Nacionalisme i distorsió històrica.



Este 2014 ha sido un año de centenarios: el del inicio de la Gran Guerra europea, por ejemplo, o el del final de la de Sucesión española. Más inadvertido ha pasado, sin embargo, la conmemoración de 1814, fecha en la que terminó la guerra napoleónica en España y volvió el Deseado Fernando VII, quien dio su golpe de Estado contra el régimen constitucional, encarcelando o enviando al exilio a sus padres fundadores.

Aquella guerra que finalizó hace 200 años fue un acontecimiento de extraordinaria complejidad. Se combinaron en ella, como mínimo, un enfrentamiento internacional (entre Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias imperiales del momento; suyos fueron los dos Ejércitos que libraron las principales batallas en la Península) y una guerra civil (pues hubo españoles en los dos bandos). Pero tuvo mucho también de reacción xenófoba, antifrancesa, que conectaba con la francofobia heredada de la Monarquía de los Austrias y, específicamente, de las resistencias al reformismo ilustrado del siglo anterior; de pugna partidista entre godoístas y fernandinos (protagonistas, estos últimos, de muchas de las sublevaciones que se presentaron como “antifrancesas” a finales de mayo de 1808); de cruzada antirrevolucionaria, que reactivaba las prédicas de la guerra de 1793-1795 contra nuestros ateos y regicidas vecinos; de explosión localista, plasmada en las diversas juntas rebeldes (cuya unificación en una Central y Suprema no fue nada fácil); de protesta social popular (contra los godoístas, que solían coincidir los “afrancesados” y, no por casualidad, con los potentados del lugar), etcétera.

Tan difícil fue entender políticamente aquel conflicto que tardó años en ser bautizado: tras recibir nombres como la Revolución española o la Guerra del Francés, acabó siendo simplificado en términos nacionales: había sido una Guerra de Independencia de todos los españoles —salvo los inevitables traidores; hasta en las mejores familias hay degenerados— contra un intento de absorción imperial por parte de Napoleón. Siguiendo este guión se convertiría, durante el resto del XIX, en piedra angular de la mitología nacionalista. Año tras año, el Dos de Mayo sería conmemorado en términos patrióticos, principalmente en Madrid; se erigirían monumentos a los fusilados en esas fechas; Galdós dedicaría a aquella guerra la primera serie de sus Episodios nacionales; y Bernardo López García escribiría el poema patriótico de mayor éxito, que comenzaba con el lastimero “Oigo, patria, tu aflicción”. En definitiva, era un buen comienzo para el siglo del nacionalismo —un siglo que, en el caso español, parecía ofrecer tan pocas cosas de las que enorgullecerse—: un levantamiento unánime, protagonizado por un pueblo inerme, abandonado por sus élites dirigentes, que pese a todo había derrotado al mejor Ejército del mundo; proeza que reforzaba la leyenda escolar de la raza invencible en milenaria pugna por afirmar su identidad frente a intentos de dominio extranjero.

Para defender aquella versión había que olvidar que el general en jefe de los Ejércitos supuestamente “españoles” se había llamado sir Arthur Wellesley, duque de Wellington; que en las filas “francesas” habían luchado no solo regimientos y mariscales de Napoleón (con tropas polacas o italianas), sino también soldados y generales españoles; que las élites intelectuales, eclesiásticas, burocráticas y militares del país se habían alineado mayoritariamente con José Bonaparte; y que la guerra había estado virtualmente ganada por los josefinos durante tres años, entre principios de 1809 y finales de 1811, hasta que Napoleón se llevó a más de la mitad de sus tropas a la desastrosa campaña rusa; solo entonces se atrevió el cauteloso Wellington a salir de Portugal; y fue él, y no los generales españoles, quien ganó batallas a los franceses. En la primavera de 1810, cuando Cádiz y Palma de Mallorca eran las únicas ciudades rebeldes al rey José, este hizo un periplo por Andalucía en el que fue recibido de manera entusiasta en numerosas poblaciones. Ningún monumento, ni libro subvencionado por instituciones nacionales ni regionales, recuerda aquel viaje.

Para explicar la complejidad de este conflicto sin herir susceptibilidades patrióticas, se me ocurre compararlo con un período paralelo de la historia francesa: los años 1940-1944, pasados bajo ocupación alemana; algo que seguramente agradará a los españolistas (así como el chauvinista galo estará probablemente encantado de lo que lleva leyendo en este artículo hasta el momento). Un siglo y cuarto después de Napoleón, también Francia fue ocupada por los Ejércitos de su vecino del noreste y se desarrolló un trágico enfrentamiento que la historia hoy dominante presenta como de resistencia unánime contra el invasor alemán. El régimen de Vichy, según esta versión, habría consistido en un puñado marginal de traidores, mero producto de la imposición extranjera y desprovisto de toda legitimidad. Quien encarnó la Francia eterna fue la Résistence,acaudillada por De Gaulle desde el otro lado del Canal. Y de ahí que nuestros vecinos galos se crean con perfecto derecho a figurar entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.

Lamentablemente para esta versión tan autocomplaciente, también en este caso se produjo una colaboración con los ocupantes mucho más generalizada de lo que se nos quiere hacer creer; que el gobierno de Vichy no fue solo una marioneta (que lo fue), sino que sintonizaba con una parte importante de la población francesa; que la conservadora visión del mundo del mariscal Pétain, tan ajena a la tradición revolucionaria, coincidía con lo que sentían muchos franceses, sobre todo provincianos de clases medias. Para Pétain, el eximio patriota, el héroe de Verdún, la colectividad debía primar sobre los individuos; Francia era un país católico; protestantes, extranjeros y judíos no eran gente de fiar; era preciso eliminar el capitalismo liberal, una “importación extranjera”; y el país debería reorganizarse, no sobre la base del individualismo inorgánico propio de la “seudo-democracia plutocrática”, sino a partir de sus “comunidades naturales” (familia, profesión, región), únicos principios sólidos para una sociedad ordenada y estable.

Con Pétain colaboraron, aparte de la miríada de oportunistas que aparecen en estas ocasiones, las organizaciones de excombatientes de 1914-1918 y buena parte de los altos cuerpos de la Administración, la Iglesia, los patronos, los grandes industriales, la banca y muchos artistas e intelectuales; en general, clases sociales acomodadas, dominadas por el antibolchevismo, la obsesión por mantener el imperio colonial y el temor a los cambios sociales propios de la modernidad que Francia llevaba décadas experimentando. Hubo cientos de miles de franceses, de todas las procedencias y clases sociales, que no solo denunciaron a judíos sino que prestaron apoyo político explícito a los alemanes, hicieron propaganda a favor de la colaboración e incluso se enrolaron con el uniforme del ocupante.

La principal diferencia entre estos dos fenómenos de ocupación y colaboración es que Vichy está más próximo en el tiempo. Quizás por eso, o porque en nuestra época los mitos nacionalistas van siendo más difíciles de vender, en Francia ha habido gestos que apuntan hacia la revisión de esta versión patriótica de aquellos hechos. Incluso Chirac, presidente de la República, reconoció la participación francesa en redadas antijudías y pidió perdón por ello. En España, aparte de algunos libros académicos de gran calidad, a nadie se le ha ocurrido todavía reivindicar a los “afrancesados” ni denunciar las crueldades de la guerrilla.

La España de 1808-1814 y la Francia de 1940-1944 no son, desde luego, casos únicos. No hace falta traer a colación la distorsión que el nacionalismo catalán ha hecho de la Guerra de Sucesión española. Algo similar ocurre en relación con la actuación de tantos países europeos en la Segunda Guerra Mundial. Especialmente en el este de Europa, donde las sociedades se dividieron y muchos colaboraron con el nazismo y/o con el estalinismo, hoy no se encuentran más rastros públicos de aquel complicado período que los museos o las lápidas en que cada país se autorretrata como víctima inocente de la barbarie extranjera.

Puede que la autoestima colectiva exija elaborar versiones del pasado en las que se contraste la maldad extranjera con la nobleza propia. Pero para comprender adecuadamente el pasado no hay prisma más distorsionador que el nacionalismo.

José Álvarez Junco, Las deformaciones de la historia, El País, 07/12/2014

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