Postmodernitzant l'escola.
Alain Finkielkraut |
Para el ignorante la libertad es imposible. Al parecer así lo creían los
filósofos de las Luces. No se nace individuo —decían—; se llega a
serlo, superando el desorden de los apetitos, la mezquindad del interés
privado y la tiranía de los apriorismos. En la lógica del consumo, por
el contrario, la libertad y la cultura se definen por la satisfacción de
las necesidades y, por lo tanto, no pueden proceder de una ascesis. La
idea de que el hombre, para ser un sujeto por completo, debe romper con
la inmediatez del instinto y de la tradición, desaparece de los propios vocablos que eran sus portadores.
De ahí la crisis actual de la educación. La escuela, en su sentido
moderno, ha nacido de las Luces, y muere hoy al ser puesta en cuestión.
Se ha abierto un abismo entre la moral común y ese lugar regido por la
idea extravagante de que no existe autonomía sin pensamiento, y no
existe pensamiento sin trabajo sobre uno mismo. La actividad mental de
la sociedad se elabora por doquier «en una zona neutra de eclecticismo
individual» [1], salvo entre las cuatro paredes de los establecimientos
escolares. La escuela es la última excepción al self-service
generalizado. Así pues, el malentendido que separa esta institución de
sus usuarios va en aumento: la escuela es moderna, los alumnos son
posmodernos; ella tiene por objeto formar los espíritus, ellos le oponen
la atención flotante del joven telespectador; la escuela tiende, según
Condorcet, a «borrar el límite entre la porción grosera y la porción
iluminada del género humano»: ellos retraducen este objetivo emancipador
en programa arcaico de sujeción y confunden, en un mismo rechazo de la
autoridad, la disciplina y la transmisión, el maestro que instruye y el
amo que domina.
¿Cómo resolver esta contradicción? «Posmodernizando la escuela», afirman
sustancialmente tanto los gestionarios como los reformadores. Estos
buscan los medios de aproximar la formación al consumo y, en algunas
escuelas americanas, llegan incluso a empaquetar la gramática, la
historia, las matemáticas y todas las materias fundamentales en una
música rock que los alumnos escuchan, con un walkman en los oídos. [2]
Los primeros preconizan, más seriamente, la introducción masiva de los
ordenadores en las aulas a fin de adaptar a los escolares a la seriedad
de la técnica sin obligarles, por ello, a abandonar el mundo lúdico de
la infancia. Del tren eléctrico a la informática, de la diversión a la
comprensión, el progreso debe realizarse suavemente y, si es posible,
sin que se enteren sus propios beneficiarios. Poco importa que la
comprensión así desarrollada por el juego con la máquina sea del tipo de
la manipulación y no del razonamiento: entre unas técnicas cada vez más
avanzadas y un consumo cada vez más variado, la forma de discernimiento
que hace falta para pensar el mundo, carece de uso e incluso, como
hemos visto, de palabra para nombrarse, pues la de cultura le ha sido
definitivamente confiscada.
Pero este simple reajuste de métodos y de programas sigue sin bastar
para una reconciliación total de la escuela con la «vida». Al término de
una larga y minuciosa encuesta sobre el malestar escolar, dos
sociólogos franceses escriben: «Si una cultura es un conjunto de
comportamientos, de técnicas, de costumbres, de valores que establecen
las señas de identidad de un grupo, la música, en muy buena parte,
sustenta la cultura de los jóvenes. Desgraciadamente, esa música, rock,
pop, variétés, es considerada por la sociedad adulta y, en especial, por
el magisterio, como una submúsica. Los programas escolares, la
formación de los profesores de música respetan una jerarquía que sitúa
las obras en el pináculo. No discutiremos este punto, aunque suene a
falso: el desfase entre la educación transmitida y el gusto de los
alumnos es, ahí, especialmente pronunciado.» [3]
Así pues, en el caso de la escuela tocar bien significaría abolir este desfase en favor de las predilecciones adolescentes, enseñar la juventud a los jóvenes
en lugar de aferrarse con una obstinación senil a unas jerarquías
antañonas, y echar a Mozart de los programas para poner en su lugar a un
rockero impetuoso: Amadeus, Wolfie, para su mujer, conocida una bonita
tarde de verano indio en un campus de Vienne, Massachusetts.
Los jóvenes son un pueblo de reciente aparición. Antes de la escuela, no
existía: para transmitirse, el aprendizaje tradicional no necesitaba
separar a sus destinatarios del resto del mundo durante varios años, y,
por consiguiente, no dejaba ningún espacio al largo período transitorio
que nosotros llamamos la adolescencia. Con la escolarización masiva, la
propia adolescencia ha dejado de ser un privilegio burgués para
convertirse en una condición universal. Y un modo de vida: protegidos de
la influencia familiar por la institución escolar y del ascendiente de
los profesores por «el grupo de los iguales», los jóvenes han podido
edificar un mundo propio, espejo invertido de los valores circundantes.
Relajamiento del jean contra convenciones indumentarias,
historieta contra literatura, música rock contra expresión verbal, la
«cultura joven», esta antiescuela, afirma su fuerza y su autonomía desde
los años sesenta, es decir, desde la democratización masiva de la
enseñanza: «Como cualquier grupo integrado (el de los negros americanos,
por ejemplo), el movimiento adolescente sigue siendo un continente en
parte sumergido, en parte prohibido e incomprensible para cualquiera que
esté fuera de él. Damos como prueba e ilustración de ello el
especialísimo sistema de comunicación, muy autónomo y amplísimamente
subterráneo, transportado por la cultura rock para la cual el feeling
domina sobre las palabras, la sensación sobre las abstracciones del
lenguaje, el clima sobre las significaciones brutas y de un acceso
racional, valores todos ellos extraños a los criterios tradicionales de
la comunicación occidental, que arrojan una cortina opaca y levantan una
defensa impenetrable contra los intentos más o menos interesados de los
adultos. Tanto si se escucha como si se toca, en efecto, se trata de
sentirse "cool" o de colocarse. Las guitarras están más dotadas de
expresión que las palabras, que son viejas (poseen una historia), y por
tanto hay motivo para desconfiar de ellas...» [4]
He aquí algo que, por lo menos, está claro: la cultura en el sentido
clásico, basada en palabras, tiene el doble inconveniente de envejecer a
los individuos, dotándoles de una memoria que supera la de su propia
biografía, y de aislarles, condenándoles a decir (Yo), es decir, a
existir como personas diferenciadas. Mediante la destrucción del
lenguaje, la música rock conjura esta doble maldición: las guitarras
abolen la memoria; el calor que funde sustituye a la conversación, esta
entrada en relación de seres separados; extasiadamente, el «yo» se
disuelve en el Joven.
Esta regresión sería absolutamente inofensiva si el Joven no estuviera
ahora en todas partes: han bastado dos décadas para que la disidencia
invadiera la norma, para que la autonomía se transformara en hegemonía y
el estilo de vida adolescente mostrara el camino al conjunto de la
sociedad. La moda es joven; el cine y la publicidad se dirigen
prioritariamente al público de los quince-veinteañeros: las mil radios
libres cantan, casi todas con la misma música de guitarra, la dicha de
terminar de una vez con la conversación. Y se ha levantado la veda de la
caza al envejecimiento: mientras que hace menos de un siglo, en ese
mundo de la seguridad tan bien descrito por Stefan Zweig, «el que quería
progresar se veía obligado a recurrir a todos los disfraces posibles
para parecer más viejo de lo que era», los diarios recomendaban
productos para adelantar la aparición de la barba», y los jóvenes
médicos recién salidos de la Facultad intentaban adquirir una ligera
barriga y «cargaban sus narices con gafas de montura de oro, aunque su
vista fuera perfecta, y ello pura y simplemente para dar a sus pacientes
la impresión de que tenían "experiencia"»[5]. En nuestros días, la
juventud constituye el imperativo categórico de todas las generaciones.
Como una neurosis expulsa la otra, los cuarentones son unos «teenagers»
prolongados; en lo que se refiere a los Ancianos, no son honrados por su
sabiduría (como en las sociedades tradicionales), su seriedad (como en
las sociedades burguesas) o su fragilidad (como en las sociedades
civilizadas), sino única y exclusivamente si han sabido permanecer
juveniles de espíritu y de cuerpo. En una palabra, ya no son los
adolescentes los que, para escapar del mundo, se refugian en su
identidad colectiva; el mundo es el que corre alocadamente tras la
adolescencia. Y esta inversión constituye, como observa Fellini con
cierto estupor, la revolución cultural de la época posmoderna: «Yo me
pregunto qué ha podido ocurrir en un momento determinado, qué especie de
maleficio ha podido caer sobre nuestra generación para que,
repentinamente, hayamos comenzado a mirar a los jóvenes como a los
mensajeros de no sé qué verdad absoluta. Los jóvenes, los jóvenes, los
jóvenes... ¡Ni que acabaran de llegar en sus naves espacialesl [...]
Sólo un delirio colectivo puede habernos hecho considerar como maestros
depositarios de todas las verdades a chicos de quince años.» [6]
¿Qué ha ocurrido, pues? Por muy enigmático que resulte, el delirio del
que habla Fellini no ha surgido de la nada: el terreno estaba preparado y
puede decirse que el largo proceso de conversión al hedonismo del
consumo emprendido por las sociedades occidentales culmina hoy con la
idolatría de los valores juveniles. ¡El Burgués ha muerto, viva el
Adolescente! El primero sacrificaba el placer de vivir a la acumulación
de las riquezas y situaba, según la fórmula de Stefan Zweig, «la
apariencia moral por encima del ser humano»; demostrando una impaciencia
equivalente ante las rigideces del orden moral y las exigencias del
pensamiento, el segundo quiere, ante todo, divertirse, relajarse,
escapar de los rigores de la escuela por la vía del ocio, y esta es la
razón de que la industria cultural encuentre en él la forma de humanidad
más rigurosamente conforme a su propia esencia.
Lo que no quiere decir que la adolescencia se haya convertido al final
en la más hermosa edad de la vida. Negados en otro tiempo como pueblo,
los jóvenes lo son actualmente como individuos. La juventud es ahora un
bloque, un monolito, una cuasi especie. Ya no se pueden tener veinte
años sin aparecer inmediatamente como el portavoz de su generación.
«Nosotros, los jóvenes...»: los compañeros atentos y los padres
enternecidos, los institutos de sondeo y el mundo del consumo procuran conjuntamente
la perpetuación de este conformismo y que nadie pueda jamás exclamar;
«Tengo veinte años, es mi edad, no es mi ser, y no dejaré que nadie me
encierre en esta determinación.»
Y los jóvenes se sienten tanto menos propensos a trascender su grupo de
edad (su «bio-clase», como diría Edgar Morin) en la misma medida en que
todas las prácticas adultas inician, para ponerse a su alcance, una cura
de desintelectualización: es el caso, como hemos visto, de la
Educación, pero también de la Política (que ve cómo los partidos en
competición por el poder se afanan idénticamente por «modernizar» su
look y su mensaje, al mismo tiempo que se acusan mutuamente de ser
«mentalmente viejos»), del Periodismo (¿acaso el animador de un magazine
televisado francés de información y de ocio no confiaba recientemente
que debía su éxito a los «menores de quince años rodeados de sus madres»
y a su predilección por «nuestras secciones canción, pub, música»?),
[7] del Arte y de la Literatura (algunas de cuyas obras maestras ya
están disponibles, por lo menos en Francia, bajo la forma «breve y
artística» del clip cultural), de la Moral (como lo demuestran
los grandes conciertos humanitarios en mundovisión) y de la Religión (a
juzgar por los viajes de Juan Pablo II).
Para justificar este rejuvecimiento general y este triunfo de la memez
sobre el pensamiento, se invoca habitualmente el argumento de la
eficacia: en pleno período de reserva, de persianas bajadas, de
repliegue en la esfera privada, la alianza de la caridad y del
rock'n'roll reúne instantáneamente unas cantidades fabulosas; en cuanto
al papa, desplaza unas multitudes inmensas en el mismo momento en que
los mejores expertos diagnostican la muerte de Dios. Visto desde cerca,
sin embargo, este pragmatismo se revela completamente ilusorio. Los
grandes conciertos para Etiopía, por ejemplo, han subvencionado la
deportación de las poblaciones que debían ayudar a alimentar. No cabe
duda de que el responsable de esta malversación de fondos es el gobierno
etíope, pero no importa; el estropicio podría haber sido evitado si los
organizadores y los participantes de esta mundial misa solemne se
hubieran permitido distraer su atención del escenario para reflexionar,
aunque sólo fuera someramente, sobre los problemas planteados por la
interposición de una dictadura entre los niños que cantan y bailan y los
niños hambrientos. El éxito que encuentra Juan Pablo II, por otra
parte, procede de la forma y no de la sustancia de sus declaraciones:
desencadenaría el mismo entusiasmo si permitiera el aborto o si
decidiera que el celibato de los curas iba a perder, a partir de ahora,
su carácter obligatorio. Su espectáculo, como el de las restantes
super-stars, vacía las cabezas para poder llenar mejor los ojos, y
no transporta ningún mensaje, sino que los engulle a todos en una
grandiosa profusión de luz y sonido. Creyendo ceder únicamente a la moda
en la forma, olvida, o finge olvidar, que esa moda tiende precisamente a
la aniquilación de la significación. Con la cultura, la religión y la
caridad rock, ya no es la juventud la que se siente conmovida con los
grandes discursos, sino que el propio universo del discurso es
sustituido por el de las vibraciones y la danza.
Frente al resto del mundo, el pueblo joven no defendía únicamente unos
gustos y unos valores específicos. Movilizaba igualmente, nos dice su
gran turiferario, «otras áreas cervicales distintas de las de la
expresión hablada. Conflicto de generaciones, pero también conflicto de
hemisferios diferenciados del cerebro (el reconocimiento no verbal
contra la verbalización), hemisferios largo tiempo ciegos, en este caso
entre sí.» [8] La batalla ha sido violenta, pero lo que hoy se denomina
comunicación demuestra que el hemisferio no verbal ha acabado por
vencerla, el clip ha dominado a la conversación, la sociedad «ha acabado
por volverse adolescente». [9] Y a falta de saber aliviar a las
víctimas del hambre, ha encontrado, con motivo de los conciertos para
Etiopía, su himno internacional: We are the world, we are the children. Somos el mundo, somos los niños.
Alain Finkielkraut, La derrota del Pensamiento, traducción Joaquín Jordáñ
[1] George Steiner, Dans le chateau de Barbe-Bleue (Notes pour une redéfinition de la culture), Gallimard, coll. Folio/Essais, 1986, p. 95.
[2] Ver Neil Postman, Se distraire à en mourir, Flammarioll, 1986.
[3] Hamon-Rotman, Tant qu'il y aura des profs, Seuil, 1984, p, 311
[4] Paul Yormet, Jeux, modes et masses, Gallimard, 1985, pp, 185— 186, (Subrayado por mí).
[5] Stefan Zweig, Le monde d'hier (Souvenirs d'un Européen), Belfond, 1982, p. 54.
[6] Fellini par Fellini. Calmann-Lévy. 1984, p. 163
[7] Philippe Gildas, Télérama, no. 1929, 31 diciembre 1986
[8] Paul Yonnet. «L'esthétique rock», Le Débat, n.v 40. Gallimard, 1986, p. 66.
[9] Ibid., p. 71.
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