Karl Polanyi i els límits del mercat.



Karl Polanyi (1886-1964) dedicó su vida a tratar de comprender un periodo extremadamente turbulento de la historia moderna: el final del largo siglo XIX y el principio del corto siglo XX. Una época en la que estallaron las tensiones estructurales acumuladas a lo largo del periodo de formación del capitalismo, dando lugar a una inmensa crisis económica, social, bélica y política. Entre 1914 y 1945 una sucesión de seísmos sociales estuvieron a punto de llevarse por delante todo Occidente que, a su vez, ya se había ocupado de arrasar el resto del mundo mediante una fulminante razia imperialista. La Gran Depresión, dos guerras mundiales, el nazismo, el estalinismo… La morfología social característica del siglo XX, de la que aún somos herederos, surgió como resultado de esos conflictos desgarradores y como respuesta a ellos.

A lo largo de la centuria anterior, escritores como Dostoyevski, Leopardi, Nietzsche o Baudelaire diagnosticaron desde el campo literario, filosófico y artístico la existencia de una fuente de contradicciones consustancial a la modernidad. Lo atribuyeron a la ciencia, al éxodo rural, al racionalismo, al estilo de vida burgués o a la muerte de Dios. A principios del siglo XX, en cambio, era ya evidente que la raíz de esos conflictos tenía que ver con la economía o, más exactamente, con la somatización social del intercambio mercantil generalizado. Como escribía Marshall Berman, la modernidad es esa extraña época en la que dirigimos nuestra mirada al mercado no sólo para solventar asuntos comerciales, sino también para hallar respuesta a cuestiones metafísicas relacionadas con qué consideramos honorable, valioso o incluso real (Aventuras marxistas, Madrid, Siglo XXI, 2002, p. 107).

En la época clásica de la sociología, un conjunto de autores cercanos a los Kathedersozialisten alemanes, trataron de mostrar que en el proceso de mercantilización capitalista estaba en juego una transformación antropológica profunda, una subversión de regularidades históricas milenarias de consecuencias impredecibles. Polanyi es heredero directo de todos ellos: de Weber, Bücher, Simmel, Sombart y, muy especialmente, Tönnies. Sin embargo, consiguió metabolizar esa amalgama de reflexiones procedentes de la historia, la sociología, la filosofía y la antropología, a menudo marcadas por un tono muy especulativo, y convertirlas en un conjunto de tesis metodológica y políticamente poderosas capaces de interpelar al capitalismo de casino contemporáneo.

Polanyi no cuestionó tanto la legitimidad o la justicia del liberalismo económico cuanto su posibilidad misma. Desde su punto de vista, el ideal del mercado autorregulado generalizado es un proyecto utópico y autodestructivo, materialmente incompatible con ninguna de las variedades de la vida social de los seres humanos. El mercado libre nunca ha existido ni puede existir. El desarrollo de una mercantilización generalizada siempre ha requerido de agresivas intervenciones del Estado que palien sus fallos generalizados y quiebren la renuencia de la gente a dejarse arrastrar por el huracán económico.

La especulación financiera, la crisis medioambiental, la precarización, la desigualdad extrema… el capitalismo contemporáneo parece una pesadilla polanyiana. Hoy sólo unos pocos fanáticos encastillados en sus facultades de economía siguen creyendo que el propio mercado proporcionará una solución a los problemas que él mismo ha creado. La opción que se nos plantea realmente, nos dice Polanyi, no es entre libre mercado o intervención colectiva. Sólo podemos elegir entre los distintos tipos de mediaciones políticas que necesariamente surgirán para limitar los efectos carcinógenos del capitalismo. La cuestión es si esas actuaciones públicas estarán dirigidas a blindar los privilegios de las élites, si serán reaccionarias y autoritarias, o bien abrirán una oportunidad de desarrollo de los procesos de democratización, ilustración y emancipación.

Solemos imaginar que la globalización es un proceso eminentemente postmoderno, relacionado con Internet, el multiculturalismo y el consumo de masas. Es una perspectiva muy miope. En realidad, la mundialización supone un retorno a la normalidad del capitalismo, que desde su origen fue muy expansivo e hizo saltar por los aires la soberanía política nacional. Si durante unas pocas décadas del siglo pasado esta tendencia se suavizó no fue a causa de alguna clase de inercia burocrática o de la pereza de unos cuantos suecos adictos a las subvenciones. Fue el resultado de un programa político que pretendía limitar los riesgos sistémicos del mercado libre. Por eso cuando, tras la implosión del bloque soviético, los científicos sociales buscaron herramientas teóricas heterodoxas para comprender el nuevo alud económico desregulacionista, se toparon con la obra de Polanyi, antes aún que con la de Keynes o Marx. (…)

La obra más importante de Polanyi es La gran transformación, que se publicó poco antes de que concluyera la Segunda Guerra Mundial. Fue el único ensayo que editó en vida y constituye su herencia teórica más duradera. En ella intentó comprender tanto las causas profundas de la crisis económica y los enfrentamientos políticos como las respuestas a ellos. Es decir, no sólo el derrumbe del ideal del mercado libre generalizado, sino la aparición de distintas alternativas políticas, como el fascismo, el socialismo autoritario o las reorganizaciones del capitalismo europeas y norteamericanas.

La gran transformación es una historia social del desmoronamiento de los pilares ideológicos del liberalismo. El fundamento normativo de la doctrina liberal es la tesis de que la extensión de la lógica mercantil a distintos ámbitos de la vida social permite a las sociedades complejas eludir conflictos políticos que, de otro modo, resultarían desgarradores. El mercado proporciona una herramienta de coordinación espontánea que descarga a las sociedades de masas de la obligación de alcanzar consensos acerca de sus ideales de vida buena. Si la educación se mercantiliza, por ejemplo, no hace falta llegar a un acuerdo acerca del modelo educativo idóneo, cada cuál elegirá el que prefiera y pueda pagar. Esa era una expectativa prometedora para las élites europeas de los siglos XVIII y XIX, que aún conservaban fresco el recuerdo de los grandes enfrentamientos políticos y religiosos de los inicios de la modernidad y observaban con pánico los nuevos conflictos de clase que borboteaban en las sentinas capitalistas.

El resultado ha sido una sociedad excepcional en la historia de la humanidad, que ha confiado a la competencia mercantil la organización de ámbitos de la vida común —muy especialmente el trabajo, la tierra y el dinero— que hasta entonces habían estado regulados por normativas conservadoras que garantizaran su estabilidad. En La gran transformación Polanyi analiza históricamente el modo en que este modelo social se impuso a través de un proceso convulso y muy violento para las clases populares. En muy poco tiempo, vieron como saltaban por los aires sus condiciones materiales de subsistencia, que hasta entonces entreveraban su vida familiar y cultural. En cambio, desde el punto de vista de las minorías europeas acaudaladas, el siglo XIX fue un periodo inusitadamente próspero y tranquilo, apenas alterado por enfrentamientos y conflictos menores. Pero a principios del siglo XX esa paz secular se transformó en la mayor crisis de origen social que ha conocido la humanidad: una depresión económica mundial sin precedentes, conflictos políticos entre los estados nacionales, guerras atroces, crecientes enfrentamientos de clase... Por todo el mundo surgieron reacciones o «contramovimientos» a esta situación. Algunas inhumanas y moralmente repugnantes, como el nazismo. Otras, desde el punto de vista de Polanyi, esperanzadoras, como el socialismo democrático.

Para Polanyi, estas alternativas constituyen tentativas de retorno a una normalidad histórica en la que el mercado sólo puede desempeñar un papel subordinado. Creía que las características sociales de la especie humana eran incompatible con ciertas formas extremas de institucionalización de la economía, como el mercado libre generalizado. No todas las materializaciones de ese frenazo a la locomotora capitalista tienen por qué ser reaccionarias. El objetivo político de Polanyi era precisamente buscar un cóctel que combinara cierto conservadurismo antropológico con los ideales ilustrados de autonomía individual y emancipación política y la complejidad social y cultural características de la modernidad.

Este programa general no siempre resulta claro en La gran transformación. La razón es que se trata de una obra muy innovadora también desde el punto de vista metodológico que propone un profundo giro histórico para las ciencias sociales e incluso la filosofía. Aborda cuestiones éticas y de teoría política sofisticadas a través de una argumentación de alta graduación empírica y bajo perfil especulativo. El objetivo de Polanyi es reconstruir el proceso histórico a través del cual la mercantilización ha llegado a establecer la agenda de nuestros desafíos políticos y morales más urgentes. (…)

Durante la Primera Guerra Mundial los gobiernos europeos habían intervenido muy activamente en la economía y a menudo esa planificación obtuvo buenos resultados. Distintos autores socialistas, como Otto Neurath, observaron que eso parecía demostrar que la búsqueda individual de beneficios no era la única base para organizar de manera eficaz una economía compleja. El economista liberal Ludwig Von Mises respondió en 1920 desarrollando una célebre argumentación acerca de la insustituibilidad de la competencia mercantil. Para Mises, el mecanismo de formación de precios es indispensable pues proporciona la información que necesitan los agentes económicos para emplear sus recursos de forma eficaz. El juego de la oferta y la demanda va microajustando sus elecciones para que se aproximen paulatinamente a la eficiencia. Ninguna agencia central puede gestionar la inmensa cantidad de información que fluye en esa interacción espontánea.

Polanyi intervino en el debate a partir de 1922 y el tema le ocupó hasta final de esa década. Para empezar, Polanyi subraya que los neoclásicos tienden a olvidar que en las relaciones de mercado también hay información crucial que se pierde: aquella relacionada con los efectos sociales de los intercambios económicos. Como escribe en «Nuevas consideraciones sobre nuestra teoría y nuestra práctica», el mercado nos priva de una «visión de conjunto» sobre la economía como un todo. Esta opacidad social tiene consecuencias políticas y éticas. Dado que somos incapaces de hacernos cargo de los efectos agregados de nuestras acciones individuales en el mercado, vivimos la injusticia generalizada como si fuera un fenómeno ajeno a nuestra conducta. A su vez, una economía planificada adolece, para Polanyi, de dos limitaciones importantes. La primera es el autoritarismo. Los procesos de institucionalización —económica o de cualquier otro tipo— conllevan un riesgo de concentración del poder y gestión arbitraria de los recursos colectivos. Es un riesgo que puede ser evitado, o al menos paliado, mediante el compromiso con la democratización.

El segundo problema, más importante, tiene que ver con la falta de precisión de una economía planificada. Polanyi concede a los neoclásicos que la centralización es incompatible con el nivel de complejidad típico de una economía industrializada. Para abordar esta dificultad, propuso un modelo muy cercano al del «socialismo gremial» que desarrollaron autores británicos como G. D. H. Cole o R. H. Tawney y a las propuestas de «democracia funcional» de Otto Bauer o Max Adler. La organización económica socialista debería estar mediada por instituciones cooperativas de productores y consumidores —similares a los niveles anidados de organización política— que acordarían las condiciones de producción y distribución de los bienes y servicios demandados. Los bienes tendrían un precio, de manera que la oferta podría responder a la demanda revelada a través de las preferencias de los compradores. Pero esa sería sólo una parte de la información que tomarían en consideración las instituciones encargadas de organizar la producción, junto con otros factores, como los costes sociales para trabajadores y consumidores, el impacto medioambiental... No todas las mercancías tendrían las mismas condiciones de distribución. Mientras algunos bienes esenciales para la subsistencia estarían centralizados, otros productos podrían ser distribuidos a través de modelos semimercantiles, con algunas limitaciones técnicas para evitar la acumulación de riqueza.

Polanyi pretendía diseñar un mecanismo institucional para que los procesos económicos se integren en un conjunto más amplio de relaciones políticas y sociales de codependencia. La democratización de la economía es posible una vez que la ganancia privada deja de ser su motor y, por tanto, la producción y el intercambio no enfrentan a clases con intereses materiales contrapuestos. Todos somos simultáneamente trabajadores y consumidores con, en todo caso, distintas preferencias y visiones del mundo que podemos negociar para alcanzar consensos y compromisos, como hacemos en la arena política.

La aportación de Polanyi al debate sobre el cálculo económico es importante porque le permitió empezar a elaborar una versión aplicada de una preocupación ética con un largo recorrido en la tradición socialista: el problema de integrar los ideales de libertad individual propios de una sociedad ilustrada en un entorno comunitario denso y solidario. Durante los años treinta Polanyi insiste en la centralidad de las cuestiones morales en el programa emancipatorio. Como explica en su evaluación de la propuesta de Rudolf Steiner de un «estado trifuncional»: «Una sociedad que está unida por sus valores no tiene necesidad de estar unida artificialmente por sus instituciones: esta lista para el estado trifuncional. Más que cualquier otra forma de sociedad, una sociedad funcional debe, para realizar su unidad, apoyarse sobre las convicciones últimas de sus miembros concernientes al sentido de la vida humana en sociedad. Para ser más precisos, debe reposar sobre una unidad subyacente de orden religioso.»

En efecto, cuando Polanyi se trasladó a Inglaterra y entró en contacto personalmente con los fabianos se reavivó su interés por la posibilidad de aprovechar la potencia ética del cristianismo para afrontar los desafíos políticos del capitalismo. Para Polanyi, el cristianismo —entendido más como una tradición cultural que como una religión— constituyó históricamente un progreso moral, en la medida en que supuso la difusión de una ética individual universalista. Además, su herencia moral constituye una herramienta importante para superar la concepción de la libertad mercantil —una libertad negativa, entendida como ausencia de coerción— y plantearla como una capacidad humana que sólo puede darse modulada a través de compromisos y obligaciones sociales. Sin embargo, según Polanyi, esas potencialidades del cristianismo están limitadas por la incapacidad sistemática de esta religión para reconocer las condiciones materiales y políticas en las que ese programa ético puede implementarse.

No se trata de una cuestión exclusivamente filosófica. Tiene importantes connotaciones prácticas. Frente al marxismo más economicista, Polanyi subraya que las tensiones a las que se enfrenta la sociedad de principios del siglo XX no son un epifenómeno de los ciclos financieros o la crisis de sobreproducción. Se trata del resultado final del desacompasamiento entre el desarrollo económico capitalista y la democratización política, un foco de contradicciones que ha marcado la modernidad desde sus inicios. La revolución política y la revolución industrial nunca llegaron a integrarse y retroalimentarse: sencillamente la segunda se tragó a la primera. Los avances políticos de una sociedad cada vez más igualitaria y libre se ven socavados por una esfera económica expansiva que violenta sistemáticamente la soberanía popular. La política democrática moderna, como le pasa a la moral cristiana, carece de las condiciones sociales que necesita para ser eficaz. Las opciones a las que se enfrenta la sociedad de mercado, por tanto, son una debilitación de la democracia, en forma de fascismo, o una politización de la economía, en forma de socialismo. Desde principios de los años treinta —en textos como «Economía y democracia» (1932), «El mecanismo de la crisis económica mundial» (1933) o «La esencia del fascismo» (1935)— Polanyi va profundizando en el análisis de esta relación perversa entre mercantilización y autoritarismo.

En Estados Unidos, Polanyi se propuso desarrollar un marco teórico general y no etnocéntrico para la argumentación de fondo que articulaba La gran transformación. Aspiraba a demostrar que las características económicas de la modernidad capitalista son incompatibles con algunos rasgos duraderos de la organización social humana. Hay una congruencia profunda entre este proyecto y la antropología filosófica que elabora en esos años Hannah Arendt o, algo más tarde, Agnes Heller. Lo característico de la teoría de Polanyi es que, fiel a su giro metodológico, tiene un carácter eminentemente histórico y no especulativo. El campo disciplinar en el que se moverá, por tanto, es del de la antropología histórica.

En la Universidad de Columbia, Polanyi puso en marcha un programa de investigación muy ambicioso junto con un grupo de antropólogos, sociólogos e historiadores de la antigüedad: entre otros, Terence Hopkins, A. L. Oppenhein, George Dalton o Moses Finley. Sus resultados, muy provocadores en el contexto de la antropología norteamericana de los años cincuenta, supusieron el inicio de la polémica entre sustantivistas y formalistas. Sería un error entender ese debate como un episodio académico menor de la antropología económica. Los planteamientos sustantivistas del círculo de Polanyi constituyen un desafío las posiciones hegemónicas en ciencias sociales.

Al fin y al cabo, los antropólogos formalistas aspiraban a incorporar a su disciplina algunos principios marginalistas importantes. En general, plantearon que en cualquier contexto histórico los hechos relacionados con la producción y el intercambio debían explicarse con el instrumental económico estándar. En cada cultura variaban las condiciones materiales, las relaciones sociales y las escalas de valor, pero las operaciones subjetivas que realizaban los agentes económicos eran formalmente idénticas. La crítica de Polanyi a esta escuela es interesante porque por el camino demuele los presupuestos que subyacen tanto a la totalidad de la economía ortodoxa como a buena parte de las ciencias sociales y humanidades contemporáneas, desde la teoría de la acción racional a la filosofía práctica y la ética analíticas, pasando por escuelas muy influyentes en psicología, ciencia política o sociología. No pocas políticas públicas se deciden desde el supuesto de que la conducta característica y apropiada de los ciudadanos de las democracias occidentales es la de un egoísta racional maximizador.

En «La economía como actividad institucionalizada» Polanyi explica que en ciencias sociales se usa habitualmente la palabra «economía» para describir dos asuntos completamente distintos que es imprescindible distinguir. Es una idea que Polanyi toma, curiosamente, de las reflexiones tardías de Carl Menger, el fundador de la escuela austriaca de economía. El primer significado de economía, su sentido sustantivo, hace referencia a la interacción humana con el entorno material y social cuyo resultado es la provisión de los bienes y servicios necesarios para la subsistencia, no importa si mediada por la elección racional, la oferta y la demanda, la tradición o la reflexión moral. La segunda, el sentido formal, hace referencia a la estructura lógica de la relación entre medios y fines y no está presente necesariamente en todas las estrategias de subsistencia. La economía ortodoxa se centra exclusivamente en los procesos que responden a esta clase de cálculos formales y eso ha invisibilizado una enorme cantidad de relaciones materialmente esenciales de las sociedades industrializadas, como el trabajo reproductivo o de cuidados.

A partir de la distinción entre los dos sentidos de economía, Polanyi critica el uso que la ortodoxia neoclásica hace de la noción de escasez como axioma central del comportamiento económico y, por extensión, como un fenómeno universal que atraviesa toda la vida psíquica del ser humano. Para Polanyi sólo tiene sentido hablar de escasez cuando una situación de carencia nos obliga a elegir entre distintos usos alternativos de un bien. Pero es un modelo que no sólo no permite describir la totalidad de nuestras relaciones sociales, sino que ni siquiera se puede aplicar a las dinámicas económicas allí donde están reguladas por compromisos amplios que garantizan la subsistencia de la comunidad. Y, por supuesto, es un supuesto que se tambalea en sociedades industrializadas capaces de crear una abundancia material sin precedentes, de ahí la provocadora conexión entre la teoría económica aristotélica y la intervención contemporánea de John Galbraith que plantea en «Aristóteles sobre la sociedad de la abundancia».

La hipótesis básica de Polanyi es que en la mayor parte de sociedades las relaciones económicas están integradas o «empotradas» en normas sociales o instituciones no económicas, según la formulación clásica que aparece en textos como «Nuestra obsoleta mentalidad de mercado» y El sustento del hombre. La economía es lo que ocurre mientras se mantienen relaciones familiares o de afinidad, se realizan ritos religiosos o, en general, se siguen costumbres inveteradas. La prevalencia de una economía de mercado claramente diferenciada de otro tipo de relaciones sociales y culturales es una exoticidad moderna y occidental que de ningún modo puede tomarse como la pauta histórica o antropológica. La posición de Polanyi tiene un precedente lejano en Karl Bücher, que postuló la existencia de una cierta aversión al intercambio en las comunidades primitivas, y un parentesco cercano con la distinción entre Gemeinschaft y Gesellschaft de Tönnies, un autor que Polanyi leyó con provecho. Pero, sobre todo, está profundamente infiltrada por los descubrimientos empíricos de Richard Thurnwald, Bronislaw Malinowski, Marcel Mauss y otros autores de la época heroica de la antropología.

Precisamente, Polanyi toma de Malinowski la idea de que las relaciones económicas tienden a institucionalizarse de modo coherente y estable a través de tres mecanismos básicos de integración: por un lado, el intercambio mercantil; por otro, la reciprocidad y la redistribución, características de los procesos económicos sin ánimo de lucro (en ocasiones, Polanyi añade un cuarto: el householding, la unidad doméstica autosuficiente). La redistribución —por ejemplo, un sistema fiscal— es un proceso centrípeto que requiere de alguna clase de autoridad burocrática que lo administre. La reciprocidad consiste en un conjunto de movimientos simétricos y sólo se da cuando existen relaciones comunitarias estrechas. Es muy característica del intercambio ceremonial de regalos en las celebraciones —como en nuestra Navidad—, pero de ningún modo se limita a ese contexto. Por último, el intercambio es un proceso competitivo poliédrico que se produce en el mercado.

Polanyi y sus colaboradores analizaron sociedades histórica y geográficamente muy remotas —básicamente, Mesopotamia, la Grecia antigua, África Occidental e India— tratando de desentrañar el papel que desempeñaban en ellas los mecanismos de integración. Concluyeron que en todas ellas el comercio, el mercado y el dinero tenían características comunes y muy alejadas de sus versiones modernas. El comercio era a menudo una realidad administrada —como se observa en los llamados «puertos de comercio»— carente de mecanismos de mercado, pues los precios se negociaban mediante acuerdos que no implicaban necesariamente el uso de dinero. El mercado ha existido desde tiempos inmemoriales, pero Polanyi establece una diferencia crucial entre el sistema mercantil moderno —donde el mercado coordina la práctica totalidad de las actividades económicas— y el papel periférico que desempeña el mercado en la mayor parte de comunidades. En las sociedades tradicionales el mercado es un espacio marginal —del que estaba excluido el trabajo, la tierra y el dinero— que afecta poco a la producción y que no cumplía un papel determinante en la polarización de riquezas. Por lo que toca al dinero, Polanyi considera que en las sociedades tradicionales no es un medio de intercambio generalizado sino que desempeña diferentes funciones específicas y heterogéneas, como unidad de medida, medio de pago o mecanismo de acumulación. De este modo, el dinero que se usa para ciertas operaciones, por ejemplo, pagar dotes, puede no servir para otros fines, como adquirir alimentos.

La exactitud histórica del análisis de Polanyi y sus colaboradores ha sido objeto de discusión en los últimos cincuenta años. Los nuevos datos disponibles han obligado a revisar muchas de sus interpretaciones y han arreciado las críticas a sus conclusiones. Es cierto que, en general, Polanyi tiende a hacer un relato un tanto sesgado que carga las tintas en las diferencias entre la modernidad y el pasado y difumina las continuidades. Pero a pesar de este impresionismo conceptual, las tesis de Polanyi son fundamentalmente coherentes con las teorías institucionalistas sofisticadas contemporáneas, como el modelo de los recursos comunes de Elinor Ostrom. Su obra ha resistido el escrutinio, en ocasiones muy agresivo, de los historiadores y antropólogos posteriores. De hecho, muchas de esas críticas están dirigidas a un Polanyi completamente caricaturesco, una especie de economista romántico en busca de un pasado dorado de concordia productiva. En realidad, Polanyi no sólo no negó la existencia de comercio y mercado en el pasado sino que ponderó el papel que han desempeñado en la historia de la civilización. Sencillamente, descubrió que en la mayor parte de las sociedades las interacciones económicas competitivas estaban estrictamente reguladas y limitadas a ciertos espacios sociales.

Lo que plantea Polanyi es que todas las sociedades tienen que negociar, según sus distintas condiciones históricas, algún compromiso entre los mecanismos de integración de la economía. Ningún mecanismo general de coordinación puede suplir esa labor deliberativa de forma automática y aséptica. Para Polanyi la aspiración formalista a que el mercado libre produzca una asignación óptima de recursos es empíricamente falsa. La refutación de Polanyi es muy eficaz porque no se basa en la demostración matemática sino en el comportamiento de las personas en su contexto histórico real. El correlato político de este descubrimiento es que la democratización de la economía en las sociedades complejas no tiene por qué implicar la renuncia a toda clase de interacción mercantil en beneficio de la planificación exhaustiva. El comercio puede ser contenido y regulado institucionalmente para aprovechar sus potencialidades positivas.

En los últimos años de su vida, Polanyi se interesó por las transformaciones del capitalismo avanzado de la postguerra: el desarrollo tecnológico, la globalización, la carrera armamentística, el consumismo y, sobre todo, la libertad en una sociedad de masas. Se trata de la faceta menos conocida de su obra, que sólo recientemente está saliendo a la luz. Sin embargo, son temas que le preocuparon hasta el punto de que en 1957 llegó a firmar un contrato editorial para escribir un libro con Abraham Rotstein titulado Freedom and Technology, pensado como una continuación de La gran transformación. La obra nunca se llegó a publicar, pero Polanyi esbozó algunos de sus argumentos en textos como «La libertad en una sociedad compleja» o «La máquina y el descubrimiento de la sociedad».

Polanyi se hace eco de una crítica relativamente frecuente en el contexto de la postguerra, cercana a la Escuela de Frankfurt. Los medios de comunicación y el desarrollo tecnológico generan una inercia consumista que nos llevan a aceptar procesos sociales destructivos y menoscabos de la autonomía personal (lo que Polanyi llama en «Libertad y técnica» el «clasemedianismo»). Pero el planteamiento de Polanyi es original y tiene virtualidades importantes en nuestro tiempo. Su punto de partida es una sugerente analogía entre el proyecto utópico del mercado libre y la sociedad tecnológica. «El mercado autorregulado ha sido la primera esfera de la sociedad que ha llevado las marcas características de la maquina, que son la eficacia, el automatismo y la capacidad de automatización», escribe en «La libertad en una sociedad compleja». Las revoluciones tecnológicas extienden las ilusiones liberales de autorregulación extrapolítica —la posibilidad de un orden social autogenerado sin procesos de deliberación política ni consensos morales— más allá del ámbito puramente económico hasta alcanzar todo el cuerpo social. Desde cierto punto de vista, el nacimiento mismo de eso que llamamos «sociedad» está vinculado al desarrollo tecnológico: «La técnica no sólo ha constituido el principio motor de la emergencia de la sociedad, sino que también ha representado igualmente la parte más característica de su anatomía.»

La revolución industrial sacó a la luz y creó una estructura de interdependencias impersonales radicalmente distinta de los vínculos comunitarios tradicionales. En La gran transformación Polanyi plantea que la difusión del mercado libre condujo, paradójicamente, a niveles de poder gubernamental centralizado sin precedentes en la historia. Del mismo modo, la codependencia abstracta y anónima típica de las sociedades industrializadas genera una propensión a la sumisión. Los desafíos materiales de la sociedad de masas —el aprovisionamiento de agua, electricidad, calefacción, vivienda, transporte, gestión de residuos…— incitan a someterse a gestores con una capacidad de intervención desproporcionada. Como señala en «La máquina y el descubrimiento de la sociedad»: «La sustancia orgánica de la sociedad adquirió una fuerte rigidez al hacer depender la vida de decenas de millones de individuos de maquinas estratégicas. El miedo lleno los espíritus y una propensión a someterse a un poder ilimitado nació con la ayuda de gigantescas rotativas que escupían la información para aumentar la presión». El resultado del desarrollo tecnológico es así una grave pérdida de libertad y una fuente potencial de autoritarismo. Según Polanyi, la única manera de revertir este proceso es, al igual que en el caso de la economía, quebrar las aspiraciones de automatismo y espontaneidad social mediante la intervención institucional y la reflexión moral. Si la técnica vuelve precaria la existencia misma de la sociedad, la deliberación política la restaura.


César Rendueles, Karl Polanyi. Más allá de la mentalidad de mercado. Introducción a Los límites del mercado, selección de textos de Karl Polanyi, Capitán Swing, Madrid 2014

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