Com elevar el valor d'un mateix?
De
pequeños, pocos reciben una educación enfocada al bienestar emocional, y
después, de mayores, al carecer de una referencia interna, las personas
buscan en los demás un sucedáneo de autoestima que acaba creando más
problemas de los que trata de solucionar. Se han escrito muchos libros
sobre el tema, se imparten cursos y se llenan consultas de personas que
desean mejorar su autoconcepto… pero muchos olvidan que la valía es
fruto de la autopercepción y no de lo que digan los demás.
Nuestra cultura occidental ha inventado la necesidad de ser “especial”, para alguien o en algo. Y nosotros hemos comprado ese deseo. ¿Qué ha ocurrido? Quién más, quién menos, construye una idea de sí mismo en positivo o en negativo. Es decir, hay personas que se sienten “mejores” –por encima de los demás– (se aman) y otras que se sienten “peores” –por debajo de los otros– (y se odian).
No sé de dónde salió la idea de que debemos buscar la aprobación
externa, el cuento de que, en el caso de obtenerla, podemos sentirnos
felices, y en el caso de no obtenerla, hemos de sentirnos desgraciados.
El reconocimiento externo es un arma de dos filos: por un lado, puede
subir la moral, pero también puede dejar por los suelos el estado de
ánimo. Demasiado riesgo, máxime cuando la aprobación o la censura se
suele hacer con ligereza.
Alguien dijo: “Dale un premio a un escritor y ya no escribirá nada
más de valor”. No siempre es así, por fortuna, pero es verdad que el
escritor después de recibir un galardón soporta un estrés adicional, ya
que se ve obligado a no defraudar las expectativas de sus lectores y
estar a la altura del reconocimiento recibido.
Cuando una persona se convierte en buscadora compulsiva de la
aprobación externa, entra en su propia trampa y en un ciclo sin fin. Se
condena a sí misma, sin saberlo, a ir de cumplido en cumplido, a recabar
la aprobación ajena, a necesitar incluso el halago. Ya no es libre,
depende de que otros alimenten su necesidad de ser aprobada. Es como un
adicto emocional que padece el síndrome de abstinencia. Se podía decir
que esa persona pierde el tiempo y la paz mental buscando la felicidad
en el lugar equivocado.
Es obvio que no hay nada malo respecto a contar con el beneplácito
ajeno. El problema es cuando se necesita y, sobre todo, cuando se
confunde el verdadero valor personal con la complacencia externa. Son
dos cosas muy diferentes, y cuando se entiende esta gran diferencia, las
personas se centran en su valor y no en buscar ser valoradas.
Reforzar la autoestima significa aumentar el valor personal ante
uno mismo, pero no delante de nadie. Cualquier palabra que empiece con
auto (autoestima, autoconcepto, autoimagen…) tiene que ver con uno mismo
y no con los demás. Aun estando claro, parece que se olvida. Llega un
momento en la vida en el que tenemos que centrarnos en aclarar la
relación con la persona más importante, que no es otro que uno mismo. Si
esa relación es sana e intensa, seremos felices; si es insana, seremos
infelices.
Tampoco hay que confundir la valoración propia con la arrogancia,
que es precisamente la defensa de las personas que tienen poca. Hay dos
clases de autoestima falsa: la evaluación que hacen de sí mismos
aquellos ue se
creen mejores que los demás y la que hacen los que se sienten peores que
los demás. Ambas percepciones son una visión desajustada del valor
intrínseco que cada persona tiene por el simple hecho de ser un ser
humano.
No hay diferencia, salvo en el signo en las expresiones: “soy el mejor” y
“soy el peor”. Ambas expresiones demuestran un desconocimiento del
valor real del ser humano, y confunden la comparación externa con la
autoevaluación interna. En el fondo reflejan el mismo problema, pero con
dos sistemas de compensación diferentes: uno a más y el otro a menos.
Fue S. Freud quien decía que esta compensación en realidad es una
deformación para poder soportar una autoestima lesionada.
Elevar la autoestima depende de tomar la decisión de que somos valiosos
al margen de los resultados que obtengamos, y de recordar siempre esta
decisión. No necesitamos pruebas ni resultados. Se trata de una decisión
interior que se apoya en uno mismo y no en los demás. La mejor manera
de influir en cómo nos perciben los demás es mejorar la forma en que nos
vemos a nosotros mismos. Sin duda, eso generará de alguna manera un
impacto porque cuando las personas se quieren más, el mundo las quiere
más.
Una pequeña diferencia, en más o en menos, del nivel de autoestima de
una persona va a marcar una discrepancia dramática en lo que conseguirá
de la vida, tanto a nivel personal como profesional. Así, nuestro
rendimiento nunca será mayor que la imagen que tenemos de nosotros
mismos.
Una persona con autoestima saludable es: sabia sin ser pedante, asertiva
sin ser agresiva, poderosa sin necesitar la fuerza, ambiciosa sin ser
codiciosa, profunda y no banal, humilde sin ser servil, valiosa sin ser
orgullosa. Y lo más importante: deja de compararse con los demás, ya sea
en positivo o negativo.
El secreto es prescindir de autojuzgarse. Es mucho más interesante
establecer una relación de amor con el planeta en lugar de mirar de
puertas adentro para evaluar si somos dignos o no de amor. Lo que lo
cambiaría todo es dejar de autoevaluarse y perseguir conectarse con el
resto del mundo.
Del mismo modo que la forma de librarse de los defectos es
aumentar las cualidades –ya que aquellos se diluyen en estas–, la mejor
forma de no tener que conseguir una buena nota es prescindir de ponerse
una, cualquiera que sea.
Imaginemos un mundo donde amarse no fuese una ardua tarea. En ese
mundo ideal no se perdería el tiempo y la energía en reparar lo que en
realidad no necesita reparación, sino una nueva percepción. En ese nuevo
conocimiento de uno mismo, la avería de la autoestima simplemente no
sería posible porque el concepto sería irrelevante. En ese mundo ideal,
todas las personas se conocerían bien, a nivel esencial, se aceptarían y
se respetarían a sí mismas. En esa utopía no se vendería ningún libro o
servicio sobre cómo mejorar la percepción que tenemos de nosotros
mismos.
Leyendo las biografías de Vicente Ferrer o la madre Teresa de
Calcuta, uno se da cuenta de que estas personas no tenían este problema.
Simplemente estaban más centrados en los demás que en ellos mismos. Y
al hacerlo se evitaban un montón de complicaciones, incluida la de
necesitar la aprobación ajena. Seguramente esas personas se levantaban
cada día centrados en cómo iban a ayudar a quien lo necesitase y les
ofrecían todo su apoyo. No creo que se mirasen al espejo para ver si
estaban guapos o feos, o que se perdieran en divagaciones mentales sobre
qué diría la prensa de ellos o si eran adecuados o no. Actuaban desde
el amor, y en ese contexto la autoestima es innecesaria.
Cuando pienso en la madre Teresa, me cuesta imaginarla usando este
término. Imagino que su foco de atención estaba siempre lejos de sí
misma, en los demás, y su autoconcepto no tenía la más mínima
importancia para ella. Y así debería ser para todos. Cuando el Dalai
Lama visitó Occidente por primera vez y le preguntaron qué diría a las
personas con baja autoestima, él respondió: “¿Pero es que no se quieren?
¿Por qué razón?”. En su mente no cabía semejante posibilidad, pues en
su cultura y en su filosofía, hablar de este término carece de
significado. Esta podría ser una buena receta para egos inflados o
raquíticos: olvidarse un poco más de sí mismos y enfocarse plenamente en
dar lo mejor que uno tiene, en lo personal y en lo profesional. En
definitiva, entender que la autoestima baja o alta es un síntoma de
desconocimiento del yo esencial
Raimon Samsó, Problemas con la autoestima, El País semanal, 24/11/2013
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