John Berger: per què segueixo sent marxista?
John Berger |
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Alguien pregunta: ¿todavía eres marxista? La
devastación que produce la obtención de beneficios, según la define el
capitalismo, es hoy mucho mayor que nunca. Casi todo el mundo lo sabe.
¿Cómo es posible, entonces, no hacerle caso a Marx, quien profetizó y
analizó esta devastación? Se podría responder que la gente, mucha gente,
ha perdido sus coordenadas políticas. Sin mapa alguno, no saben a donde
se dirigen.
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Cotidianamente, la gente sigue señales que apuntan a algún sitio que
no es su hogar, sino un destino elegido. Señales en carreteras, señales
de embarque en los aeropuertos, avisos en las terminales. Algunos estan
de viaje por placer, otros por negocios, muchos motivados por la pérdida
o la desesperación. Al llegar, terminan por darse cuenta de que no
están en el lugar que indicaban las señales que siguieron. Donde se
encuentran tiene la latitud, la longitud, el tiempo local y la moneda
correctos, y, sin embargo, no tiene la gravedad específica del destino
que escogieron.
Se encuentran junto al lugar al que escogieron llegar. La distancia
que los separa de éste es incalculable. Puede ser tan solo la del ancho
de una calle o puede estar a un mundo de distancia. El sitio ha perdido
lo que lo convertía en un destino. Ha perdido su territorio de
experiencia.
A veces, algunos de estos viajeros emprenden un viaje privado y
hallan el lugar que anhelaban alcanzar, el cual, aunque lo descubran con
un alivio infinito, es con frecuencia más rudo de lo que imaginaban, .
Muchos nunca lo logran. Aceptan los signos que siguieron y es como si no
viajaran, como si se quedaran siempre donde ya estaban.
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Los detalles de la imagen que aparece en esta página fueron tomados
por Anabelle Guerrero en un centro de acogida para refugiados y
emigrantes que tiene la Cruz Roja en Sangatte, cerca de Calais y del
túnel del Canal de la Mancha. Obedeciendo las órdenes de los gobiernos
británico y francés, el centro fue recientemente clausurado. En ese
momento el centro daba albergue a varios cientos de personas; muchas de
ellas tenían la esperanza de llegar al Reino Unido. El hombre de las
fotografías –Guerrero prefiere no revelar su nombre- proviene de la
República Democrática de Congo (el antiguo Zaire).
Millones de personas abandonan su país todos los meses. Se van porque allí no hay nada, excepto su todo, que no ofrece lo suficiente para alimentar a sus niños. Alguna vez lo hizo. Esta es la pobreza del nuevo capitalismo.
Después de largos y terribles viajes, después de sufrir la bajeza de
la que otros son capaces, después de haber llegado a confiar en su
propia valentía, una valentía obstinada e incomparable, los emigrantes
se encuentran esperando en alguna estación de tránsito extranjera , y
entonces lo único que les queda de su continente natal es su propia persona: sus
manos, sus ojos, sus pies, sus hombros, sus cuerpos, la ropa que usan y
aquello con lo que se tapan por las noches para dormir, a falta de
techo.
Gracias a la imagen de Guerrero tenemos un testimonio de cómo los
dedos del hombre son todo lo que queda de una parcela de tierra
cultivada; sus palmas, lo que queda del lecho de algún río, de cómo sus
ojos son las reuniones familiares a las que no asistirá.
El retrato de un continente emigrado.
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“Estoy bajando las escaleras del metro para tomar la línea B. Esto
está de bote en bote. ¿Dónde estás tú? ¿De veras? ¿Y qué tiempo hace? Ya
me tengo que subir al tren, luego te hablo...”.
De los miles de millones de conversaciones por telefonía móvil que
ocurren cada hora en las ciudades y suburbios del mundo, la mayoría,
sean privadas o de negocios, comienzan con una declaración del paradero o
la ubicación aproximada de quien llama. La gente necesita identificar
de inmediato y con la precisión dónde se encuentra. Es como si les
persiguiera la duda de que tal vez no estén en ninguna parte.
Circundados por tantas abstracciones, tienen que inventarse y compartir
unos puntos de referencia transitorios.
Hace más de treinta años Guy Debord se mostraba profético cuando escribía:
La acumulación de mercancías producidas en serie para
el espacio abstracto del mercado no solamente tuvo que vencer todas las
barreras legales y regionales, así como todas las restricciones
corporativas medievales que defendían la calidad de la producción artesanal, sino que también tuvo que disolver las cualidades y la autonomía de los lugares.[1]
El término clave del caos global actual es la deslocalización o la
relocalización. Esto no se refiere únicamente a la práctica de trasladar
la producción a donde quiera que la mano de obra sea más barata y las
regulaciones, mínimas. Contiene también el sueño demente del nuevo
poder: el paraíso fiscal; el sueño de minar el estatus y
la confianza de todos los lugares fijos previos, de tal manera que el
mundo entero sea un solo mercado fluido.
El consumidor es esencialmente alguien que se siente perdido (o a
quien se le hace sentir perdido) a menos que consuma. Las marcas y
logotipos de las mercancías son el sitio que nombra esa ninguna parte.
Otros signos que anuncian la Libertad y la Democracia, términos
robados de periodos históricos previos, se usan también para confundir.
En el pasado, fue una táctica común de quienes defendían su país contra
los invasores el cambiar las señales camineras, de tal modo que la que
indicaba ZARAGOZA apuntara en la dirección opuesta, hacia BURGOS. Hoy no
son quienes se defienden, sino los invasores extranjeros, los que
invierten los signos para confundir a las poblaciones locales, para
confundirlas acerca de quién gobierna a quién, acerca de la naturaleza
de la felicidad, del alcance del quebranto o de dónde ha de hallarse la
eternidad. El propósito de estas direcciones falsas es persuadir a la
gente de que ser un cliente es la salvación última.
Sin embargo, a los clientes no los define el lugar donde viven y mueren, sino donde compran y pagan.
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Extensas áreas que en su día fueron rurales las están convirtiendo en zonas. Los
detalles de este proceso varían según el continente: África, América
Central o el sureste asiático. El desmembramiento inicial, sin embargo,
siempre proviene de otra parte y es efectuado por los intereses
corporativos que dan rienda suelta a su apetito de acumulación, lo que
significa apoderarse de los recursos naturales (pescado en el Lago
Victoria, madera en el Amazonas, petróleo donde quiera que haya, uranio
en Gabón, etcétera), sin importarles a quién pertenezca la tierra o el
agua. La explotación resultante enseguida exige la construcción de
aeropuertos y de bases militares y paramilitares, a fin defender lo que
sacan, y la colaboración de los mafiosos locales. Pueden darse entonces
guerras tribales o intercomunitarias, hambrunas y genocidio. Los
pobladores de estas zonas pierden todo sentido de residencia:
los niños se vuelven huérfanos (aunque no lo sean), las mujeres se
vuelven esclavas, los hombres, desesperados. Una vez que esto ocurre,
llevará generaciones restaurar toda idea de domesticidad. Cada año que
pasa de esta acumulación prolonga en el tiempo y el espacio esa ninguna parte.
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Entretanto –y la resistencia política comienza con frecuencia en un
entretanto– lo que hay que entender y recordar fundamentalmente es que
aquellos que se lucran del caos actual no hacen más que desinformar y
crear confusión, sirviéndose para ello de los comentaristas incrustados
en los medios. Nunca se debe parar uno a discutir sus afirmaciones y
esos puntos de vista robados que tanto les gusta usar. Hay que
rechazarlos y abandonarlos categóricamente. No llevan a nadie a ningún
lado.
La tecnología de la información desarrollada por las corporaciones y sus ejércitos para poder dominar su ninguna parte con más velocidad, la usan otros como medio de comunicación de una punta a la otra del en todas partes por el que luchan.
El escritor caribeño Edouard Glissant lo dice muy bien:
...para resistir la globalización no hay que negar la globalidad, sino imaginar que es la suma finita de todas las particularidades posibles y luego hacernos a la idea de que, mientras falte alguna particularidad, la globalidad no será para nosotros lo que debería ser.
Estamos estableciendo nuestros propios asideros, nombrando lugares,
encontrando poesía. Sí, en ese entretanto, debemos encontrar la poesía.
Dice Gareth Evans:
Mientras el ladrillo de la tardeguarda el calor rosa del viajeMientras la rosa germinaun invernadero para respirary florece como el vientoMientras los esbeltos abedulesmurmuran sus historiasdel viento a lo urgenteen los camionesMientras las hojas de los setosguardan la luzel pensamiento del díaque perdieranMientras el cuenco de su muñecapulsa como el pechode un gorriónen el aire ondulanteMientras el coro de la tierraencuentra sus ojos en el cieloy los devela para uno y para otraen la rebosante oscuridadaprécialo todo.
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Su ninguna parte genera una conciencia del tiempo extraña,
por no tener precedente. Tiempo digital. Continúa por siempre,
ininterrumpido durante días y noches, de una estación a otra, del
nacimiento a la muerte. Tan indiferente como el dinero. Y, sin embargo,
aunque continuo, es profundamente singular. Es el tiempo del presente,
que se mantiene separado del pasado y del futuro. En su interior, sólo
el presente tiene peso, los otros dos carecen de gravedad. El tiempo ya
no es una columnata, sino una única columna de unos y ceros. Un tiempo
vertical sin nada que lo circunde, excepto la ausencia.
Lean unas cuantas páginas de Emily Dickinson y luego vayan a ver Dogville, de Lars Von Trier.
En la poesía de Dickinson la presencia de lo eterno concurre en todas
las pausas. Por el contrario, el filme muestra inexorablemente lo que
sucede cuando se borra de la vida cotidiana todo rastro de lo eterno. Lo
que pasa es que todas las palabras y el lenguaje entero se quedan sin
sentido.
Con un solo presente, en el tiempo digital, no puede hallarse ni establecerse localización o ubicación alguna.
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Nos guiaremos por otro sistema temporal. Lo eterno, según Spinoza (que fuera el filósofo más querido de Marx) es ahora. No
es algo que nos aguarde, sino algo que encontramos durante esos
momentos, breves y, no obstante, intemporales, en los que todo tiene
en cuenta a todo lo demás y ningún intercambio es inadecuado.
En Hope in the Dark, un libro completamente necesario,
Rebecca Sonit cita a la poeta sandinista Gioconda Belli, quien describe
el momento en que derrocaron la dictadura de Somoza en Nicaragua con
estas palabras: “dos días que fueron como si nos hubieran hecho un
encantamiento ancestral, regresándonos al Génesis, al sitio exacto de la
creación del mundo”. El hecho de que Estados Unidos y sus mercenarios
destruyeran después a los sandinistas no disminuye en medida alguna ese
momento que existe en el pasado, el presente y el futuro.
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A un kilómetro de distancia de donde escribo hay un prado donde
pastan cuatro burros, dos hembras y dos burritos. Son de una especie
particularmente pequeña. Cuando las madres alzan sus orejas ribeteadas
de negro, me llegan a la altura del mentón. Los burritos, de unas
cuantas semanas de edad, son del tamaño de unos perros terrier grandes, con la diferencia de que sus cabezas son casi tan grandes como sus costados.
Brinco sobre la barda y me siento con la espalda apoyada en el tronco
de un manzano. Ya tienen trazadas sus sendas por todo el prado y pasan
por debajo de unas ramas tan bajas que yo tendría que pasar a gatas. Me
observan. Hay dos áreas en donde no hay hierba, sólo tierra rojiza, y es
a uno de estos anillos a donde vienen varias veces al día a revolcarse.
Primero las madres, luego los burritos. Éstos tienen ya una franja
negra en los lomos.
Ahora se aproximan. Llega el olor de los burros y el salvado –no es
el olor de los caballos, que es más discreto. Las madres rozan mi cabeza
con sus quijadas. Son blancos sus hocicos. Las moscas les revolotean
alrededor de sus ojos, mucho más agitadas que sus propias miradas
interrogantes.
Cuando se quedan a la sombra, en el lindero del bosque, las moscas se
marchan, y pueden quedarse casi inmóviles durante media hora. En la
sombra del medio día, el tiempo se ralentiza. Cuando uno de los burritos
mama (la leche de burra es la más semejante a la humana), las orejas de
la madre se echan hacia atrás y apuntan a la cola.
Rodeado de los cuatro burros en plena luz del día, mi atención se
fija en sus patas, dieciséis de ellas. Son esbeltas, contundentes,
contienen concentración, seguridad. (Las patas de los caballos parecen
histéricas en comparación.). Estas son patas para cruzar montañas que
ningún caballo se atrevería a cruzar, patas para soportar cargas
inimaginables si se consideran tan sólo las rodillas, las espinillas,
las cernejas, los jarretes, las canillas, los cuartos, las pezuñas.
Patas de burro.
Deambulan con la cabeza baja, pastando, mientras sus orejas no se
pierden nada; los observo, atento. En nuestros intercambios, tal como
ocurren, en la compañía que nos ofrecemos a medio día, hay un sustrato
de algo que sólo puedo describir como gratitud. Cuatro burros en un
prado, mes de junio, año 2005.
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Sí, entre otras muchas cosas, sigo siendo marxista.
John Berger, Dónde hallar nuestro lugar (por qué sigo siendo marxista), fronteraD, 07/11/2013
John Berger, Dónde hallar nuestro lugar (por qué sigo siendo marxista), fronteraD, 07/11/2013
Notas
[1] Hemos optado por no retraducir del inglés la cita que corresponde al original francés. En su lugar, empleamos la versión en castellano de la tesis nº 165, tomada de Debord, Guy. La sociedad del espectáculo. Prólogo, traducción y notas de José Luis Pardo. 2ª edición. Valencia, PRE-TEXTOS, 2003. 176 p. [Nota del Editor]
Este texto se publicó originalmente en el diario mexicano La Jornada, con traducción de RVH, si bien varios pasajes han sido revisados por FronteraD. El original en inglés puede consultarse en Orion Magazine
John Berger es escritor, poeta, crítico de arte, ensayista y pintor. Entre sus libros destacan De sus fatigas: Puerca tierra, Una vez en Europa, y Lila y Flag; G., Hacia la boda, Páginas de la herida, Modos de ver y Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible. En FronteraD ha publicado Los bosques.
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