Què significa prescindir del geperudet?

 

En su libro Infancia en Berlín hacia 1930,Walter Benjamin recuerda la atracción que de niño ejercían sobre él desvanes, sótanos, escaleras y otros espacios olvidados de las casas. Allí vivían esos personajes que, en los cuentos, se dedican a hacer todo tipo de faenas a los moradores del lugar. Uno de ellos era un hombrecillo jorobado que aparecía cuando menos lo esperabas provocando un sin fin de desastres. “El Torpe te envía saludos”, le decía su madre cuando rompía algo o tropezaba por las escaleras. Y, en efecto, bastaba que el malicioso personaje anduviera cerca de ti para que los objetos dejaran de estar donde los habías puesto, los platos y tazas escaparan de tus manos para hacerse pedazos contra el suelo, se te olvidara hacer los deberes o te mancharas la ropa que acababan de ponerte. Por su causa, escribe Benjamin, “el jardín se convertía en jardincillo, mi cuarto en un cuartito y el banco en un banquillo. Se encogían y parecía que les crecía una joroba que las incorporaba por largo tiempo al mundo del hombrecillo”

Por lo demás, a ese hombrecillo no le podías ver y se limitaba a “recaudar de cualquier cosa que tocaba el tributo del olvido”. Adorno dice que las citas de las que constantemente se sirve Benjamin en sus trabajos “son como bandidos que saltan al camino para robar al lector sus convicciones”. El hombrecillo es uno de esos ladrones. Por eso no elige cualquier momento para aparecer, sino aquellos en los que el niño se expone más: cuando va a la despensa a probar a escondidas el dulce que ha preparado su madre, cuando descubre su sexualidad, cuando roba algo. De forma que esas imágenes que el hombrecillo va acumulando de cada uno de nosotros componen la otra historia de nuestra vida (¿la verdadera?). “Cuando bajo a la bodega / para escanciarme vinito, / hay un jorobadito allí / que lo quita del jarrito. / Cuando voy a la cocina / para hacerme la sopita, / hay un jorobadito allí / que me rompe la marmita. / Querido niñito, te lo ruego, / reza también por el jorobadito”. Rezar por alguien que nos hace faenas, decirle que no deje de visitarnos, ¿no resulta extraño que una madre le pida a su hijo que haga algo así?

Hannah Arendt, en su libro Hombres en tiempos de oscuridad, nos recuerda que la vida de Walter Benjamin estuvo presidida por eso que suele llamarse mala suerte. Nunca tuvo un trabajo que le permitiera vivir con seguridad y, a pesar de ser un pensador brillante, su carrera académica fue un completo desastre. Amó a tres mujeres y fue incapaz de comprometerse con ninguna; era judío, pero siempre tuvo problemas con los suyos; no tuvo una residencia fija y su obra más importante, El libro de los pasajes, es apenas una colección de citas o fragmentos que no llegaría a concluir. Nada le salió como lo planeaba. Incluso su muerte parece acaecida bajo el signo del perverso hombrecillo, pues si llega a Port Bou un día antes o un día después, hubiera podido emigrar a Estados Unidos como quería.

La vida de Franz Kafka transcurrió por derroteros semejantes. Sus indecisiones amorosas, sus problemas con el judaísmo, su obsesión por la escritura, por sacar adelante una obra que sin embargo nunca completa, que le relaciona con los márgenes, con lo más escondido y olvidado, habla de su incapacidad para vivir en el mundo y aceptar sus compromisos. Kafka quiere sustraerse al poder, luchar contra la ley opresiva del padre. Quiere, como sus personajes, hacerse cada vez más insignificante, cada vez más liviano y callado para poder escapar. De ahí su amor por los animales pequeños, por los espacios minúsculos, por los seres deformes y perseguidos; por todo lo que vive en los intersticios, en la frontera, abierto a un mundo prehumano. Su amor por los objetos inútiles, los insectos, los ratones, los perros; su concepción del escritor como alguien que debe desaparecer para llevar a cabo su obra. El inquilino de la vida desfigurada, le llamó Walter Benjamin.


Nuestro tiempo ha dado la espalda a ese mundo desfigurado y ha dejado de pedir al jorobadito que lo visite. En su ausencia, se crean Institutos de la Felicidad, se escriben manuales de autoayuda, se fundan seminarios de risoterapia y talleres de cómo educar a los bebés. El mundo se ha poblado de psicólogos, expertos en técnicas de relajación y charlatanes que hablan sin descanso de la necesidad de ser positivos, de no dejarse llevar por la melancolía y de la inutilidad del sufrimiento. Según ellos, la cultura debe ser lo más parecido a una fiesta de cumpleaños infantil, un espacio de diversión y juegos interminables. Pero “divertirse”, escribe Adorno, “significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. La impotencia está en su base. Es, en verdad, huida, pero no, como se afirma, huida de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar aún”.

Hace unos meses, y tras hablar de la lectura en un instituto, una chica levantó la mano y me preguntó atribulada qué pasaba si a alguien no le gustaba leer. Comprendí que se refería a ella misma, y que sufría al sentirse excluida de aquella vida de la que yo había hablado con tanto entusiasmo. Me bastó con ver la expresión de su rostro al decir aquello para saber que el jorobadito la visitaba. Era él quien se las arreglaba para que no le gustara leer, para hacer que le creciera una joroba. No todos los que leen reciben esa visita, ni mucho menos. Para que sea así tenemos que quedarnos sin voz, como le pasaba a aquella chica tan triste. Todos los grandes personajes de la literatura, los personajes, por ejemplo, de las obras de Dostoievski o de Faulkner, son como ella. Todos cargan algo, todos hacen cosas que no deben y sufren a causa de su joroba. ¿No es eso lo que nos sucede con nuestra sexualidad? ¿No es el sexo la joroba del cuerpo: su botín y su culpa?

“Perdemos al ganar. / Y, al saberlo, tiramos / nuestros dados de nuevo”, escribe Emily Dickinson en uno de sus poemas. ¿Qué tiene que ver esto con la concepción de la educación y la cultura como ganancia, rentabilidad o bien de consumo? En los planes de estudio desaparecen las asignaturas, como la filosofía y la literatura, que hablan del jorobadito y su pandilla y se sustituyen por otras que solo buscan adoctrinar a los niños. Todo se reduce a un interminable y tedioso culto a los exámenes, la autoridad y la eficacia. Sin embargo, la verdadera cultura no tiene que ver con el deseo de éxito o de notoriedad, sino con el deseo de ser y de saber. El verdadero lector no busca en los libros lo que le halaga o confirma, sino lo que le niega y disloca: busca lo que no tiene.

Leer es tirar los dados de nuevo. “Las músicas oídas son dulces, pero / más dulces son las no oídas”, escribe John Keats en su poema Sobre una urna griega. Leer es rezar al jorobadito para que aparezca y lo ponga todo patas arriba. No dar nada por hecho, ni siquiera que la cartera que dejamos al acostarnos en la mesilla vaya a estar por la mañana en el mismo lugar. Porque ¿acaso somos dueños de algo? ¿Lo somos de nuestras vidas y deseos? Un mundo abierto, poblado de encuentros inesperados y locas canciones, un mundo sin cosas es lo que nos promete el jorobadito. Por eso es importante que lo recemos cada noche, aun sabiendo que su visita nos complicará la vida. Tal gentuza es la verdadera pandilla de nuestro ángel de la guarda.

Gustavo Martín Garzo, La oración del jorobadito, El País, 09/02/2014

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