La filosofia com assignatura i les necessitats del mercat.
Últimamente los ciudadanos catalanes invierten tantas energías en el denominado proceso, que ya ni resuello les queda para atender a ninguna otra cuestión. Así, de la llamada ley Wert solo parece haberse reparado por aquí en el asunto de la lengua y de la confesada voluntad españolizadora del ministro, dejando de lado la concepción que en dicha ley subyace de la función de las instituciones educativas, así como, más en general, la concepción de la sociedad que parece inspirarla. El tratamiento dispensado a la filosofía puede servir bien para ilustrar el contenido de ambas concepciones. No se trata, advirtámoslo, de apuntarse a ninguna concepción conspirativa del mundo y atribuirle al poder una profunda animadversión hacia cuanto huela a filosófico. En el fondo, todo es más lógico: ante lo que estamos es ante un profundo desdén.
El desdén resulta lógico porque parece claro que nuestras autoridades
educativas mantienen una concepción de lo educativo extremadamente
técnico-instrumental (no les importa otra cosa que no sea la adecuación
de los programas de estudio al mercado de trabajo). De hecho, el propio
Wert llegó a hacer recientemente unas declaraciones en las que
consideraba espurias a la hora de elegir una carrera (y, por tanto,
decidir a qué se quiere dedicar alguien en la vida) motivaciones tales
como la pasión por una disciplina, la vocación, el deseo de enriquecer
la propia tradición o similares. Lo que debía primar, según él, eran lo
que denominaba “las necesidades de la sociedad” (esto es, del sistema
económico).
Bien mirado, hubiera sido mejor hipótesis (al menos por más
consoladora) la de que semejante desdén escondiera alguna suspicacia o
temor ante el pensamiento. En tal caso, se estaría reconociendo la
capacidad subversiva que puede tener el pensar, su vocación de
radicalidad, esto es, de ir a la raíz y no contentarse con lo que hay
simplemente porque es lo único que parece haber. Pero mucho me temo que
el desdén por la filosofía no es el del temeroso sino, por el contrario,
el del presuntuoso que cree disponer del criterio más potente desde el
punto de vista del conocimiento (no hay mayor manifestación de su
fortaleza que el complejo científico-técnico) y, sobre todo, del más
práctico desde el punto de vista de la realidad del mundo actual.
¿Significará algún tipo de catástrofe la prevista degradación de la asignatura de Filosofía al rango, casi residual, de una maría?
No mucho mayor que otras catástrofes a las que venimos asistiendo desde
hace tiempo. Por lo pronto, hay que decir que aquellos que se vean
privados de su conocimiento con absoluta seguridad no experimentarán
ninguna sensación de vacío, ni les invadirá una profunda tristeza.
Desafortunadamente, la ignorancia nunca es una página en blanco (en tal
caso, tendría algo de inocente). El ignorante sustituye el conocimiento
del que carece por los tópicos dominantes en cada época: en la nuestra,
por ejemplo, los que se han impuesto son los que identifican valor con
precio o sociedad con mercado, y ante ellos se pliegan dócil y
acríticamente tanto quienes hoy nos mandan como gran parte de los que
obedecen.
En cambio, y por paradójico que pueda parecer, la conciencia de la
ignorancia (y, por tanto, la avidez por saber) solo se alcanza a través
del conocimiento, que nos va proporcionando poco a poco la medida de
nuestro oceánico desconocimiento y desemboca de manera inevitable en el
socrático “solo sé que no sé nada”.
Mucho me temo que con quienes nos las tendremos que ver cada vez más
en el futuro será con esos específicos ignorantes que, como bien los
describiera Machado, “desprecian cuanto ignoran”. El escenario de la
vida social acabará completamente ocupado por esos nuevos bárbaros,
ajenos a cualquier forma de ignorancia culpable (a la que le pesara el
no saber) y abandonados por completo a una ignorancia autosuficiente, a
una ignorancia resabiada, si se me permite el aparente oxímoron. Los
conocemos porque ya están entre nosotros. Son esos individuos incapaces
de sospechar de lo que se ve y, por lo mismo, incapaces de indignarse
ante el dolor ajeno, al que tienden a considerar un imponderable del
orden social existente y al que, como mucho, solo están dispuestos a
aplicar el bálsamo de alguna volátil forma de compasión. Frente a esto,
la filosofía no nos garantiza que vayamos a ser mejores pero, en todo
caso y por definición, nos hace más cautos, recelosos y precavidos.
Menos seguros de nosotros mismos, si se prefiere. Valdrá la pena
reiterarlo: aprender filosofía es aprender a asombrarse, esto es, a no
dar nada por descontado, a cuestionarse lo que la inmensa mayoría tiende
a considerar obvio, a enfrentarse, en definitiva, a ese abrasivo “ya se
sabe” con el que a todo responden aquellos que nada saben en realidad.
Lo que el filósofo ofrece a sus conciudadanos es una humilde ayuda para
evitar esos consoladores espejismos del espíritu, que, a poco que nos
descuidemos, terminan mutando en patologías del alma. Porque el asombro
más importante, el verdaderamente radical, es el asombro ante el
desorden del mundo. Y, a fin de cuentas, ¿qué es la indignación sino la
expresión airada del asombro moral?
Manuel Cruz, La filosofía o las lecciones del asombro, El País, 09/02/2014
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