Hedonisme i cultura moderna.
by Genís Carreras |
El modernismo no sólo es rebelión contra sí mismo, es a la vez revolución contra todas las normas y valores de la sociedad burguesa: «la revolución cultural» comienza en este fin del siglo XIX. Lejos de reproducir los valores de la clase económicamente dominante, los innovadores artísticos de la segunda mitad del siglo XIX y del XX preconizarán, inspirándose en el romanticismo, valores fundados en la exaltación del yo, en la autenticidad y el placer, valores directamente hostiles a las costumbres de la burguesía centradas en el trabajo, el ahorro, la moderación, el puritanismo. De Baudelaire a Rimbaud y a Jarry, de V. Woolf a Joyce, de Dada al Surrealismo, los artistas innovadores radicalizan sus críticas contra las convenciones e instituciones sociales, se convierten en contestadores encarnizados del espíritu burgués, menospreciando su culto al dinero y al trabajo, su ascetismo, su racionalismo estrecho. Vivir con la máxima intensidad, «desenfreno de todos los sentidos», seguir los propios impulsos e imaginación, abrir el campo de experiencias, «la cultura modernista es por excelencia una cultura de la personalidad. Tiene por centro el "yo". El culto de la singularidad empieza con Rousseau» (p. 141) y se prolonga con el romanticismo y su culto a la pasión. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el proceso adquiere una dimensión agonística, las normas de la vida burguesa son objeto de ataques cada vez más virulentos por parte de una bohemia rebelde. De este modo surge un individualismo ilimitado y hedonista, realizando lo que el orden mercantil había contrarrestado: «Mientras la sociedad burguesa introducía un individualismo radical en el ámbito económico y estaba dispuesta a suprimir todas las relaciones sociales tradicionales, temía las experiencias del individualismo moderno en el ámbito de la cultura» (p. 28). Si bien la burguesía revolucionó la producción y los intercambios, en cambió el orden cultural en el que se desarrolló siguió siendo disciplinario, autoritario, y. en los USA, más exactamente puritano. Esa moral protestante-ascética sufrirá, en el curso de los primeros años del siglo XX, la ofensiva de los artistas renovadores.
Pero fue la aparición del consumo de masa en los USA en los años veinte, lo
que convirtió el hedonismo —hasta entonces patrimonio de una minoría de
artistas e intelectuales— en el comportamiento general en la vida corriente;
ahí reside la gran revolución cultural de las sociedades modernas. Si se mira
la cultura bajo la óptica del modo de vida, será el propio capitalismo y no el
modernismo artístico el artesano principal de la cultura hedonista. Con la
difusión a gran escala de los objetos considerados hasta el momento como
objetos de lujo, con la publicidad, la moda;" los mass media y sobre todo el crédito
cuya institución socava directamente el principio del ahorro, la moral puritana
cede el paso a valores hedonistas que animan a gastar, a disfrutar de la vida,
a ceder a los impulsos: desde los años cincuenta, la sociedad americana e
incluso la europea se mueven alrededor del culto al consumo, al tiempo libre y
al placer. «La ética protestante fue socavada no por el modernismo sino por el
propio capitalismo. El mayor instrumento de destrucción de la ética protestante
fue la invención del crédito. Antes, para comprar, había que ahorrar. Pero con
una tarjeta de crédito los deseos pueden satisfacerse de inmediato» (p. 31). El
estilo de vida moderno resulta no sólo de los cambios de las sensibilidades
impulsados por los artistas hará algo más de un siglo, sino con más profundidad
de las transformaciones del capitalismo de hace sesenta años.
De modo que se ha establecido una cultura, bajo los efectos conjugados del
modernismo y del consumo de masa, centrada en la realización personal, la
espontaneidad y el placer: el hedonismo se convierte en el «principio axial» de
la cultura moderna, en oposición abierta con la lógica de la economía y de la
política, tal es la hipótesis general que rige los análisis de D. Bell (Vers la société post-industrielle, Laffont, 1976). La sociedad moderna está
cuarteada, ya no tiene un carácter homogéneo y se presenta como la articulación
compleja de tres órdenes distintos, el tecno-económico, el régimen político y
la cultura; y cada uno obedece a un principio axial diferente, incluso adverso.
Esas esferas «no concuerdan las unas con las otras y tienen distintos ritmos de
cambio. Obedecen a normas diferentes que justifican comportamientos diferentes
e incluso opuestos. Las discordancias entre esas esferas son las responsables
de las diversas contradicciones de la sociedad» (pp. 20-21). El orden «tecnoeconómico»
o «estructura social» (organización de la producción, tecnología, estructura
socio-profesional, reparto, de los bienes y servicios) está regido por la racionalidad funcional, es decir la
eficacia, la meritocracia, la utilidad, la productividad. Al contrario, el
principio fundamental que regula la esfera del poder y de la justicia social es
la igualdad: la exigencia de igualdad no cesa de extenderse (pp. 269-278), ya
no se refiere sólo a la igualdad de
todos ante la ley, al sufragio universal, a la igualdad de las libertades
públicas, sino a la «igualdad de medios» (reivindicación de la igualdad de
oportunidades, explosión de los nuevos derechos sociales que afectan a la
instrucción, a la salud, a la seguridad económica) e incluso a la «igualdad de
resultados» (exámenes especiales para las minorías para remediar la disparidad
de resultados, demanda de una participación igual de todos en las decisiones
que conciernen al funcionamiento de los hospitales, universidades, periódicos o
barrios: es la edad de la «democracia de participación»). Todo ello produce una
«disyunción de los órdenes», una tensión estructural entre tres órdenes basados
en lógicas antinómicas: el hedonismo, la eficacia y la igualdad. En esas
condiciones debemos renunciar a considerar el capitalismo moderno como un todo
unificado, a la manera de los análisis sociológicos dominantes: desde hace más
de un siglo el divorcio entre las esferas aumenta, y crece, en particular, la
disyunción entre la estructura social y la «cultura antinómica» de la expansión
de la libertad del yo. Mientras el capitalismo se desarrolló bajo la égida de
la ética protestante, el orden tecno-económico y la cultura formaban un
conjunto coherente, favorable a la acumulación del capital, al progreso, al
orden social, pero a medida que el hedonismo se ha ido imponiendo como valor
último y legitimación del capitalismo, éste ha perdido su carácter de totalidad
orgánica, su consenso, su voluntad. La crisis de las sociedades modernas es
ante todo cultural o espiritual.
Gilles Lipovetsky, La era del
vacío, Anagrama, Barna 1986
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