Karl Polanyi i els límits del mercat.
Karl Polanyi (1886-1964) dedicó su vida a tratar de comprender
un periodo extremadamente turbulento de la historia moderna: el final del largo
siglo XIX y el principio del corto siglo XX. Una época en la que estallaron las
tensiones estructurales acumuladas a lo largo del periodo de formación del
capitalismo, dando lugar a una inmensa crisis económica, social, bélica y
política. Entre 1914 y 1945 una sucesión de seísmos sociales estuvieron a punto
de llevarse por delante todo Occidente que, a su vez, ya se había ocupado de
arrasar el resto del mundo mediante una fulminante razia imperialista. La Gran
Depresión, dos guerras mundiales, el nazismo, el estalinismo… La morfología
social característica del siglo XX, de la que aún somos herederos, surgió como
resultado de esos conflictos desgarradores y como respuesta a ellos.
A lo largo de la centuria anterior, escritores como Dostoyevski, Leopardi, Nietzsche o Baudelaire diagnosticaron desde el campo literario, filosófico y artístico
la existencia de una fuente de contradicciones consustancial a la modernidad.
Lo atribuyeron a la ciencia, al éxodo rural, al racionalismo, al estilo de vida
burgués o a la muerte de Dios. A principios del siglo XX, en cambio, era ya
evidente que la raíz de esos conflictos tenía que ver con la economía o, más
exactamente, con la somatización social del intercambio mercantil generalizado.
Como escribía Marshall Berman, la
modernidad es esa extraña época en la que dirigimos nuestra mirada al mercado no
sólo para solventar asuntos comerciales, sino también para hallar respuesta a
cuestiones metafísicas relacionadas con qué consideramos honorable, valioso o
incluso real (Aventuras marxistas,
Madrid, Siglo XXI, 2002, p. 107).
En la época clásica de la sociología, un conjunto de autores cercanos a los
Kathedersozialisten alemanes,
trataron de mostrar que en el proceso de mercantilización capitalista estaba en
juego una transformación antropológica profunda, una subversión de
regularidades históricas milenarias de consecuencias impredecibles. Polanyi es heredero directo de todos
ellos: de Weber, Bücher, Simmel, Sombart y, muy
especialmente, Tönnies. Sin embargo,
consiguió metabolizar esa amalgama de reflexiones procedentes de la historia,
la sociología, la filosofía y la antropología, a menudo marcadas por un tono muy
especulativo, y convertirlas en un conjunto de tesis metodológica y
políticamente poderosas capaces de interpelar al capitalismo de casino
contemporáneo.
Polanyi no cuestionó tanto la legitimidad o la justicia
del liberalismo económico cuanto su posibilidad misma. Desde su punto de vista,
el ideal del mercado autorregulado generalizado es un proyecto utópico y
autodestructivo, materialmente incompatible con ninguna de las variedades de la
vida social de los seres humanos. El mercado libre nunca ha existido ni puede
existir. El desarrollo de una mercantilización generalizada siempre ha
requerido de agresivas intervenciones del Estado que palien sus fallos
generalizados y quiebren la renuencia de la gente a dejarse arrastrar por el
huracán económico.
La especulación financiera, la crisis medioambiental, la precarización, la
desigualdad extrema… el capitalismo contemporáneo parece una pesadilla
polanyiana. Hoy sólo unos pocos fanáticos encastillados en sus facultades de
economía siguen creyendo que el propio mercado proporcionará una solución a los
problemas que él mismo ha creado. La opción que se nos plantea realmente, nos
dice Polanyi, no es entre libre
mercado o intervención colectiva. Sólo podemos elegir entre los distintos tipos
de mediaciones políticas que necesariamente surgirán para limitar los efectos
carcinógenos del capitalismo. La cuestión es si esas actuaciones públicas
estarán dirigidas a blindar los privilegios de las élites, si serán
reaccionarias y autoritarias, o bien abrirán una oportunidad de desarrollo de
los procesos de democratización, ilustración y emancipación.
Solemos imaginar que la globalización es un proceso eminentemente
postmoderno, relacionado con Internet, el multiculturalismo y el consumo de
masas. Es una perspectiva muy miope. En realidad, la mundialización supone un
retorno a la normalidad del capitalismo, que desde su origen fue muy expansivo
e hizo saltar por los aires la soberanía política nacional. Si durante unas
pocas décadas del siglo pasado esta tendencia se suavizó no fue a causa de
alguna clase de inercia burocrática o de la pereza de unos cuantos suecos
adictos a las subvenciones. Fue el resultado de un programa político que
pretendía limitar los riesgos sistémicos del mercado libre. Por eso cuando,
tras la implosión del bloque soviético, los científicos sociales buscaron
herramientas teóricas heterodoxas para comprender el nuevo alud económico
desregulacionista, se toparon con la obra de Polanyi, antes aún que con la de Keynes o Marx. (…)
La obra más importante de Polanyi es
La gran transformación, que se
publicó poco antes de que concluyera la Segunda Guerra Mundial. Fue el único
ensayo que editó en vida y constituye su herencia teórica más duradera. En ella
intentó comprender tanto las causas profundas de la crisis económica y los
enfrentamientos políticos como las respuestas a ellos. Es decir, no sólo el
derrumbe del ideal del mercado libre generalizado, sino la aparición de
distintas alternativas políticas, como el fascismo, el socialismo autoritario o
las reorganizaciones del capitalismo europeas y norteamericanas.
La gran transformación es una historia social del desmoronamiento de los
pilares ideológicos del liberalismo. El fundamento normativo de la doctrina
liberal es la tesis de que la extensión de la lógica mercantil a distintos
ámbitos de la vida social permite a las sociedades complejas eludir conflictos
políticos que, de otro modo, resultarían desgarradores. El mercado proporciona
una herramienta de coordinación espontánea que descarga a las sociedades de
masas de la obligación de alcanzar consensos acerca de sus ideales de vida
buena. Si la educación se mercantiliza, por ejemplo, no hace falta llegar a un
acuerdo acerca del modelo educativo idóneo, cada cuál elegirá el que prefiera y
pueda pagar. Esa era una expectativa prometedora para las élites europeas de
los siglos XVIII y XIX, que aún conservaban fresco el recuerdo de los grandes
enfrentamientos políticos y religiosos de los inicios de la modernidad y
observaban con pánico los nuevos conflictos de clase que borboteaban en las
sentinas capitalistas.
El resultado ha sido una sociedad excepcional en la historia de la
humanidad, que ha confiado a la competencia mercantil la organización de
ámbitos de la vida común —muy especialmente el trabajo, la tierra y el dinero—
que hasta entonces habían estado regulados por normativas conservadoras que
garantizaran su estabilidad. En La
gran
transformación Polanyi analiza históricamente el modo en que este modelo social se impuso a
través de un proceso convulso y muy violento para las clases populares. En muy
poco tiempo, vieron como saltaban por los aires sus condiciones materiales de
subsistencia, que hasta entonces entreveraban su vida familiar y cultural. En
cambio, desde el punto de vista de las minorías europeas acaudaladas, el siglo XIX
fue un periodo inusitadamente próspero y tranquilo, apenas alterado por
enfrentamientos y conflictos menores. Pero a principios del siglo XX esa paz
secular se transformó en la mayor crisis de origen social que ha conocido la
humanidad: una depresión económica mundial sin precedentes, conflictos
políticos entre los estados nacionales, guerras atroces, crecientes
enfrentamientos de clase... Por todo el mundo surgieron reacciones o
«contramovimientos» a esta situación. Algunas inhumanas y moralmente
repugnantes, como el nazismo. Otras, desde el punto de vista de Polanyi, esperanzadoras, como el
socialismo democrático.
Para Polanyi, estas alternativas
constituyen tentativas de retorno a una normalidad histórica en la que el
mercado sólo puede desempeñar un papel subordinado. Creía que las
características sociales de la especie humana eran incompatible con ciertas
formas extremas de institucionalización de la economía, como el mercado libre
generalizado. No todas las materializaciones de ese frenazo a la locomotora
capitalista tienen por qué ser reaccionarias. El objetivo político de Polanyi era precisamente buscar un
cóctel que combinara cierto conservadurismo antropológico con los ideales
ilustrados de autonomía individual y emancipación política y la complejidad
social y cultural características de la modernidad.
Este programa general no siempre resulta claro en La gran transformación. La razón es que se trata de una obra muy
innovadora también desde el punto de vista metodológico que propone un profundo
giro histórico para las ciencias sociales e incluso la filosofía. Aborda
cuestiones éticas y de teoría política sofisticadas a través de una
argumentación de alta graduación empírica y bajo perfil especulativo. El
objetivo de Polanyi es reconstruir
el proceso histórico a través del cual la mercantilización ha llegado a
establecer la agenda de nuestros desafíos políticos y morales más urgentes. (…)
Durante la Primera Guerra Mundial los gobiernos europeos habían intervenido
muy activamente en la economía y a menudo esa planificación obtuvo buenos
resultados. Distintos autores socialistas, como Otto Neurath, observaron que eso parecía demostrar que la búsqueda
individual de beneficios no era la única base para organizar de manera eficaz
una economía compleja. El economista liberal Ludwig Von Mises respondió en 1920 desarrollando una célebre
argumentación acerca de la insustituibilidad de la competencia mercantil. Para Mises, el mecanismo de formación de
precios es indispensable pues proporciona la información que necesitan los
agentes económicos para emplear sus recursos de forma eficaz. El juego de la
oferta y la demanda va microajustando sus elecciones para que se aproximen
paulatinamente a la eficiencia. Ninguna agencia central puede gestionar la
inmensa cantidad de información que fluye en esa interacción espontánea.
Polanyi intervino en el debate a partir de 1922 y el tema
le ocupó hasta final de esa década. Para empezar, Polanyi subraya que los neoclásicos tienden a olvidar que en las
relaciones de mercado también hay información crucial que se pierde: aquella
relacionada con los efectos sociales de los intercambios económicos. Como
escribe en «Nuevas consideraciones sobre nuestra teoría y nuestra práctica», el
mercado nos priva de una «visión de conjunto» sobre la economía como un todo.
Esta opacidad social tiene consecuencias políticas y éticas. Dado que somos
incapaces de hacernos cargo de los efectos agregados de nuestras acciones
individuales en el mercado, vivimos la injusticia generalizada como si fuera un
fenómeno ajeno a nuestra conducta. A su vez, una economía planificada adolece,
para Polanyi, de dos limitaciones
importantes. La primera es el autoritarismo. Los procesos de
institucionalización —económica o de cualquier otro tipo— conllevan un riesgo
de concentración del poder y gestión arbitraria de los recursos colectivos. Es
un riesgo que puede ser evitado, o al menos paliado, mediante el compromiso con
la democratización.
El segundo problema, más importante, tiene que ver con la falta de
precisión de una economía planificada. Polanyi
concede a los neoclásicos que la centralización es incompatible con el nivel de
complejidad típico de una economía industrializada. Para abordar esta
dificultad, propuso un modelo muy cercano al del «socialismo gremial» que
desarrollaron autores británicos como G.
D. H. Cole o R. H. Tawney y a
las propuestas de «democracia funcional» de Otto Bauer o Max Adler.
La organización económica socialista debería estar mediada por instituciones
cooperativas de productores y consumidores —similares a los niveles anidados de
organización política— que acordarían las condiciones de producción y
distribución de los bienes y servicios demandados. Los bienes tendrían un
precio, de manera que la oferta podría responder a la demanda revelada a través
de las preferencias de los compradores. Pero esa sería sólo una parte de la
información que tomarían en consideración las instituciones encargadas de organizar
la producción, junto con otros factores, como los costes sociales para
trabajadores y consumidores, el impacto medioambiental... No todas las
mercancías tendrían las mismas condiciones de distribución. Mientras algunos
bienes esenciales para la subsistencia estarían centralizados, otros productos
podrían ser distribuidos a través de modelos semimercantiles, con algunas
limitaciones técnicas para evitar la acumulación de riqueza.
Polanyi pretendía diseñar un mecanismo institucional para
que los procesos económicos se integren en un conjunto más amplio de relaciones
políticas y sociales de codependencia. La democratización de la economía es
posible una vez que la ganancia privada deja de ser su motor y, por tanto, la
producción y el intercambio no enfrentan a clases con intereses materiales
contrapuestos. Todos somos simultáneamente trabajadores y consumidores con, en
todo caso, distintas preferencias y visiones del mundo que podemos negociar
para alcanzar consensos y compromisos, como hacemos en la arena política.
La aportación de Polanyi al
debate sobre el cálculo económico es importante porque le permitió empezar a
elaborar una versión aplicada de una preocupación ética con un largo recorrido
en la tradición socialista: el problema de integrar los ideales de libertad
individual propios de una sociedad ilustrada en un entorno comunitario denso y
solidario. Durante los años treinta Polanyi insiste en la centralidad de las
cuestiones morales en el programa emancipatorio. Como explica en su evaluación
de la propuesta de Rudolf Steiner de
un «estado trifuncional»: «Una sociedad que está unida por sus valores no tiene
necesidad de estar unida artificialmente por sus instituciones: esta lista para
el estado trifuncional. Más que cualquier otra forma de sociedad, una sociedad
funcional debe, para realizar su unidad, apoyarse sobre las convicciones
últimas de sus miembros concernientes al sentido de la vida humana en sociedad.
Para ser más precisos, debe reposar sobre una unidad subyacente de orden
religioso.»
En efecto, cuando Polanyi se
trasladó a Inglaterra y entró en contacto personalmente con los fabianos se
reavivó su interés por la posibilidad de aprovechar la potencia ética del
cristianismo para afrontar los desafíos políticos del capitalismo. Para Polanyi, el cristianismo —entendido más
como una tradición cultural que como una religión— constituyó históricamente un
progreso moral, en la medida en que supuso la difusión de una ética individual
universalista. Además, su herencia moral constituye una herramienta importante
para superar la concepción de la libertad mercantil —una libertad negativa,
entendida como ausencia de coerción— y plantearla como una capacidad humana que
sólo puede darse modulada a través de compromisos y obligaciones sociales. Sin
embargo, según Polanyi, esas potencialidades
del cristianismo están limitadas por la incapacidad sistemática de esta
religión para reconocer las condiciones materiales y políticas en las que ese
programa ético puede implementarse.
No se trata de una cuestión exclusivamente filosófica. Tiene importantes
connotaciones prácticas. Frente al marxismo más economicista, Polanyi subraya que las tensiones a las
que se enfrenta la sociedad de principios del siglo XX no son un epifenómeno de
los ciclos financieros o la crisis de sobreproducción. Se trata del resultado
final del desacompasamiento entre el desarrollo económico capitalista y la
democratización política, un foco de contradicciones que ha marcado la
modernidad desde sus inicios. La revolución política y la revolución industrial
nunca llegaron a integrarse y retroalimentarse: sencillamente la segunda se
tragó a la primera. Los avances políticos de una sociedad cada vez más
igualitaria y libre se ven socavados por una esfera económica expansiva que
violenta sistemáticamente la soberanía popular. La política democrática
moderna, como le pasa a la moral cristiana, carece de las condiciones sociales
que necesita para ser eficaz. Las opciones a las que se enfrenta la sociedad de
mercado, por tanto, son una debilitación de la democracia, en forma de
fascismo, o una politización de la economía, en forma de socialismo. Desde
principios de los años treinta —en textos como «Economía y democracia» (1932),
«El mecanismo de la crisis económica mundial» (1933) o «La esencia del fascismo»
(1935)— Polanyi va profundizando en
el análisis de esta relación perversa entre mercantilización y autoritarismo.
En Estados Unidos, Polanyi se
propuso desarrollar un marco teórico general y no etnocéntrico para la
argumentación de fondo que articulaba La gran transformación. Aspiraba a
demostrar que las características económicas de la modernidad capitalista son
incompatibles con algunos rasgos duraderos de la organización social humana.
Hay una congruencia profunda entre este proyecto y la antropología filosófica
que elabora en esos años Hannah Arendt
o, algo más tarde, Agnes Heller. Lo
característico de la teoría de Polanyi
es que, fiel a su giro metodológico, tiene un carácter eminentemente histórico
y no especulativo. El campo disciplinar en el que se moverá, por tanto, es del
de la antropología histórica.
En la Universidad de Columbia, Polanyi
puso en marcha un programa de investigación muy ambicioso junto con un grupo de
antropólogos, sociólogos e historiadores de la antigüedad: entre otros, Terence
Hopkins, A. L. Oppenhein, George Dalton o Moses Finley. Sus resultados, muy
provocadores en el contexto de la antropología norteamericana de los años
cincuenta, supusieron el inicio de la polémica entre sustantivistas y
formalistas. Sería un error entender ese debate como un episodio académico
menor de la antropología económica. Los planteamientos sustantivistas del
círculo de Polanyi constituyen un
desafío las posiciones hegemónicas en ciencias sociales.
Al fin y al cabo, los antropólogos formalistas aspiraban a incorporar a su
disciplina algunos principios marginalistas importantes. En general, plantearon
que en cualquier contexto histórico los hechos relacionados con la producción y
el intercambio debían explicarse con el instrumental económico estándar. En
cada cultura variaban las condiciones materiales, las relaciones sociales y las
escalas de valor, pero las operaciones subjetivas que realizaban los agentes
económicos eran formalmente idénticas. La crítica de Polanyi a esta escuela es interesante porque por el camino demuele
los presupuestos que subyacen tanto a la totalidad de la economía ortodoxa como
a buena parte de las ciencias sociales y humanidades contemporáneas, desde la
teoría de la acción racional a la filosofía práctica y la ética analíticas,
pasando por escuelas muy influyentes en psicología, ciencia política o
sociología. No pocas políticas públicas se deciden desde el supuesto de que la
conducta característica y apropiada de los ciudadanos de las democracias
occidentales es la de un egoísta racional maximizador.
En «La economía como actividad institucionalizada» Polanyi explica que en ciencias sociales se usa habitualmente la
palabra «economía» para describir dos asuntos completamente distintos que es
imprescindible distinguir. Es una idea que Polanyi
toma, curiosamente, de las reflexiones tardías de Carl Menger, el fundador de la escuela austriaca de economía. El
primer significado de economía, su sentido sustantivo, hace referencia a la
interacción humana con el entorno material y social cuyo resultado es la
provisión de los bienes y servicios necesarios para la subsistencia, no importa
si mediada por la elección racional, la oferta y la demanda, la tradición o la
reflexión moral. La segunda, el sentido formal, hace referencia a la estructura
lógica de la relación entre medios y fines y no está presente necesariamente en
todas las estrategias de subsistencia. La economía ortodoxa se centra
exclusivamente en los procesos que responden a esta clase de cálculos formales
y eso ha invisibilizado una enorme cantidad de relaciones materialmente
esenciales de las sociedades industrializadas, como el trabajo reproductivo o
de cuidados.
A partir de la distinción entre los dos sentidos de economía, Polanyi critica el uso que la ortodoxia
neoclásica hace de la noción de escasez como axioma central del comportamiento
económico y, por extensión, como un fenómeno universal que atraviesa toda la
vida psíquica del ser humano. Para Polanyi
sólo tiene sentido hablar de escasez cuando una situación de carencia nos
obliga a elegir entre distintos usos alternativos de un bien. Pero es un modelo
que no sólo no permite describir la totalidad de nuestras relaciones sociales,
sino que ni siquiera se puede aplicar a las dinámicas económicas allí donde
están reguladas por compromisos amplios que garantizan la subsistencia de la
comunidad. Y, por supuesto, es un supuesto que se tambalea en sociedades
industrializadas capaces de crear una abundancia material sin precedentes, de
ahí la provocadora conexión entre la teoría económica aristotélica y la
intervención contemporánea de John
Galbraith que plantea en «Aristóteles sobre la sociedad de la abundancia».
La hipótesis básica de Polanyi
es que en la mayor parte de sociedades las relaciones económicas están
integradas o «empotradas» en normas sociales o instituciones no económicas,
según la formulación clásica que aparece en textos como «Nuestra obsoleta
mentalidad de mercado» y El sustento del
hombre. La economía es lo que ocurre mientras se mantienen relaciones
familiares o de afinidad, se realizan ritos religiosos o, en general, se siguen
costumbres inveteradas. La prevalencia de una economía de mercado claramente
diferenciada de otro tipo de relaciones sociales y culturales es una exoticidad
moderna y occidental que de ningún modo puede tomarse como la pauta histórica o
antropológica. La posición de Polanyi
tiene un precedente lejano en Karl
Bücher, que postuló la existencia de una cierta aversión al intercambio en
las comunidades primitivas, y un parentesco cercano con la distinción entre Gemeinschaft y Gesellschaft de Tönnies,
un autor que Polanyi leyó con
provecho. Pero, sobre todo, está profundamente infiltrada por los
descubrimientos empíricos de Richard
Thurnwald, Bronislaw Malinowski,
Marcel Mauss y otros autores de la
época heroica de la antropología.
Precisamente, Polanyi toma de Malinowski la idea de que las
relaciones económicas tienden a institucionalizarse de modo coherente y estable
a través de tres mecanismos básicos de integración: por un lado, el intercambio
mercantil; por otro, la reciprocidad y la redistribución, características de
los procesos económicos sin ánimo de lucro (en ocasiones, Polanyi añade un cuarto: el householding,
la unidad doméstica autosuficiente). La redistribución —por ejemplo, un sistema
fiscal— es un proceso centrípeto que requiere de alguna clase de autoridad
burocrática que lo administre. La reciprocidad consiste en un conjunto de
movimientos simétricos y sólo se da cuando existen relaciones comunitarias
estrechas. Es muy característica del intercambio ceremonial de regalos en las
celebraciones —como en nuestra Navidad—, pero de ningún modo se limita a ese
contexto. Por último, el intercambio es un proceso competitivo poliédrico que
se produce en el mercado.
Polanyi y sus colaboradores analizaron sociedades
histórica y geográficamente muy remotas —básicamente, Mesopotamia, la Grecia
antigua, África Occidental e India— tratando de desentrañar el papel que
desempeñaban en ellas los mecanismos de integración. Concluyeron que en todas ellas
el comercio, el mercado y el dinero tenían características comunes y muy
alejadas de sus versiones modernas. El comercio era a menudo una realidad
administrada —como se observa en los llamados «puertos de comercio»— carente de
mecanismos de mercado, pues los precios se negociaban mediante acuerdos que no
implicaban necesariamente el uso de dinero. El mercado ha existido desde
tiempos inmemoriales, pero Polanyi establece
una diferencia crucial entre el sistema mercantil moderno —donde el mercado
coordina la práctica totalidad de las actividades económicas— y el papel
periférico que desempeña el mercado en la mayor parte de comunidades. En las
sociedades tradicionales el mercado es un espacio marginal —del que estaba
excluido el trabajo, la tierra y el dinero— que afecta poco a la producción y
que no cumplía un papel determinante en la polarización de riquezas. Por lo que
toca al dinero, Polanyi considera
que en las sociedades tradicionales no es un medio de intercambio generalizado
sino que desempeña diferentes funciones específicas y heterogéneas, como unidad
de medida, medio de pago o mecanismo de acumulación. De este modo, el dinero
que se usa para ciertas operaciones, por ejemplo, pagar dotes, puede no servir
para otros fines, como adquirir alimentos.
La exactitud histórica del análisis de Polanyi
y sus colaboradores ha sido objeto de discusión en los últimos cincuenta años.
Los nuevos datos disponibles han obligado a revisar muchas de sus
interpretaciones y han arreciado las críticas a sus conclusiones. Es cierto
que, en general, Polanyi tiende a
hacer un relato un tanto sesgado que carga las tintas en las diferencias entre
la modernidad y el pasado y difumina las continuidades. Pero a pesar de este
impresionismo conceptual, las tesis de Polanyi
son fundamentalmente coherentes con las teorías institucionalistas sofisticadas
contemporáneas, como el modelo de los recursos comunes de Elinor Ostrom. Su obra ha resistido el escrutinio, en ocasiones muy
agresivo, de los historiadores y antropólogos posteriores. De hecho, muchas de
esas críticas están dirigidas a un Polanyi
completamente caricaturesco, una especie de economista romántico en busca
de un pasado dorado de concordia productiva. En realidad, Polanyi no sólo no negó la existencia de comercio y mercado en el
pasado sino que ponderó el papel que han desempeñado en la historia de la
civilización. Sencillamente, descubrió que en la mayor parte de las sociedades
las interacciones económicas competitivas estaban estrictamente reguladas y
limitadas a ciertos espacios sociales.
Lo que plantea Polanyi es que
todas las sociedades tienen que negociar, según sus distintas condiciones
históricas, algún compromiso entre los mecanismos de integración de la
economía. Ningún mecanismo general de coordinación puede suplir esa labor
deliberativa de forma automática y aséptica. Para Polanyi la aspiración formalista a que el mercado libre produzca
una asignación óptima de recursos es empíricamente falsa. La refutación de Polanyi es muy eficaz porque no se basa
en la demostración matemática sino en el comportamiento de las personas en su
contexto histórico real. El correlato político de este descubrimiento es que la
democratización de la economía en las sociedades complejas no tiene por qué
implicar la renuncia a toda clase de interacción mercantil en beneficio de la
planificación exhaustiva. El comercio puede ser contenido y regulado
institucionalmente para aprovechar sus potencialidades positivas.
En los últimos años de su vida, Polanyi
se interesó por las transformaciones del capitalismo avanzado de la
postguerra: el desarrollo tecnológico, la globalización, la carrera
armamentística, el consumismo y, sobre todo, la libertad en una sociedad de
masas. Se trata de la faceta menos conocida de su obra, que sólo recientemente
está saliendo a la luz. Sin embargo, son temas que le preocuparon hasta el
punto de que en 1957 llegó a firmar un contrato editorial para escribir un
libro con Abraham Rotstein titulado Freedom and Technology, pensado como una
continuación de La gran transformación.
La obra nunca se llegó a publicar, pero Polanyi
esbozó algunos de sus argumentos en textos como «La libertad en una sociedad
compleja» o «La máquina y el descubrimiento de la sociedad».
Polanyi se hace eco de una crítica relativamente frecuente
en el contexto de la postguerra, cercana a la Escuela de Frankfurt. Los medios
de comunicación y el desarrollo tecnológico generan una inercia consumista que
nos llevan a aceptar procesos sociales destructivos y menoscabos de la
autonomía personal (lo que Polanyi
llama en «Libertad y técnica» el «clasemedianismo»). Pero el planteamiento de Polanyi es original y tiene
virtualidades importantes en nuestro tiempo. Su punto de partida es una
sugerente analogía entre el proyecto utópico del mercado libre y la sociedad
tecnológica. «El mercado autorregulado ha sido la primera esfera de la sociedad
que ha llevado las marcas características de la maquina, que son la eficacia,
el automatismo y la capacidad de automatización», escribe en «La libertad en
una sociedad compleja». Las revoluciones tecnológicas extienden las ilusiones
liberales de autorregulación extrapolítica —la posibilidad de un orden social
autogenerado sin procesos de deliberación política ni consensos morales— más
allá del ámbito puramente económico hasta alcanzar todo el cuerpo social. Desde
cierto punto de vista, el nacimiento mismo de eso que llamamos «sociedad» está
vinculado al desarrollo tecnológico: «La técnica no sólo ha constituido el
principio motor de la emergencia de la sociedad, sino que también ha
representado igualmente la parte más característica de su anatomía.»
La revolución industrial sacó a la luz y creó una estructura de
interdependencias impersonales radicalmente distinta de los vínculos
comunitarios tradicionales. En La gran transformación Polanyi plantea que la difusión del mercado libre condujo,
paradójicamente, a niveles de poder gubernamental centralizado sin precedentes
en la historia. Del mismo modo, la codependencia abstracta y anónima típica de
las sociedades industrializadas genera una propensión a la sumisión. Los
desafíos materiales de la sociedad de masas —el aprovisionamiento de agua,
electricidad, calefacción, vivienda, transporte, gestión de residuos…— incitan
a someterse a gestores con una capacidad de intervención desproporcionada. Como
señala en «La máquina y el descubrimiento de la sociedad»: «La sustancia
orgánica de la sociedad adquirió una fuerte rigidez al hacer depender la vida
de decenas de millones de individuos de maquinas estratégicas. El miedo lleno
los espíritus y una propensión a someterse a un poder ilimitado nació con la
ayuda de gigantescas rotativas que escupían la información para aumentar la
presión». El resultado del desarrollo tecnológico es así una grave pérdida de
libertad y una fuente potencial de autoritarismo. Según Polanyi, la única manera de revertir este proceso es, al igual que
en el caso de la economía, quebrar las aspiraciones de automatismo y
espontaneidad social mediante la intervención institucional y la reflexión
moral. Si la técnica vuelve precaria la existencia misma de la sociedad, la
deliberación política la restaura.
César Rendueles, Karl
Polanyi. Más allá de la mentalidad de mercado. Introducción a Los límites del mercado, selección de
textos de Karl Polanyi, Capitán
Swing, Madrid 2014
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