Marx i la fal.làcia naturalista (José Luis Pardo).

Karl Marx
Al comienzo del Libro Primero de El Capital, Marx presenta las sociedades contemporáneas como una inmensa acumulación de mercancías, es decir e -en sus propios términos-, una inmensa acumulación de valor. Pero este “valor” al que Marx se refiere es una misteriosa propiedad que no procede de las cosas mismas, que se les añade como desde fuera produciendo en ellas esa sensación de hechizo que domina todo el vocabulario de estos pasajes. La investigación que entonces emprende en busca del origen de ese “valor” que define a las sociedades modernas no puede por menos que recordarnos a la que llevó años atrás David Hume en pos de las fuentes de los valores estéticos y morales. En aquellos textos, Hume se hacía eco de una larga tradición de “falacias naturalistas”, es decir, de tratados que intentaban deducir el valor (ético o estético) a partir de los hechos (naturales u objetivos), y se complacía describiendo los consecutivos fracasos de los esfuerzos de hacer nacer la validez moral o estética de alguna cualidad objetiva de las cosas. Su “solución” implica un “giro copernicano”, puesto que consiste en afirmar que no hay nada en las cosas (en las “cosas-en-si” objetivas o naturalmente consideradas) que las haga merecidamente ser llamadas “buenas” o “bellas”, sino que tales valores son añadidos desde fuera de ellas por el sujeto que las contempla. Y esta misma idea de la subjetividad como origen del valor es la que regresa en la recapitulación de Marx en el que incurren todos los tratadistas que intentan deducir el “valor” de las cosas (en este caso, el valor social que el dinero traduce) a partir de sus propiedades objetivas (pàgs. 225-226).

El “giro copernicano” requerido para resolver este problema teórico tiene aquí unas raíces prácticas insoslayables: fue preciso que las actividades humanas de producción material se fuesen desprendiendo de todas las cualidades y propiedades que hacían de ellas actividades cualificadas, específicas, diferenciadas y concretas, para que saliese a la luz el concepto mismo de “trabajo” tal y como hemos llegado a entenderlo, es decir, como trabajo “a secas”, abstracto, indiferenciado, completamente descualificado y reducido a la mera fórmula de “actividad social de producción de valor” (pàg. 227).

Pues, en efecto, dos productos cualesquiera, observados desde la sola perspectiva de su valor de uso (y es en el uso en donde según Platón reside su esencia, es decir, su capacidad para remediar las carencias del hombre), son perfectamente inconmensurables, pertenecen a sistemas propios en los cuales adquieren significado pleno, y no se encontrarán jamás, a partir de este dato, una forma de establecer una regla de equivalencia racional que permita su intercambio social. Solamente si –haciendo por completo abstracción de sus propiedades objetivas y naturales (que aquí están representadas por el valor de uso)- se traducen a un tercer término indiferente a tales propiedades puede hallarse un modo de fundar esa equivalencia. Este tercer término, desde Adam Smith y David Ricardo, es la cantidad de trabajo empleado en producir cosas (pàgs. 226-227).

El “sujeto” sólo puede aparecer como origen del valor (de cambio) al precio de sufrir una descualificación y descaracterización proporcionales a las que tienen que padecer las cosas para convertirse en “mercancías” (descaracterización de las personas/descosificación de las cosas) (pàg. 227).

El mercado es el texto que fija el guión y establece el valor de cada cosa y de cada individuo, o sea, su precio constante y sonante (pàg. 227).

¿Cómo no pensar, entonces, que el mercado encubre y oculta más que revela la naturaleza de las cosas, que inhibe toda acción libre y que, con las palabras de Marx, sólo consigue victorias –progresos- a costa de la pérdida del carácter, a costa de convertir a todos los trabajadores en “personajes de destino” abocados al desenlace fatal de un lote siempre escuálido en comparación con el cúmulo de esfuerzos? (pàgs. 227-228).

Nota 1: Marx siempre insistió en que el precio que paga (o cobra) el mercado capitalista siempre es “justo” (como el final de los dramas de destino siempre implica un “ajuste de cuentas” o de piezas para su encaje en la trama), pues la justicia depende del marco en el cual se calcula y, de acuerdo con ese marco, los patronos pagan a los trabajadores exactamente el valor de su trabajo, ni un céntimo más ni un céntimo menos. Por eso Marx estaba seguro de que nada definitivo se lograría a menos que se destruyese por completo ese “marco” (pàg. 228).

La admiración de Marx y Engels hacia Schelling o Hegel (…) se justifica precisamente por el hecho de que estos pensadores habrían sido los primeros en defender un “mundo” que, lejos de tener un origen mágico o divino, asombroso o estupefaciente, es producto de la actividad subjetiva. Ciertamente, esta labor la habrían llevado a cabo Schelling o Hegel aún en un vocabulario idealista que presentaba la realidad cognoscible como resultado de la actividad del “espíritu”. Pero, eso sí, de una actividad inconsciente (aquella actividad secreta de la imaginación que trama desde sus cavernas los hilos del tiempo). Esto, traducido a los términos que venimos empleando, equivale a sostener que, desde el punto de vista de Marx y Engels, el “error” del idealismo consiste en pensar la construcción de la realidad en términos de acción, aunque se trate (…) de una acción que en sí misma es producción, de una actividad espiritual de la razón que produce naturaleza cognoscible, racional (…). De acuerdo con las conocidas declaraciones de Marx, se trataría de enderezar esa visión invertida y quimérica mostrando que eso que los idealistas llaman “actividad productiva inconsciente” del espíritu es en realidad todo el trabajo de producción y reproducción material de las condiciones de existencia, cuya “invisibilidad” o cuyo carácter “inconsciente” se debe únicamente a la situación de dominación objetiva en la que viven los productores y al “olvido de la producción” del que hacen gala los filósofos. La producción misma, la técnica en cuanto es “inconsciente” (no puede llegar a la conciencia burguesa debido a la situación objetiva de marginación en la que se mantiene al proletariado, …), sería esa actividad oculta de la imaginación que secretamente dirige la historia (pàgs. 230-231).

Marx había intentado “desmitificar” (es decir, desencantar o despojar de su halo metafísico) a la “cosa-en-sí” mostrando que en el origen del valor estaba algo tan simple como el trabajo –la incesante actividad humana de transformación de la naturaleza, la platónica y aristotélica “producción”- y por esa razón consideraba un progreso el proceso por el cual esta categoría (el trabajo totalmente descualificado y abstraído de toda determinación) había llegado a ser pensable, aunque comportase ese inmenso dolor … (pàg. 295).



José Luis Pardo, Esto no es música, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barna 2007

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