siente ante las grandes
contradicciones de la existencia. Un absurdo que, pese a todo, no puede
convertirse en “regla de vida”, pues, cuando ello ocurre, esa rebeldía
nacida de la solidaridad humana, acaba destruyendo la solidaridad.
Camus by Raúl Arias |
La rebeldía da cuenta del absurdo de la existencia, de la incoherencia entre la irracionalidad del mundo y el deseo humano de claridad. El rebelde va en busca de una unidad que resuelva el caos, pero lo singular en él es que permanece en la búsqueda, porque la rebeldía solo es un punto de partida, no el final de la historia: “Aceptar la absurdidad de todo lo que nos rodea es un primer paso, una experiencia necesaria, que no debe convertirse en un callejón sin salida”. En las revoluciones planificadas, por el contrario, la búsqueda de la unidad sucumbe al afán de totalidad. La Revolución Francesa exigía la unidad de la patria. El marxismo buscaba la reconciliación de lo racional y lo irracional, de la esencia y la existencia, de la libertad y la necesidad. Los fascismos quisieron salvar la pureza de la raza. Pero, advierte Camus, “no hay unidad que no suponga una mutilización”: la mutilación de la individualidad y de la libertad. La libertad está en el origen de todas las revoluciones, porque es un elemento imprescindible de la justicia, hasta que llega un momento en que ese ideal de justicia, que la revolución percibe con sorprendente nitidez y sin sombra de duda, exige la supresión de las libertades. Cuando la meta está clara, la fuerza de la ley se banaliza y desaparece. Como se relativiza el sufrimiento de los que son sacrificados en el camino hacia el advenimiento de la sociedad perfecta. Una licencia peligrosa, dado que “hacer callar al derecho hasta que sea establecida la justicia es hacerlo callar para siempre, pues no habrá ocasión de hablar si la justicia reina para siempre”. Allí donde se pretende que reine la justicia absoluta, el mundo enmudece, pues “la justicia absoluta niega la libertad”.
La rebeldía da cuenta del absurdo de la
existencia, de la incoherencia entre la irracionalidad del mundo y el
deseo humano de claridad, pero es solo un punto de partida, no el final
de la historiaCamus peleó toda su vida por mantener ese
principio. Para explicarlo, le dio la vuelta a la teoría según la cual
lo importante son los fines últimos que guían la acción, mientras los
medios son meros instrumentos para un final que lo bendice todo. Es al
revés: “un fin que necesita medios injustos no es un fin justo”. Son los
medios los que prefiguran el fin, nos dicen cómo hay que entenderlo y
pueden legitimarlo. Cuando las libertades han sido anuladas, ya no
regresan. Jamás se hará realidad la fórmula del comunismo según la cual
“hay que eliminar toda libertad para conquistar el Imperio y el Imperio
un día será la libertad”.
En más de una ocasión, Camus rechazó la etiqueta de existencialista.
No era partidario de ir descubriendo esencias, pues estas solo se
reconocen en la existencia. Tampoco renegaba de una supuesta naturaleza
humana que uniera a todos los hombres, pero estaba lejos de pensar que
alguien pudiera encerrarla en una definición esencial. Es el encuentro
con hombres y mujeres de carne y hueso, el encuentro con condiciones de
sufrimiento y de injusticia, lo que nos acerca al significado de esas
palabras inmensas cuya grandeza, sin embargo, siempre será una “grandeza
relativa”. Pero si las esencias no son nada, tampoco cree Camus que
seamos solo existencia. Su rechazo radical del historicismo y de la fe
en una Historia que es fuente de valor deriva de dicha convicción. Los
valores por los que juzgamos la Historia siempre están fuera de ella.
Precisamente la rebeldía consiste en “el rechazo a ser tratado como cosa
y reducido a la mera Historia”. Más allá de lo que la Historia pueda
hacer con el ser humano, este aspira a ser algo más, no reductible ni
previsto por la Historia.
Si Camus llegó a diseñar una ética, esta tuvo como criterio la
mesura. Señaló que no puede haber una moral sin realismo, pues la virtud
pura es inhumana. De ahí que la norma de lo humano tenga que ser la
mesura, no la desmesura a la que la desesperación arroja a los
revolucionarios: una “desmesura inhumana”. Si las revoluciones fueran
realistas no desdeñarían la belleza y la creatividad de algo tan
contingente y creativo como el arte, pues “los grandes reformadores
tratan de construir en la Historia lo que Shakespeare, Cervantes,
Molière, Tolstói supieron crear: un mundo siempre presto a saciar el
hambre de libertad y de dignidad que está en el corazón de cada hombre”.
Puesto que no hay universalidad, puesto que todo es contingencia,
desconfiemos de quienes pretenden tener razón y hablar en nombre de la
verdad.
El capítulo último de L’homme révolté está dedicado a la
revolución y el arte con el objeto de poner en cuestión la crítica
revolucionaria que sistemáticamente “condena la novela pura como la
evasión de una imaginación ociosa”. ¿De qué nos aliena la novela si los
personajes literarios suelen parecer más reales que los hombres de carne
y hueso? “¿Cuál es el misterio para que Adolphe nos parezca más
familiar que Benjamin Constant, o el Conde Mosca que nuestros moralistas
profesionales?” Para encarar adecuadamente la rebeldía hay que
preferir, con Nietzsche, al creador, frente al juez o el represor. No,
es equivocado pensar que la belleza se contrapone a la denuncia de las
injusticias. Así acaba su análisis de la actitud rebelde: “Manteniendo
la belleza, preparamos ese día de renacimiento en el que la civilización
pondrá en el centro de su reflexión, lejos de las virtudes formales y
de los valores degradados de la Historia, esta virtud viva que funda la
común dignidad del mundo y del hombre y que tenemos que definir ahora
frente a un mundo que la insulta”. A esa tarea y desde esa convicción se
aplicó Camus toda su vida.
Victoria Camps, Contra los absolutos, Mercurio 154, octubre 2013
Comentaris