Unamuno segons Mircea Eliade.

Miguel de Unamuno
Es muy difícil resumir las ideas dominantes en Unamuno. Maestro de la controversia, técnico de la paradoja, poeta que gustaba a la vez de la lírica y el humor, a duras penas puede definírsele. Él mismo reconoce que se define mejor como polemista, cuando toma posición contra el adversario. Entre todos los derechos íntimos que tenemos que conquistar, no tanto de las leyes cuanto de las costumbres, no es el menos precioso el inalienable derecho de contradecirme, escribía Unamuno en su célebre ensayo La ideocracia, publicado en 1900. Contradecir, o sea, afirmar uno la razón de su corazón contra quien sea y a cualquier precio. Al luchar por el derecho a contradecir, Unamuno advierte que esa pasión por la controversia es un rasgo característico del espíritu ibérico. El propio Unamuno dice que todo español es un maniqueo inconsciente; cree en una divinidad con dos personas: una buena y otra mala. Frente a este dualismo originario del espíritu ibérico, ¿qué otra cosa mejor puede hacerse sino practicar “el derecho a protestar”, por la controversia y la polémica? Por eso, la obra de Unamuno está fuertemente penetrada por la paradoja, la contradicción, las “razones del corazón”. La tiranía más abyecta le parece la de las ideas, la ideocracia, y eso le lleva a afirmar:Feliz el que cambia de ideas como de casaca. El que piensa orgánicamente somete sus ideas y se libera así de su degradante tiranía.

En el fondo, la controversia, la protesta, la lucha no son otra cosa que medios para llegar a la sinceridad, para precisar los perfiles propios de un hombre, para sacarlo de fórmulas y dogmas, porque éstas se aplican a otras realidades pero nunca al hombre. Toda la pasión que puso Unamuno en controversias, polémicas y ensayos tienen como fin únicamente invitar a la sinceridad, a “despertar a los hombres” obligándoles a doblegarse ante sus propias almas. Como Giordano Bruno, pretendía despertar a las almas dormidas, ser un dormitantium animorum excubitor; y esta cita de Bruno la encontramos comentada al final del Sentimiento trágico de la vida. Unamuno opone a este dormitantium animorum excubitor el ideal de Don Quijote, quien no creía en el triunfo de sus ideas porque sabía que ellas no eran de este mundo. Tampoco Unamuno creía en el triunfo de “sus ideas”. ¿Qué ideas? ¿De qué época? ¿De qué pasión? ¿De qué libro? Unamuno no tiene ideas que predicar. Sólo tiene pasiones que opone a las pasiones de sus semejantes. Sólo dispone de una técnica: la sinceridad consigo mismo hasta la muerte. Y es que en la vida no existe otra solución a la paradoja; quizá después de la muerte cuando el alma encuentre su descanso...

Las ideas y doctrinas no son la fuente de nuestros actos sino su justificación ante nosotros mismos y nuestro prójimo, cree Unamuno. Interésanme más las personas que sus doctrinas y éstas tan solo en cuanto me revelen a aquéllas. Las ideas son inevitables y necesarias, como lo son los ojos y las manos a un hombre. Todo lo que eleva e intensifica la vida refléjase en las ideas verdaderas, que lo son en cuanto lo reflejan, y en ideas falsas todo lo que la deprima y la amengüe. Sólo la idea que vives es verdadera. ¿Pero qué es la verdad?, se pregunta Unamuno en un espléndido ensayo[2]. La verdad es lo que uno se cree de todo corazón y con toda el alma. El hombre ha de seguir un único camino para actuar de acuerdo con su corazón y su alma. Un único camino, que de hecho significa un millón de caminos, mil millones de caminos. Cada hombre sólo puede encontrar su verdad, su redención personal. Más vale el error en el que se cree que no la realidad en que no se cree. Lo único que cuenta es llegar a uno mismo, a conocer sus pasiones y tiranías. El hombre sincero, como el hombre desnudo, siempre es hermoso. Al igual que el paganismo tuvo su culminación desnudando el cuerpo, el cristianismo tenía que triunfar desnudando el alma…

El cristianismo tenía que triunfar desnudando el alma. ¿Pero qué cristianismo?, se pregunta Unamuno, lector apasionado de san Agustín, de Tertuliano, de los santos españoles y de Sören Kierkegaard. Evidentemente, no el cristianismo “racional” y escolástico. En opinión de Unamuno, la iglesia racionalista constituye una auténtica desgracia. Los cristianos que se creen “racionalistas” son, en realidad, materialistas sin quererlo; no porque crean que el ser tiene su base en la materia sino porque quieren verificar la santidad con pruebas y argumentos filosóficos. Creer en Dios significa para un cristiano una sola cosa: anhelar con toda su alma que Dios exista. Anhelarlo y decirlo. Porque la palabra es creadora: Jesús hizo milagros con la palabra, a veces sin ninguna acción.

Mircea Eliade, La muerte de Unamuno, fronteraD, 04/12/2014

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