La retromania.

 

Hablando en términos colectivos, es posible que la más vieja forma de manipulación del pasado consista en su utilización religiosa o ideológica con fines políticos (entendiendo por "fines políticos" el mantenerse o afianzarse en el poder), dado que el relato que se haga de lo sucedido desempeña un papel crucial en la interpretación del presente y en su posible legitimación. Y aunque ha habido muchas otras clases de poetización del pasado con intenciones de autolegitimación, por ejemplo en el campo de la estética (la reconstrucción de la Edad Media durante el romanticismo, sin ir más lejos), también es casi seguro que la última y hoy más corriente de estas manipulaciones es la que tiene objetivos económicos: convertir el pasado no ya en un país extranjero -como sugirió tempranamente David Lowenthal- sino en un parque temático virtual cuyas atracciones son las diferentes épocas (no sólo la antigüedad o el feudalismo, sino los alegres años 20, los oscuros años 30, los dorados 60, los gélidos 80...) y cuyos clientes potenciales son los turistas mediáticos a quienes se les sirve un día tras otro esta mercancía con el prestigio del éxito ya precocinado.

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No en vano escribió el malhumorado Heidegger que la historiografía se estaba convirtiendo, en el siglo XX, en "la ciencia que explota y administra el pasado a beneficio del presente". Y, más cerca de nosotros, el pensador Fredric Jameson considera esta transformación del pasado en una colección de pastiches esclerotizados que se repiten a modo de clichés como uno de los rasgos culturales del capitalismo posmoderno.

A propósito de la retromanía que inunda la cultura popular en los últimos tiempos, el crítico musical Simon Reynolds ha llegado a considerar esta necrofilia de la historia reciente como un obstáculo objetivo para la creatividad artística. El fenómeno al que así se apunta, no obstante, difiere de las manipulaciones del pasado con fines políticos o económicos, y tiene que ver con el hecho de que las nuevas tecnologías de la comunicación han puesto al alcance de un click toda una serie de sedimentos culturales, el acceso a los cuales comportaba hasta no hace mucho largos protocolos que ahora han quedado cortocircuitados. Es decir, que ahora accedemos al pasado del mismo modo que el forense accede a un cadáver, de manera desnuda, literal e inmediata, pero sin saber absolutamente nada de quién fue en vida el finado que estamos diseccionando en la mesa de mezclas. O, dicho de otra manera, sin considerarlo en absoluto como pasado (pues el pasado no es reproducible tecnológicamente, reside exclusivamente en la memoria y tiene como esencia justamente su irreversibilidad).

De manera que el problema -el problema que lastra la creatividad de la cultura popular contemporánea- no es tanto la moda de los revivals que Reynolds aborrece, no es la inflación del pasado sino la hipertrofia del presente, un presente que se ha quedado al mismo tiempo sin pasado y sin futuro al sobrepasar todos los límites.

La comparación del pasado con un país extranjero vuelve a ser aquí fructífera: la posibilidad de obtener fácilmente datos directos y en tiempo real del lugar más alejado y exuberante de la tierra, aunque resulta fascinante y hasta vertiginosa a primera vista, no es finalmente más que algo superficial, puesto que esa velocidad no disminuye nuestra ignorancia del lugar al que hacemos turismo informático, como la fotografía del visitante ocasional no elimina su desconocimiento de lo fotografiado; de igual manera, la disponibilidad técnica del pasado musical o literario no nos dice nada de sus condiciones de gestación, no nos lo muestra como tradición ni nos hace sus herederos, sino que únicamente nos convierte en espectadores complacientes de fetiches infructuosos cuyo retorno periódico y fantasmal celebramos sin producir ninguna novedad. Porque esta total disponibilidad (que el pasado y el futuro ya estén reducidos al presente por la tecnología), si no aumenta nuestro conocimiento, sí que nos hace más ignorantes de nuestra propia ignorancia, pues confundimos la facilidad y el acceso inmediato con el conocimiento o la creación cultural, cuando estos últimos sólo pueden tener lugar allí donde caben la extrañeza y la interrogación, que son los acicates del saber y del hacer creador. Y lo más gracioso es que esto mismo -que sin memoria los archivos están muertos y siempre repiten lo mismo- es justamente lo que decía el Fedro de Platón hace más o menos 2.500 años.

José Luis Pardo, La hipertrofia del presente, El País, 07/01/2012

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