La veritable riquesa: alliberar-se de la tirania del temps.
Si no el miedo, al menos la escasez es
la auténtica materia prima de este orden social que tal vez podamos
seguir llamando capitalismo. Nuestro sistema económico “mundial” –tal
vez más regional de lo que querríamos reconocer– ha de
reproducir la inseguridad, incluso una ancestral angustia por la
supervivencia, en cada uno de sus días de éxito. De hecho, no puede
terminar ningún momento estelar del orden que nos rodea sin que, en su
corazón, se deslice una vaga amenaza potencial. O bien hacia el futuro,
si no cumplimos tales o cuales condiciones, o bien en el recuerdo de
alguna desgracia pasada, que en cualquier momento podría volver.
En tal sentido, Deleuze y Agamben probablemente tienen razón al insistir en que el capitalismo es una gigantesca fábrica de miseria. Sin la inyección continua de una temerosa precariedad, con las secuelas de inseguridad consiguientes, no se produciría en el ciudadano la necesaria dependencia, esa economía del tiempo que nos configura como una sociedad del arresto domiciliario, de esclavos del mañana.
De ser esto cierto, podría ser que Marx hubiera errado el análisis y
su crítica de la economía política siguiera teniendo todavía, como
resultado de una especie de contaminación por la burguesía industrial
que tanto admiró, la forma de la economía. La esencia de ésta
no sería en absoluto económica… de igual manera que la esencia de la
tecnología no es tecnológica. La quintaesencia de la macroeconomía que
nos dirige no sería tampoco política en un sentido particular,
sino metafísica, pues la economía –como tecnología del tiempo lineal–
habría cristalizado en un poder neutral e inseparable de nosotros la
obsesión de la modernidad occidental, eso que Simone Weil llama
“superstición de la cronología”.
Quizás haya que entender así, debido a una cultura nihilista que huye
de la presencia real como si fuera la peste, esa idea de Guy Debord
según la cual esta sociedad sólo puede vivir de sus enemigos. Como no
tiene nada profundo que ofrecer, sólo se sostiene demonizando el afuera,
el atraso de la humanidad exterior. En tal sentido, la hilera
inacabable de odiosos enemigos sin los cuales no podemos vivir es sólo
un signo desviado de lo que odiamos en nosotros mismos, esa pervivencia
de una vida elemental que nuestro nihilismo no puede liquidar del todo.
Sea a través del Islam o del mundo eslavo, de la “pobreza” o la
“depresión”, del maltrato doméstico o la explotación infantil, nuestro
bienestar necesita esencialmente el horror diario de los otros, los que
han quedado fuera.
En este aspecto, exagerando un poco en el lenguaje, podríamos
considerar lo que llamamos “sociedad internacional” como una gigantesca
sociedad de interiores, una secta armada hasta los dientes que ha
conseguido un éxito global. En este punto, de la extrema izquierda a la
extrema derecha, la blanca democracia occidental no es fácil que
abandone una concepción militar del mundo. Baudrillard comentaba hace ya
años que no resultan suficientes nuestras ofensivas económicas,
militares y políticas sobre el exterior. Necesitamos además que la masa
depauperada de la humanidad exterior sueñe con nuestro “nivel de vida” y
se arrastre gimiendo hasta nuestras costas.
Sólo este incesante blanqueo anímico que ejerce la
información consigue maquillar nuestra discreta agonía, esta muerte a
plazos que llamamos economía. Nuestra cultura ha de desactivar cada día
la sospecha de que la auténtica “riqueza de las naciones” (A. Smith)
espera fuera, en las comunidades y los individuos que consiguen seguir
siendo primitivos, esto es, libres de esta carrera del tiempo
que nos ha hecho tan infelices. Revertir esta situación, en la cual lo
rechazado como mortal regresa continuamente como letal, supondría
atrevernos a volver a pensar con lo más subdesarrollado de nosotros
mismos.
En otras palabras, conseguir entender el tiempo y la vida según la
relación de cada instante con una eternidad que coexiste con la
condición mortal, con la más breve duración. Esto exige alejarnos del
modelo que Hegel dejó en herencia al progresismo, un tiempo entendido
como resultado final de un proceso complejo que siempre es patrimonio
del experto que sabe.
Ignacio Castro Rey, Suiza y Ucrania, fronteraD, 22/02/2014
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