La felicitat contra el PIB.
La frase celebrada de la cantante francesa Mistinguette es que el dinero no
da la felicidad pero aplaca los nervios. Para Rafael Sánchez Ferlosio, el dicho
parece más oportuno en su reverso: el dinero sí da la felicidad, pero destroza
los nervios.
La frase celebrada de la cantante francesa Mistinguette es que el dinero no
da la felicidad pero aplaca los nervios. Para Rafael Sánchez Ferlosio, el dicho
parece más oportuno en su reverso: el dinero sí da la felicidad, pero destroza
los nervios. Este aforismo (pecio, en el idioma ferlosiano) está recogido
en uno de los libros del escritor, a quien la reflexión le viene a la cabeza
cuando hojea las revistas de peluquería.
El pecio es también un resumen de algo que la ciencia económica y
algunos de sus Nobel han tratado de explicar al mundo en decenas de estudios,
entraña uno de los grandes motivos por los que el crecimiento económico de un
país a secas no tiene a veces una traducción proporcional en el bienestar de las
personas, y da una idea de lo que hay detrás de iniciativas como la de Reino
Unido, que acaba de sumarse a Francia en el proyecto de calibrar la satisfacción
y el bienestar general junto a las cifras macroeconómicas. "Ha llegado la hora
de que admitamos que hay más cosas en la vida que el dinero y ha llegado la hora
de que nos centremos no solo en el producto interior bruto (PIB), sino en una
felicidad general", dijo el primer ministro David Cameron cuando, desde la
oposición, lanzó la promesa.
Ahora que el líder tory está en el Gobierno, ha decidido ponerse manos
a la obra y pedirá en breve a la Oficina Nacional de Estadísticas que incorpore
nuevas preguntas a su sondeo habitual en los hogares británicos para conocer el
nivel de bienestar de sus integrantes, según publicó hace días The
Guardian. La medida se comienza a evaluar en medio de una dura crisis
europea, con un drástico recorte social que ha hecho levantarse a los
estudiantes británicos contra el Ejecutivo, lo que abona las críticas a un
eventual uso populista de la iniciativa, pero la llamada economía de la
felicidad hace tiempo que se abre hueco en los ambientes académicos.
Francia también ha cuestionado "la religión del número", en palabras de su
presidente, Nicolas Sarkozy, y ha planteado un cambio en los indicadores
económicos tras haber encargado a Joseph Stiglitz un informe sobre el progreso
económico social. Y la Comisión Europea puso en marcha este verano tres grupos
de trabajo relacionados: uno que complemente el PIB; otro que aborde los efectos
medioambientales y otro que trabaje en la medición de la calidad de vida de los
europeos atendiendo a ocho variables (salud, educación, seguridad, entre otros)
con el objetivo, a largo plazo, de lograr un indicador objetivo agregado.
Y es que el PIB recoge, grosso modo, todos los bienes y servicios que
genera un país y es el indicador más internacional, pero cada vez es mayor el
número de teóricos que lo cuestiona como termómetro del progreso de un país y de
su nivel de bienestar: no valora las desigualdades, no descuenta las facturas
del crecimiento económico en el medio ambiente y la calidad de vida de las
personas y es ciego a elementos como la cultura y salud.
"El PIB como compás que guía a una nación ha quedado obsoleto. Y cuando un
país ya no es una economía emergente, cuando ya ha alcanzado cierto nivel de
desarrollo económico, hay que empezar a valorar más datos: renta por habitante,
desigualdades sociales, algún ratio que mida los recursos naturales gastados en
generar producción para ver si somos cada vez más eficientes... es que se ha
instalado la idea de que, si el PIB va bien, todo va bien, y en un país
desarrollado hay que ir a crecimientos más cualitativos", explica Aniol Esteban,
el jefe de economía ambiental de la New Economics Foundation (NEF). Es una
conclusión en línea con el informe que el Nobel Stiglitz elaboró para Francia,
que puso de relieve que el PIB no depuraba la actividad económica que, no solo
no genera felicidad, sino que es fruto de la incomodidad: como el gasto en
analgésicos para el dolor cabeza o el gasto de gasolina en un atasco.
La relevancia internacional del PIB crece sobre todo en los años treinta,
después de la Gran Depresión, como una comprensible obsesión por cuánto podían
producir los países, cuánto empleo podían crear. Y ahora, en la actual profunda
crisis económica mundial, ha vuelto la obsesión por leves oscilaciones de apenas
una décima del PIB -que quedan incluidas en el margen de error-, incluso de
carácter trimestral. Vuelven a copar la atención de los analistas y grandes
titulares de periódico, cuando hace unos años se les otorgaba un valor
relativo.
La idea de hacer indicadores alternativos, homologables e internacionales, no
obstante, está plagada de peros. Porque lo que uno considera medida de la
felicidad puede convertirse en barra libre: Reino Unido medirá las tasas de
reciclaje, según una información publicada recientemente por The
Guardian, y Bután, ese pequeño país asiático que ha cobrado fama por ser el
único con una tasa anual de felicidad interior bruta (FIB), pone su atención en
aspectos como el número de veces que se reza al día, entre otros aspectos,
claro, como la salud, el tiempo libre o la cultura.
Fernando Esteve, profesor de Economía de la Universidad Autónoma de Madrid
(UAM), ha estudiado con profundidad la Economía de la Felicidad y es consciente
de sus inconvenientes. "No se puede medir la felicidad, se pueden hacer
aproximaciones, porque los enfoques son muy criticables", apunta. La economía de
la felicidad entiende que el desarrollo económico no es un fin en sí mismo, sino
que debe traducirse en bienestar, "pero esto tiene pegas, porque las preguntas
que plantean son muy abstractas, como ¿cuánto es usted de feliz del 1 al 10?,
por ejemplo. Y en toda encuesta al respecto [existe] el sesgo de que la gente
dice que está bien, que es feliz, porque lo contrario causa una sensación de
fracaso personal, de derrotismo, muy mal visto", reflexiona Esteve. Unos métodos
atienden al bienestar objetivo, otros al subjetivo, y otros los combinan. En
general, se toma una cesta de valores que influye en esa felicidad (el nivel de
paro, la salud, las horas que se duerme al día...), se le da un peso a cada una
y se evalúa la felicidad y esas variables se han escogido previamente en
encuestas que ayudan a saber qué aspectos influyen en la felicidad de la
gente.
La fundación NEF elabora un Índice del Planeta Feliz (en el que cruza la
esperanza de vida, los recursos empleados y la satisfacción) y unas Cuentas
Nacionales de Bienestar, que se basan en las preguntas de la Encuesta Social
Europa y cruza el bienestar social (donde se pregunta sobre la relación con la
familia, los amigos, los vecinos o los compañeros de trabajo) con el bienestar
personal (que lanza cuestiones como ¿has aprendido algo la última semana? Del 0
al 10, ¿qué nivel de satisfacción has alcanzado?).
Mariano Gómez del Moral, asesor de presidencia del Instituto Nacional de
Estadística (INE), pertenece a uno de los grupos de trabajo de la Comisión
Europea, en el que trabaja en la elaboración de un índice de calidad de vida, y
cree que "hay que hablar de bienestar más que de felicidad". Los primeros
resultados del proyecto (no el indicador en sí) "empezarán a verse en 2011",
apunta.
La Organización de Naciones Unidas, por su parte, también publica desde hace
años un Informe sobre desarrollo humano (IDH) atendiendo a factores como
la esperanza de vida, la tasa de alfabetización y la riqueza por habitante,
entre otros criterios. En el informe de 2008, Estados Unidos, por ejemplo, se
sitúa como el país más rico del mundo, pero ocupa el puesto 12 de este
ranking.
La cuestión de fondo que emerge de todas estas preguntas es ¿es el
crecimiento económico sinónimo perfecto del bienestar para un país? O, en
conversación de café, ¿da el dinero la felicidad? Pues hay una respuesta y es
que sí. Pero hasta cierto punto. Sin adentrarse en el jardín filosófico que
supone abordar el asunto, la literatura académica ha analizado el interrogante
en varias ocasiones y ha certificado que, cuanto mayor es la renta per cápita de
un país, mayor es el nivel de bienestar de los ciudadanos, pero esta correlación
entre riqueza y felicidad pierde fuerza cuanto más rico es un país. Es decir,
que a partir de un nivel de desarrollo el crecimiento de la riqueza ya no es
proporcional al del bienestar de sus ciudadanos. ¿Por qué? Por dos motivos: el
habituamiento y la relatividad. "El ser humano se acostumbra muy rápido a sus
nuevos niveles de vida, con lo que el gozo por alcanzar una posición social
tiene una duración limitada, hasta que uno se acostumbra a ello y lo asume como
normalidad. Por otra parte, está la rivalidad, y es que nos comparamos
continuamente con los demás. En resumen, que a más dinero, más bienestar, pero
hasta cierto punto", reflexiona Esteve.
¿Y cuál es ese punto? El profesor Manel Baucells, de la Universidad Pompeu
Fabra, es uno de los expertos que se ha dedicado a analizar la cuestión en
varios informes. Uno que elaboró en 2006 cuando estaba en la escuela de negocios
IESE y la Universidad de California cifraba en 15.000 dólares per cápita los
ingresos mínimos de un país para ser feliz, a partir de los cuales el poder
adquisitivo y la dicha ya no suben al mismo ritmo. "Más que una cifra concreta,
como el ciudadano se compara, el nivel al que uno empieza a ser feliz llega
cuando gana, cuando se encuentra por encima de la media de sus referentes más
cercanos", matiza Baucells.
Su informe recoge ejemplos reveladores. Tras la unificación de Alemania, los
niveles de satisfacción que manifestaban los habitantes del Este bajaron
considerablemente respecto a la etapa anterior porque comenzaron a compararse
con los de la zona occidental. Otros dos investigadores propusieron en 1998 a
los alumnos de la Escuela Pública de Salud de Harvard dos posibilidades
imaginarias: en una, ganarían 50.000 dólares cuando el resto del mundo
percibiría la mitad (25.000), y en la otra opción, ellos ganarían 100.000
dólares, pero el resto 250.000. Respuesta: todos escogieron el primer
escenario.
Otro estudio que cita (de los investigadores Brickman, Coates y
Janojj-Bullman) se atreve a señalar incluso el periodo de tiempo que dura la
alegría de que te toque la lotería: un año. Los años consecutivos, el premiado
ya se ha acostumbrado a su nuevo nivel de vida y sus referentes son los vecinos
de su nuevo barrio, los coches que conducen...
"La habituación al dinero mata esa felicidad nueva generada por el
crecimiento económico. Tú te puedes obsesionar por el PIB y si preguntas dentro
de 100 años tu población puede no ser mucho más feliz", apunta Baucells.
Esto es lo que ocurre también con los países, en global. "Cuando ya has
alcanzado ciertas cosas materiales, te empiezas a preguntas por otras. Así que,
si este mecanismo mental ocurre en las personas, de forma individual, ¿por qué
no va a suceder en un país en global?", se pregunta el profesor Esteve. Por eso
a Cameron y a Sarkozy les ha dado por preguntar a sus ciudadanos qué tal lo
llevan.
La preocupación creciente por la sostenibilidad del sistema también lo ha
puesto de moda. Fernando Vallespín, ex presidente del Centro de Investigaciones
Sociológicas (CIS), advierte: "Si todos jugamos al mismo modelo de desarrollo,
el medio ambiente no resistirá, y no se le puede pedir a China y a India que
renuncien al crecimiento de Occidente, va a tener que ser Occidente quien cambie
su modelo, replantearse la idea tradicional de progreso, que estaba muy basada
en la producción, y pasar a modelos más cualitativos".
El objetivo último es lograr diseñar una serie de indicadores que ganen
credibilidad con los años y que influyan en las políticas públicas, de forma que
los Gobiernos sepan rentabilizar mejor el crecimiento económico en términos de
bienestar.
Ratio, crecimiento, variables ponderadas... Cuando uno habla con economistas,
la felicidad pierde su halo de misterio para convertirse en estadística.
Baucells advierte: "La riqueza decepciona precisamente porque uno se acostumbra
a ella más rápido de lo que cree. Lo que no sabe la gente es que del mismo modo
que se acostumbra a vivir con más dinero, también se acostumbra a vivir peor y a
cambiar sus referentes".
Eso sí, aunque haya estudios que aseguren que el gozo porque le toque a uno
la lotería solo dura un año, no hay economista alguno que considere hacerse rico
una idea del todo disparatada. Aunque, como acertaba a pensar Ferlosio, como
cuenta el profesor Esteve cuando les habla de la economía y de la felicidad a
sus alumnos, y como, en efecto, algunos piensan cuando hojean las revistas de
peluquería: a muchos les debe destrozar los nervios.
Amanda Mars, Midan mi felicidad interior bruta, El País, 28/11/2010
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