L'ètica no és una solució política.
Las relaciones entre ética y política son un tema de viva discusión cotidiana, ahora más que nunca. Han coincidido en el tiempo diversas circunstancias cuya resultante es demoledora para nuestras prácticas habituales y que nos va a obligar a una profunda elevación de los criterios de lo que juzgamos aceptable en política desde un punto de vista ético. Podría sintetizarse esta situación como el resultado de tres crisis, con tres efectos que deben ser considerados y para lo que se ofrecen tres tipos de soluciones de las cuales la apuesta por una ética pública es, sin duda, la mejor.
I. TRES CRISIS
1. La crisis económica: hay
conductas políticas que son inadecuadas haya o no crisis económica. La crisis
no ha convertido lo bueno en malo, no ha inventado la corrupción; lo que ha
hecho es modificar nuestra percepción de las cosas públicas, aumentar sobre
nosotros el efecto de lo negativo. Conductas que pasaban inadvertidas o incluso
eran toleradas en épocas de bonanza, en medio de la austeridad y de las
consecuencias sociales de la crisis económica, se convierten en algo
insoportable.
2. La crisis política: las
instituciones políticas viven actualmente en un desgaste que se produce por el
desfase entre las crecientes demandas ciudadanas y el estilo todavía jerárquico
de la política. La sociedad se ha horizontalizado, disponemos de unas mayores
competencias, y eso nos permite valorar y juzgar cuando en otros momentos
hubiéramos tenido una actitud más pasiva o resignada en relación con lo que
acontece en el espacio público.
3. La crisis ideológica: no
estamos ante el final de las ideologías pero se ha debilitado la capacidad que
los agentes políticos tienen de instrumentalizarlas, es decir, de servirse de
ellas como disculpas que justifican cualquier comportamiento. La sociedad no ha
disuelto absolutamente sus diferencias; sigue habiendo izquierda y derecha, así
como diversas identificaciones nacionales; pero estas construcciones
ideológicas sirven cada vez menos para esconder otras cosas.
II. TRES EFECTOS
1. La personalización de la política:
al atenuarse el perfil ideológico se han puesto en el primer plano de la escena
las propiedades personales de quienes hacen la política. Nos fijamos menos en
lo que dicen que en si ese discurso se corresponde con lo que hacen y, sobre
todo, con lo que son. Nuestras preferencias políticas se configuran cada vez
más en función de propiedades personales como la ejemplaridad, la honestidad,
la competencia o la confianza que suscitan, mientras que las franquicias han
entrado en un profundo descrédito. Sigue siendo importante, por supuesto, la
referencia ideológica, pero no asegura nada pertenecer a la familia
socialdemócrata o a la conservadora, ni la hoja de servicios a la propia nación,
y el electorado se fija cada vez más en las propiedades del representante que
en los principios representados.
2. La importancia de los procedimientos:
una consecuencia inevitable de lo anterior es que valoramos más los
procedimientos que los resultados. El debate público se viene centrando
últimamente en cuestiones acerca del modo cómo se toman las decisiones
políticas y su calidad democrática: transparencia, información, participación,
rendición de cuentas, control ciudadano, independencia de los reguladores son
ahora la sustancia de la vida política.
3. La necesidad de los acuerdos:
la vida política está regida por un cortoplacismo y un tacticismo que absorben
la atención pública y terminan hastiando a los ciudadanos. La gente está
percibiendo que esto no es bueno y menos en una situación de profunda crisis
que requiere cambios de cierta envergadura. En este contexto el electorado
puede castigar más la oposición excesiva que su debilidad. Los acuerdos son
deseados y valorados. O, al menos, cabe constatar que no se entienden los
desacuerdos que no tienen una buena razón, distinta de la de sobresalir en la
competición electoral.
III. TRES SOLUCIONES
1. La conciencia privada:
Vivimos en una sociedad en la que hay una mayor tolerancia hacia las razones de
la conciencia personal, la variedad de estilos de vida y gustos particulares,
pero eso no significa que la conciencia nos exonere de la obligación de
justificar ciertas conductas personales que afectan a decisiones con
significación pública. Puede uno tener la conciencia muy tranquila y ser un
impresentable o, al menos, alguien que no nos debería representar.
2. La judicialización de la política:
la política se juega con frecuencia en los tribunales. El recurso a los
tribunales es un derecho y, en ocasiones, una obligación, pero tiene sus
limitaciones. Su abuso es, de entrada, un síntoma que conviene analizar. Pone
de manifiesto una escasa capacidad de la política para articular ciertas
demandas y que no hay cauces propiamente políticos para articular las
exigencias de responsabilidad. Los límites de la judicialización de la política
estriban en que los tribunales sancionan lo jurídicamente reprobable pero no
están indicados para juzgar la competencia política. En un contexto de decisiones
públicas, que afectan a otros y que pueden y deber ser juzgadas por esos otros,
del mismo modo que la tranquilidad de conciencia no asegura que uno haya
actuado bien, que un tribunal desbarate una imputación no quiere decir que
acredite la corrección política de sus decisiones.
3. La ética pública: así pues,
nuestras legítimas exigencias democráticas desbordan la conciencia privada y
son más amplias que actuar dentro de los márgenes de lo jurídicamente
irreprochable. No puede ser que haya, por así decirlo, un vacío entre la
conciencia personal y la Audiencia Nacional, una zona ciega del sistema
político, una caja negra o una tierra de nadie, entre lo penalmente sancionable
y el ámbito privado de la conciencia.
Hay cosas que no son delito y no están bien, que
no son políticamente aceptables. A un representante público se le puede exigir
más que a otra persona, del mismo modo que los procesos de toma de decisión en
el sector público tienen unos requerimientos diferentes de los del sector
privado. Esta idea debe ser complementada con una lógica reserva: tampoco la
ética es una solución política; tiene más bien que ver con sus límites, pero no
la sustituye. Un gobierno éticamente intachable no es necesariamente un buen
gobierno, aunque no puede haber un buen gobierno si no se respetan unos mínimos
éticos. Las comisiones y los códigos éticos tratan de asegurar esos mínimos,
nada menos, pero nada más.
Daniel Inneraity, La hora de
la ética pública, El Diario Vasco/El Correo, 17/11/2013
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