En què consisteix el contracte digital?
by Eduardo Estrada |
Es lógico que estemos indignados (tal vez no lo suficiente) por el
escándalo del espionaje, pero lo que no deberíamos estar es
sorprendidos, como si acabáramos de descubrir que éramos observados.
Tenemos derecho al enfado, por supuesto, pero no al asombro, porque ya
deberíamos estar avisados de que esta era la lógica de internet. Nuestra
reacción se merece aquel reproche de Nietzsche hacia quienes se pasan
la vida sorprendiéndose al descubrir cosas que previamente habían
escondido.
Este desconcierto se produce porque estábamos todavía en medio de la
resaca de una precipitada celebración, que congregaba a muy variados
festejantes en torno a diversas posibilidades prometedoras de internet.
Unos se alegraban de que cualquiera podía expresar su opinión sin
permiso de los directores de periódico o publicar un libro sin tener que
someterse al filtro de los editores; otros aseguraban que la ciudadanía
estaba a punto de despedirse de los partidos, las instituciones y sus
representantes; hay quien celebraba la muerte de todos los secretos y el
advenimiento de la transparencia total; nos creíamos que a partir de
ahora íbamos a convertirnos en unos mirones, en unos observadores
críticos que no eran vistos, que el saber iba a estar universalmente
disponible y que todo se podía en adelante compartir.
Hemos pensado que informarse acerca del tiempo y las noticias, conectarse a una red social, comprar on line
o enviar mensajes instantáneos era un auténtico chollo. Parecíamos
desconocer que de este modo estábamos proporcionando información a
cualquiera. Estar conectado equivale a proporcionar información acerca
de uno mismo, de su localización y de sus acciones. Tras el escándalo
desvelado por Snowden en torno al espionaje del NSA americano, se nos ha
hecho patente la cara menos amable de un estado de cosas en cuya
configuración habíamos colaborado. Sí, los ciudadanos tenemos mucho que
ver con el escándalo del espionaje. En este espionaje no solo han
colaborado diversos gobiernos, sino también los usuarios de la red. ¿En
qué sentido podemos afirmar sin exageración que somos espías de nosotros
mismos?
Internet es un espacio de autoexhibición, también para el usuario más discreto. Existir en la red es desvelarse en cierto modo, mostrarse a través de los datos, nuestros itinerarios, relaciones y decisiones. Moverse en la red, aprovechar sus virtualidades, implica establecer una serie de relaciones de dependencia respecto de ella. El ciberactivismo se revela inesperadamente también como una forma de ciberpasivismo.
La lógica del la red implica adquirir posibilidades de comunicación,
exhibición y movimiento a cambio de una dependencia respecto de esa
misma red. Podemos observar porque al mismo tiempo nos dejamos observar.
Por eso internet se ha convertido en una inmensa máquina de vigilancia.
Me refiero a los fenómenos de censura crowdsourcing, de
vigilancia regresiva en la que pueden participar los agentes de la red,
pero sobre todo a la vigilancia más banal inscrita en su propia lógica.
Cuanto más sabemos gracias a la red, más sabe ella acerca de nosotros.
¿O es que alguien se creía que esto era gratis total? El contrato
digital implícito consiste en que extraemos y aportamos información.
Alimentamos la red con nuestras acciones cotidianas y las huellas de lo
que visitamos, a través de las cuales estamos haciendo aportaciones,
voluntarias e involuntarias, al tráfico global de datos. No hay en
internet ninguna operación que no sea archivable, es decir,
identificable. Hasta la comunicación más cifrada deja huellas y se puede
reconstruir. Internet es el espacio de los rastros y las pistas, en el
que nada se pierde o desdibuja con el tiempo, ni se oculta tras un
espacio reservado. Se registran las consultas de Google, se archivan
todas las interacciones de Facebook. Con el uso de la red se está
produciendo un gigantesco intercambio de datos entre los usuarios y los
servidores. Hasta el espía deja huellas y personas como Snowden las
rastrean con el propósito de impugnar o dificultar esa vigilancia.
Por eso se podría incluso sostener que el caso Snowden y el de
Bradley Manning, en tanto que revelación de secretos, son una muestra de
la capacidad autoreguladora de la democracia, un sistema político que
sólo es posible allí donde termina por conocerse el trabajo de los
servicios secretos... y el mensajero sobrevive. ¿Cabría imaginarse una
revelación semejante en Rusia o China?
Frente a quienes han exagerado sus posibilidades democratizadoras,
ahora sabemos que internet es más un bazar que un ágora. El negocio del
profiling lo atestigua. La red es un gran mercado de información acerca
de los hábitos de los consumidores, un continuo sondeo de marketing. Las
opiniones, los gustos, los deseos y la propia localización geográfica
de los usuarios son recopilados pacientemente por una serie de empresas
que hacen de esos datos su propiedad privada. Al nutrir las bases de
datos, el usuario aumenta el valor de las empresas que le ofrecen sus
servicios de forma aparentemente gratuita, les permite conocerle mejor y
suministrarle aquello que (cree que) necesita. Si colaboramos tan
plácidamente en este rastreo sobre nosotros mismos es porque todo tiene
un aspecto ideológico anarco-liberal, dando a entender que el cliente es
el que manda y que es cortejado por todo el mundo para adivinar y
satisfacer sus necesidades. Lo que ha hecho Snowden es mostrar cómo esa
observación no solo servía para satisfacer los deseos de los
consumidores sino para gestionarlos estratégicamente de acuerdo con
objetivos políticos. Por eso no es una casualidad que las grandes
empresas de internet y los gobiernos estén colaborando, unos por el
negocio que esos datos representan y los otros en nombre de la seguridad
o de sus intereses geoestratégicos.
Probablemente estemos entrando en una segunda era de internet, en la
que ciertas ingenuidades se desvanecerán y que deberá hacer frente a
determinados riesgos. Se agudizarán los conflictos entre libertad y
control, gobiernos y ciudadanos, proveedores y usuarios, entre
transparencia y protección de datos, a los que deberemos dar una
solución equilibrada; habremos de regular fenómenos como "el derecho al
olvido", la privacidad y la voluntariedad en la puesta a disposición de
datos; se inventarán sin duda nuevos procedimientos de protección y
enciframiento, pero también nuevas regulaciones jurídicas y nuevas
formas de diplomacia y cooperación.
No desaparecerá el espionaje, pero tendrá que ser más respetuoso con
la legalidad y, sobre todo, más inteligente. Y es que al final espiar no
sirve tanto porque no hace innecesarias las tradicionales relaciones de
confianza que permitían una puesta en común de información que ahora
aparece dañada. Entre otras cosas, debido a que la cantidad enorme de
datos —esos 100.000 gigabytes que, al parecer, están girando en el
mundo— debe ser gestionada y acumularlos ilimitadamente puede ser un
obstáculo para hacerse con la información deseada.
Hace mucho tiempo que los servicios de inteligencia reconocen que
cada vez se trata menos de acumular datos como de mejorar los filtros.
El sociólogo Niklas Luhmann decía que la confianza era el principal
reductor de la complejidad. Pero parece ser que en la National Security
Agency circula el chiste según el cual "aquí solo creemos en Dios; a
todos los demás los espiamos", o sea, que espían demasiado. Lo que Obama
podía saber llamando directamente al teléfono de Merkel es más que lo
que puede obtener pinchando su teléfono y socavando así la confianza
entre ellos. La construcción de la confianza es nuestro gran desafío,
también y principalmente en lo que se refiere a la seguridad.
Daniel Innerarity, El lado menos amable de la Red, El País, 21/11/2013
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