Ètica i religió, dos sabers melancòlics.
Con más frecuencia de la deseada tuvo que escuchar el filósofo y matemático Bertrand Russell la siguiente pregunta: “¿Qué le parece más importante, la ética o la religión?”. Con su habitual desparpajo y contundencia, dejó caer la siguiente respuesta: “He recorrido bastantes países pertenecientes a diversas culturas; en ninguno de ellos me preguntaron por mi religión, pero en ninguno de esos lugares me permitieron robar, matar, mentir o cometer actos deshonestos”.
De esta forma tan gráfica defendía Russell una tesis a la que dedicó
no pocas energías: sin religión se puede vivir; sin ética, no. No será
difícil estar de acuerdo con él. Pero probablemente él era consciente de
que los mínimos éticos que señala —no matar, no robar, no mentir, no
cometer actos deshonestos— nos llegan, también, como legado de grandes
espíritus religiosos como Buda, Confucio, Moisés, Jesús o Mahoma. Es
decir: la ética y la religión han tendido a darse la mano, a caminar
juntas, a aunar esfuerzos. De hecho, el 83% de los seres humanos vincula
su quehacer ético con su pertenencia a alguna de las 10.000 religiones
existentes en nuestro planeta.
Esta decidida voluntad de cooperación no ha evitado roces y trifulcas
entre ética y religión. Hace casi un siglo, en 1915, el filósofo
neokantiano Hermann Cohen se propuso zanjar la secular contienda entre
ética y religión. Su propuesta fue nítida: la religión tiene que
disolverse en la ética. Sería, afirmaba, el mayor timbre de gloria de la
religión. Es más: una religión será tanto más verdadera cuanto más
capaz sea de inmolarse y desaparecer en la ética. Desembocamos así en la
ética como criterio de verdad de la religión, la tesis que ya había
anticipado Feuerbach, el crítico más severo de la religión: “La
verdadera religión es la ética”.
Sin embargo, tal vez todo sea algo más complejo. Desde luego, la
ética no es un mal destino para nada ni para nadie. ¡Bien que añoramos
su presencia en el día a día de nuestro país! Pero la religión no
aceptará de buen grado su autodisolución en ella. Preferirá continuar
siendo su compañera de viaje. En realidad, las dos vienen de muy lejos.
Juntas han recorrido difíciles etapas y conocido parecidos vaivenes y
zozobras.
No es cierto que la ética empiece allí donde termina la religión. Tradicionalmente hemos responsabilizado a la ética del qué debemos hacer y hemos reservado a la religión la tarea de administrar el qué nos cabe esperar;
pero es muy probable que tal división de tareas no sea pertinente. Lo
que de veras intentaron siempre tanto la ética como la religión fue
presentar un cuadro inteligible de la vida sobre la tierra.
Ni la ética trata solo de la rectitud de las acciones humanas, ni la
religión se refiere únicamente a la relación de los seres humanos con
sus dioses. Ambas apuntan hacia una inteligibilidad más global, más
abarcadora. Ambas buscan, con similar tenacidad, el sentido de la vida.
Alguien ha dicho que el término esperanza las engloba a las
dos. En efecto: quien se atreve a pronunciar la palabra esperanza —“el
sueño de un vigilante” la llamó Aristóteles— está hablando, al menos
implícitamente, de ética y religión. Estamos ante dos saberes, de tono
casi melancólico, que se atreven a insinuar frágiles esperanzas que
nunca podrán fundamentar plenamente.
Ni la ética ni la religión se resignan, por ejemplo, a los
acabamientos definitivos. “Por dignidad personal” se rebelaba el
filósofo marxista E. Bloch contra la sangrante evidencia de que los
seres humanos “acabemos igual que el ganado”. Aducía, con enorme vigor
antropológico, que en vida había sido diferente del ganado: había
escrito libros, por ejemplo. Consideraba, pues, justo que esa diferencia
se hiciese también presente más allá de la muerte. Y pedía ayuda a la
ética y a la religión, ayuda en forma de esperanza: El principio esperanza
es el título de su obra más decisiva. Eso sí: siempre evocó una
“esperanza enlutada”, es decir, incierta, frágil. La esperanza “firme”
del cristianismo le parecía una desmesura.
“Hay capítulos de la ética”, reconocía Aranguren, el gran maestro de
la ética en España, “que no sabría cómo abordar si, de algún modo, no lo
hago desde la religión”. Y ponía como ejemplo la solidaridad, a la que
consideraba “heredera de la fraternidad cristiana”. Aranguren defendió
siempre, como lo hacía Bloch y gran parte de la tradición filosófica
occidental, la apertura de la ética a la religión. Esto no significa que
ética y religión terminen por identificarse. Es cierto que,
probablemente, todas las religiones predican a sus fieles: haz el bien,
evita el mal. Todas se atienen a la regla de oro: “Trata a los demás
como desees que te traten a ti”. El rabino Hillel condensaba el núcleo
ético de todas las religiones en una fórmula tan sencilla como
grandiosa: “Sé bueno, hijo mío”. Pero no todo en la religión es ética o
moralidad. La actitud religiosa tiene que ver con el misterio, con el
sobrecogimiento, con la adoración, con la alabanza, con la entrega.
La apertura de la ética a la religión tampoco significa que la ética
no sepa caminar sola a la hora de determinar y fijar los valores
morales. La experiencia muestra lo contrario: con frecuencia, las
grandes conquistas éticas de la modernidad se lograron a pesar de la
oposición frontal de la religión —mejor sería decir de las Iglesias—. La
ética es autónoma, no depende de la religión; pero saldrá ganando si
acepta los impulsos válidos que esta le ofrezca.
Finalmente, esa apertura no significa que la ética pida a la religión que le preste
a su Dios para lograr así una perfecta fundamentación de sus normas.
Estos sueños teocéntricos nos quedan lejos. La ética ha aprendido, no
sin penalidades, a vivir sin una fundamentación fuerte; sabe que, como
tantas otras parcelas importantes de la vida, no puede probar
científicamente los cimientos sobre los que se asienta. “Nada digno de
probarse puede ser probado ni desprobado” repetía el bueno de Unamuno. La ética y la religión han terminado aprendiendo que, además de lo científico, existe lo significativo. Este último es el único campo en el que ellas pueden lucirse.
¿En qué consiste, pues, la apertura de la ética a la religión? Ante todo: existe una ética de la inmediatez
que puede ir del brazo de la religión, pero que también se las apaña
bien sin ella. Preconiza una justa distribución de la cultura y de los
bienes disponibles. Constituye un intento realista de favorecer el
equilibrio, la convivencia y el diálogo. Y nunca olvida la utopía de la
justicia como revulsivo permanente.
Pero, junto a esta ética de la inmediatez, sobria y atenta a las
urgencias inmediatas, existe otra ética, que no sé cómo adjetivar, y que
no se limita a procurar la mejor y más justa configuración del
presente, sino que pregunta insistentemente por los ya-no-presentes.
Vuelve su mirada, con inevitable desasosiego, hacia los que nos
precedieron, intentando introducir sentido donde no lo hubo. Es una
ética que, además de actuar sobre el presente, medita sobre el pasado de
los injustamente tratados por la historia. Se acuerda de las vidas
dañadas y maltrechas. Es aquí donde la ética puede sellar alianzas con
la religión. La ética siente anhelo por una especie de finitud sanada,
evocada por la tradición cristiana, por un posible escenario futuro sin
víctimas ni verdugos. La sombría perspectiva de que todo pudiese quedar
como ha ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad movió
incluso a pensadores no creyentes a postular futuros escenarios de
liberación. Unamuno ha tenido muchos seguidores en su deseo de que
“nuestro trabajado linaje humano sea algo más que una fatídica procesión
de fantasmas que van de la nada a la nada”. Es, tal vez, el momento de
recordar a otro grande de la filosofía, Jürgen Habermas, en el
impresionante marco de la iglesia de San Pablo en Fráncfort. Lo más
inquietante, dijo, es “la irreversibilidad de los sufrimientos del
pasado —la injusticia infligida contra personas inocentes, que fueron
maltratadas, degradadas y asesinadas— sin que el poder humano pueda
repararlo”. Y añadió: “La esperanza perdida de resurrección” se siente a
menudo como “un gran vacío”.
La religión espera contra toda esperanza escenarios finales
benévolos, salvados; la ética interroga pertinazmente a la religión
sobre el fundamento de esa esperanza; la religión, a su vez, remite al
misterio, al silencio; y, como la ética también conoce la palabra misterio y sabe de silencios, ambas terminan llevándose bien.
Manuel Fraijó, ¿Vivir sin ética, vivir sin religión?, El País, 08/02/2014
Comentaris