El teorema de Quesnay.
François Quesnay |
Una reflexión sobre el destino de la democracia el día de hoy en Atenas*
es, de alguna manera, inquietante, porque nos obliga a pensar el fin de
la democracia en el mismo lugar donde nació. De hecho, la hipótesis que
me gustaría proponer es que el paradigma gubernamental que prevalece
hoy en Europa no solamente no es democrático, sino que tampoco puede ser
considerado como político. Así pues, intentaré mostrar que la sociedad
europea ha dejado de ser actualmente una sociedad política: es algo
completamente nuevo, para lo que carecemos de una terminología apropiada
y que por tanto nos obliga a inventar una nueva estrategia.
Quisiera comenzar con un concepto que parece haber remplazado, a partir
de septiembre de 2001, cualquier otra noción política: la seguridad.
Como sabemos, la formula “por razones de seguridad” funciona hoy en
cualquier dominio, desde la vida cotidiana hasta los conflictos
internacionales, como una contraseña para imponer medidas que la gente
no tiene por qué aceptar. Yo quisiera mostrar que el verdadero propósito
de las medidas de seguridad no es, como se asume actualmente, prevenir
peligros, dificultades o incluso catástrofes. Por consiguiente,
considero conveniente llevar a cabo una breve genealogía del concepto de
“seguridad”.
Una forma posible de trazar tal genealogía sería inscribir su origen y
su historia dentro del paradigma del estado de excepción. Desde esta
perspectiva, podemos rastrearla en el principio romano salus publica suprema lex, la seguridad pública es la ley más alta, y conectarla con la dictadura romana, con el principio canónico la necesidad no reconoce ninguna ley, con los comités de salut publique
durante la Revolución Francesa y, finalmente, con el artículo 48 de la
República de Weimar, que fue el fundamento jurídico del régimen nazi.
Dicha genealogía es ciertamente posible, pero no creo que pueda explicar
realmente el funcionamiento de los dispositivos y las medidas de
seguridad que conocemos hoy. Mientras que el estado de excepción
inicialmente se concibió como una medida provisional, cuyo propósito era
hacer frente a un peligro inmediato con el fin de restaurar la
situación normal, las razones de seguridad constituyen hoy en día una
tecnología permanente de gobierno. Cuando en 2003 publiqué un libro en
el que intenté mostrar precisamente cómo el estado de excepción se
estaba volviendo un sistema normal de gobierno en las democracias
occidentales, no me pude imaginar que mi diagnóstico resultaría tan
certero. El único precedente claro era el régimen nazi. Cuando Hitler
tomó el poder en febrero de 1933, proclamó inmediatamente un decreto
suspendiendo los artículos de la constitución de Weimar sobre las
libertades personales. El decreto nunca fue revocado, por lo que es
posible considerar el Tercer Reich como un estado de excepción que duró
doce años.
Lo que sucede hoy es completamente distinto. Un estado de excepción no
está declarado formalmente y vemos en su lugar que vagas nociones
no-jurídicas —como la de “razones de seguridad”—
son usadas para instaurar un estado estable de emergencia paulatina y
ficticia sin ningún peligro claramente identificable. Un ejemplo de
tales nociones no-jurídicas que son usadas como una emergencia que
produce factores, la podemos encontrar en el concepto de “crisis”.
Además del significado jurídico de sentencia en un juicio, dos
tradiciones semánticas convergen en la historia del término que, como
ustedes saben, proviene del verbo griego crino: una médica y otra teológica. En la tradición médica, crisis
significa el momento en que el doctor tiene que juzgar, decidir, si el
paciente morirá o sobrevivirá. El día o los días en que esta decisión es
tomada son llamados crisimoi, los días decisivos. En la teología, crisis
es el Juicio Final pronunciado por Cristo al final de los tiempos. Como
pueden ver, lo que es esencial en ambas tradiciones es la conexión con
un cierto momento en el tiempo. En el uso contemporáneo de este término,
esta conexión es precisamente lo que queda abolido. La crisis, el
juicio, es separado de su índice temporal, y coincide ahora con el curso
cronológico del tiempo, de tal forma que, no solamente en la economía y
la política, sino en todo aspecto de la vida social, la crisis coincide
con la normalidad y deviene, de esta manera, una mera herramienta de
gobierno. Consiguientemente, la capacidad de decisión definitiva
desaparece, mientras que el continuo proceso de toma de decisión no
decide nada. Para ponerlo en términos paradójicos, podríamos decir que,
teniendo que enfrentar un estado continuo de excepción, el gobierno
tiende a tomar la forma de un perpetuo coup d’état. Por cierto,
esta paradoja sería una descripción precisa de lo que sucede en Grecia
al igual que en Italia, donde gobernar significa llevar a cabo una
continua serie de pequeños coups d’état. El actual gobierno de Italia no es legítimo.
Es por esta razón que pienso que, para poder entender la peculiar
gubernamentalidad en la cual vivimos, el paradigma del estado de
excepción no es del todo adecuado. Es por esto que voy a seguir la
sugerencia de Michel Foucault e indagaré en el origen del concepto de
seguridad en los comienzos de la economía moderna, a partir de François
Quesnay y los fisiócratas, cuya influencia en la gubernamentalidad
moderna no podría ser sobreestimada. Comenzando con el Tratado de
Westfalia, los grandes Estados absolutistas europeos comenzaron a
introducir en su discurso político la idea de que el soberano tiene que
encargarse de la seguridad de sus súbditos. Sin embargo, Quesnay es el
primero en establecer la seguridad (sureté) como la noción central en la teoría de gobierno; y esto de una manera particular.
Uno de los principales problemas que los gobiernos tuvieron que
enfrentar en su momento fue el problema de las hambrunas. Antes de
Quesnay, la metodología tradicional intentaba prevenir las hambrunas
mediante la creación de graneros públicos y limitando la exportación de
cereales. Ambas medidas tuvieron efectos devastadores para la
producción. La idea de Quesnay era la de revertir este proceso: en lugar
de intentar prevenir las hambrunas, propuso dejar que ocurrieran para
así gobernarlas una vez ocurridas, liberalizando el intercambio interno y
externo. “Gobernar” retiene aquí su significado cibernético
etimológico: un buen kybernes, un buen piloto, no es capaz de
evadir tempestades, pero, si la tempestad ocurre, debe ser capaz de
gobernar su embarcación, utilizando la fuerza de las olas y los vientos
para navegar. Éste es el significado del famoso lema “laisser faire,
laissez passer”: no sólo es la clave del liberalismo económico, sino que
también es el paradigma de gobierno que concibe la seguridad (sureté,
en palabras de Quesnay) no como la prevención de problemas, sino más
bien como la habilidad para gobernar y guiar aquéllos por un buen camino
una vez que han ocurrido.
No debemos ignorar las implicaciones filosóficas de esta inversión.
Constituye una transformación epocal de la idea misma de gobierno, que
trastorna la relación jerárquica tradicional entre las causas y los
efectos. Ya que gobernar las causas es difícil y costoso, es más seguro y útil intentar gobernar los efectos. Me gustaría sugerir que este teorema de Quesnay es el axioma de la gubernamentalidad moderna. El Ancien Régime
aspiraba a gobernar las causas; la modernidad pretende controlar los
efectos. Y este axioma se aplica en todos los dominios: desde la
economía hasta la ecología, desde la política exterior y militar hasta
las medidas internas de seguridad. Debemos asumir que los gobiernos
europeos de hoy han cedido en el intento de gobernar las causas; ahora
sólo buscan gobernar los efectos. El teorema de Quesnay hace
comprensible algo que de otra manera sería inexplicable: me refiero a la
convergencia paradójica en el presente de un paradigma liberal absoluto
en la economía, con un paradigma igualmente absoluto y sin precedentes
de control estatal y policial. Si el gobierno apunta a los efectos y no a
las causas, se verá obligado a extender y multiplicar los controles.
Las causas exigen ser conocidas, mientras que los efectos sólo pueden
ser considerados y controlados.
Una importante esfera en donde este axioma opera es el de los
dispositivos de seguridad biométricos, que invaden cada vez con mayor
fuerza todos los aspectos de la vida social. Cuando las tecnologías
biométricas aparecieron por vez primera en el siglo XVIII, en Francia
con Alphonse Bertillon, y en Inglaterra con Francis Galton, el inventor
de las huellas digitales, obviamente no buscaban prevenir el crimen,
sino solamente reconocer a los delincuentes reincidentes. Sólo cuando el
crimen ocurre por segunda ocasión, la información biométrica puede ser
usada para identificar al criminal.
Las tecnologías biométricas que fueron inventadas para los criminales
reincidentes, permanecieron por mucho tiempo como su privilegio
exclusivo. En 1943, el Congreso de los Estados Unidos seguía rechazando
el Citizen Identificacion Act, que pretendía introducir para cada ciudadano un carnet de identidad [Identity Card]
con huellas digitales. Sin embargo, por una cierta fatalidad o ley no
escrita de la modernidad, las tecnologías que habían sido inventadas
para animales, criminales, extranjeros o judíos, finalmente se harían
extensivas a todos los seres humanos. De ahí que en el curso del siglo
XX, las tecnologías biométricas hayan sido aplicadas a todos los
ciudadanos, y la fotografía métrica de Bertillon y las huellas digitales
de Galton sean usadas actualmente en todos los países para ID cards.
Pero el paso extremo tan sólo se ha tomado en nuestros días, y aún se
encuentra en proceso de realización. Con el desarrollo de nuevas
tecnologías digitales, con escáneres ópticos que pueden fácilmente
registrar no sólo las huellas digitales, sino también la retina o la
estructura del iris del ojo, los dispositivos biométricos tienden a
desplazarse más allá de las estaciones de policía y las oficinas de
migración hacia la vida cotidiana. En muchos países, el acceso a los
comedores estudiantiles o incluso a las escuelas está controlado por un
dispositivo biométrico sobre el cual el estudiante coloca simplemente su
mano. Las industrias europeas en este sector, que crece rápidamente,
recomiendan a los ciudadanos que se acostumbren a este tipo de controles
desde temprana edad. Este fenómeno es realmente preocupante, ya que las
comisiones europeas para el desarrollo de la seguridad (como la ESPR, European Security Research Program),
tienen como miembros permanentes a los representantes de las grandes
corporaciones de este sector, que son precisamente productores de
armamentos como Thales, Finmeccanica, EADS y BAE Systems, que se han
volcado al negocio de la seguridad.
Es fácil imaginar los peligros que representaría un poder que pudiera
tener a su disposición un acceso ilimitado a la información genética y
biométrica de todos sus ciudadanos. Con un poder así, el exterminio de
los judíos, que se llevó a cabo sobre la base de una documentación
incomparablemente menos eficiente, habría sido total e increíblemente
rápido. Pero no me detendré en este aspecto importante del problema de
la seguridad. Las reflexiones que me gustaría compartir con ustedes
tienen que ver, en cambio, con la transformación de la identidad
política y de las relaciones políticas que están inscritas en las
tecnologías de seguridad. Esta transformación es tan extrema que nos
podemos preguntar legítimamente no sólo si la sociedad en la que vivimos
sigue siendo democrática, sino también si esta sociedad puede seguir
siendo considerada como política.
Christian Meier ha mostrado cómo en el siglo V a. C., una transformación
conceptual de lo político tuvo lugar en Atenas, basada en lo que él
llama una “politización” (politisierung) de la ciudadanía. Hasta ese momento, la pertenencia a la polis
se definía por una serie de condiciones y de estatus social de distinta
índole —por ejemplo, pertenecer a la nobleza o a cierta comunidad
cultual, ser campesino o mercader, ser miembro de cierta familia, etc.— a
partir de ahí la ciudadanía se volvió el principal criterio de la
identidad social.
“El resultado fue una concepción griega específica de la ciudadanía, en
la que el hecho de que los hombres se comportaran como ciudadanos
fundaba una forma institucional. La pertenencia a comunidades religiosas
o económicas fue desplazada a un segundo plano. Los ciudadanos de una
democracia se consideraban a sí mismos como miembros de la polis, siempre y cuando se dedicaran a la vida política. Polis y politeia,
ciudad y ciudadanía se constituían y se definían mutuamente. La
ciudadanía se volvió así una forma de vida, mediante la cual la polis se constituyó en un dominio claramente distinto del oikos,
la casa. La política se transformó, entonces, en un espacio público
libre, que como tal se oponía al espacio privado, entendido como el
reino de la necesidad”. De acuerdo con Meier, este proceso
específicamente griego de politización fue transferido a la política
occidental, donde la ciudadanía permaneció como un elemento decisivo.
La hipótesis que me gustaría proponerles es que este factor político
fundamental ha entrado en un proceso irrevocable que tan sólo podemos
definir como un proceso de creciente despolitización. Lo que en un
principio fue una manera de vivir, una condición esencial e
irreduciblemente activa, se ha convertido en nuestros tiempos en un
estatuto jurídico puramente pasivo, en el que la acción e inacción, lo
privado y lo público, se vuelven progresivamente borrosos e
indistinguibles. Este proceso de despolitización de la ciudadanía es tan
evidente que no hace falta detenerse en ello.
Intentaré mostrar, en cambio, cómo el paradigma de la seguridad y los
dispositivos de seguridad han jugado un papel decisivo en este proceso.
La creciente extensión a los ciudadanos de las tecnologías que fueron
concebidas para los criminales tiene consecuencias inevitables en la
identidad política del ciudadano. Por primera vez en la historia de la
humanidad, la identidad deja de ser una función de la personalidad
social basada en el reconocimiento de los otros, siendo ahora una
función de los datos biológicos, que no pueden soportar ninguna relación
con ella, como los arabescos de las huellas digitales o la doble hélice
del ADN. La cosa más neutral y privada se transforma en el factor
decisivo de la identidad social, y la identidad social pierde de esta
manera su carácter público.
Si mi identidad está determinada ahora por hechos biológicos, que de
ninguna forma dependen de mi voluntad y sobre las cuales no tengo ningún
control, entonces la construcción de algo como una identidad política y
ética se vuelve problemática. ¿Qué relación puedo establecer con mis
huellas digitales o con mi código genético? La nueva identidad es una
identidad sin la persona, por así decirlo, en la que el espacio político
y ético pierde su sentido y exige pensarse nuevamente desde cero.
Mientras que el ciudadano griego era definido mediante la oposición
entre lo privado y lo público, el oikos, como el lugar de la vida reproductiva, y la polis,
como espacio de la acción política, el ciudadano moderno parece en
cambio entrar en una zona de indiferencia entre lo privado y lo público,
o, para ponerlo en términos de Hobbes, entre el cuerpo físico y el
cuerpo político.
La materialización en el espacio de esta zona de indiferencia es la
videovigilancia de las calles y las plazas de nuestras ciudades. Aquí
tenemos nuevamente un dispositivo que fue concebido para las prisiones
que ha sido extendido al espacio público. Pero es evidente que un
espacio público videograbado deja de funcionar como un agora,
convirtiéndose en un híbrido entre público y privado, una zona de
indiferencia entre la prisión y el foro. Esta transformación del espacio
político es ciertamente un fenómeno complejo, que involucra una
multiplicidad de causas, y entre éstas el nacimiento del biopoder ocupa
un lugar central. La primacía de la identidad biológica sobre la
identidad política está claramente vinculada con la politización de la
nuda vida en los Estados modernos. Pero no hay que descartar que la
equiparación de la identidad social con la identidad corporal comenzó
con el intento de identificar a los criminales reincidentes. No hay que
asombrarse si hoy la relación normal entre el Estado y sus ciudadanos se
define por la sospecha, el registro y control policiales. El principio
no dicho que gobierna nuestra sociedad puede formularse de la siguiente
manera: todo ciudadano es un terrorista potencial. Pero, ¿en qué
acaba un Estado que se rige bajo este principio? ¿Podemos todavía
definirlo como un Estado democrático? ¿Podemos incluso considerar que
sigue siendo algo político? ¿En qué clase de Estado vivimos hoy?
Como ustedes probablemente sepan, Michel Foucault en su libro Surveiller et punir, así como en sus cursos en el Collège de France, esbozó una clasificación tipológica de los Estados modernos. Él muestra cómo el Estado del Ancien Régime, que él llama Estado soberano o territorial y cuyo lema era faire mourir et laisser vivre, evoluciona progresivamente en un Estado poblacional y en un Estado disciplinario, cuyo lema es invertido ahora en faire vivre et laisser mourir, haciéndose cargo de la vida de los ciudadanos para producir cuerpos sanos, manejables y bien ordenados.
El Estado en el cual vivimos hoy ya no es un Estado disciplinario.
Gilles Deleuze sugirió llamarlo “État de controle”, Estado de control,
ya que lo que busca no es ordenar ni imponer disciplina, sino más bien
gestionar y controlar. La definición de Deleuze es correcta, porque
gestión y control no necesariamente coinciden con orden y disciplina.
Ningún ejemplo es más claro que el de aquel oficial de la policía
italiana quien, luego de los disturbios en Génova en julio del 2001,
declaró que el gobierno no quiere que la policía mantenga el orden, sino
que gestione el desorden.
Los politólogos norteamericanos que han intentado analizar las transformaciones constitucionales del Patriot Act en las leyes promulgadas luego de septiembre de 2001, prefieren hablar de un Security State. ¿Pero qué significa seguridad en este contexto? Fue durante la Revolución Francesa que la noción de seguridad —sureté,
como solían decir— se asoció a la definición de policía. Las leyes del
16 de marzo de 1791 y del 11 de agosto de 1792 introducen así en la
legislación francesa la noción de “police de sureté” (policía de
seguridad), que inevitablemente tendrá una larga historia en la
modernidad. Si uno lee los debates que precedieron a la votación de
estas leyes, uno constata que la policía y la seguridad se definen
mutuamente, aunque ninguno de los oradores (Brissot, Hérault de
Séchelle, Gensonné) pudo definir esas categorías por sí solas.
Los debates se concentraron en la situación de la policía con respecto a
la justicia y al poder judicial. Gensonné sostiene que éstos son “dos
poderes distintos y separados”; y, sin embargo, mientras que la función
del poder judicial es clara, se vuelve imposible definir el papel que
juega la policía. Un análisis de este debate muestra que el lugar y la
función de la policía es indecidible, y debe permanecer indecidible, ya
que si realmente fuera absorbido en el poder judicial, la policía
dejaría de existir. Éste es el poder discrecional que aún hoy define la
acción del oficial de policía, quien, ante una situación concreta de
peligro que atente contra la seguridad pública, actúa, por decirlo así,
como un soberano. Pero, incluso cuando éste ejercita su poder
discrecional, no está tomando realmente una decisión, ni prepara, como
es indicado por lo general, la decisión última del juez. Cada decisión
tiene que ver con las causas, mientras que la policía actúa sobre los
efectos, los cuales son por definición indecidibles.
El nombre de este elemento indecidible ya no es en la actualidad, como
lo fue en el siglo XVII, “raison d’État”, razón de Estado: ahora es más
bien “razones de seguridad”. El Estado de Seguridad es un Estado
policial: pero, nuevamente, en la teoría jurídica la policía es una
especie de hoyo negro. Lo único que podemos decir es que en la así
llamada “Ciencia de la policía” que apareció primero en el siglo XVIII,
la “policía” se remite a su etimología griega “politeia”, oponiéndose
como tal a la “política”. Es sorprendente, no obstante, observar que
Policía coincide ahora con su verdadera función política, mientras que
el término política [politics] es reservado a la política [policy] exterior. Fue así que Von Justi, en su tratado Policey Wissenschaft, llama Politik a la relación de un Estado con otros Estados, mientras que llama Polizei
a la relación de un Estado consigo mismo. Merece la pena reflexionar
sobre esta definición: “La policía es la relación del Estado consigo
mismo”.
La hipótesis que me gustaría sugerir es la siguiente: al ponerse bajo el
signo de la seguridad, el Estado moderno ha abandonado la esfera de la
política para entrar a la tierra de nadie, cuyas geografía y fronteras
todavía desconocemos. El Estado de Seguridad, cuyo nombre parece remitir
a la ausencia de cuidados (securus de sine cura) debe,
por el contrario, alertarnos sobre los peligros que supone para la
democracia, ya que en él la vida política se ha vuelto imposible,
mientras que democracia significa precisamente la posibilidad de una
vida política.
No obstante, me gustaría concluir —o mejor dicho, detener simplemente mi
conferencia (en la filosofía al igual que en el arte ninguna conclusión
es posible, sólo puedes abandonar tu trabajo)— con algo que, por lo que
puedo ver ahora, es quizá el problema político más urgente. Si el
Estado que tenemos frente a nosotros es el Estado de Seguridad que
describí, tenemos que pensar nuevamente las estrategias tradicionales de
los conflictos políticos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué estrategia debemos
seguir?
El paradigma de Seguridad implica que cada disenso, cada intento más o
menos violento de derrocar su orden, se transforme en una oportunidad
para gobernarlos en una dirección provechosa. Esto es evidente en la
dialéctica que une estrechamente al terrorismo y al Estado en un
interminable círculo vicioso. Comenzando con la Revolución Francesa, la
tradición política de la modernidad ha concebido los cambios radicales
en la forma de un proceso revolucionario que actúa como el pouvoir constituant,
el “poder constituyente” de un nuevo orden institucional. Considero que
tenemos que abandonar este paradigma e intentar pensar algo así como
una puissance destituante, una “potencia puramente destituyente” que no puede ser capturada en la espiral de la seguridad.
Una potencia destituyente de este tipo es lo que Walter Benjamin tiene en mente en su ensayo Para una crítica de la violencia
cuando intenta definir una violencia pura capaz de “romper la falsa
dialéctica de la violencia fundadora de derecho y la violencia
conservadora de derecho”, ejemplificada en la huelga general proletaria
de Sorel. “Sobre la ruptura de este ciclo —escribe hacia el final del
ensayo— sostenido por las formas míticas de la ley, sobre la destitución
de la ley con todas las fuerzas de las cuales depende, finalmente, por
tanto, sobre la abolición del poder del Estado, se funda una nueva época
histórica”. Mientras que un poder constituyente destruye la ley sólo
para recrearla en una nueva forma, la potencia destituyente, en la
medida en que depone una vez por todas la ley, puede abrir una verdadera
época histórica nueva.
Pensar tal potencia puramente destituyente no es una tarea fácil.
Benjamin escribió alguna vez que nada es tan anárquico como el orden
burgués. En este mismo sentido, Pasolini en su ultima película hace que
uno de los cuatros amos de Salò le diga a sus esclavos: “la verdadera
anarquía es la anarquía del poder”. Es justamente porque el poder se
constituye a sí mismo a través de la inclusión y la captura de la
anarquía y la anomia, que se dificulta tanto tener un acceso inmediato a
estas instancias, que se vuelve tan difícil pensar hoy en día en algo
como una verdadera anarquía o una verdadera anomia. Considero que una
praxis que exitosamente expusiera claramente la captura de la anarquía y
la anomia en las tecnologías de gobierno de Seguridad, podría actuar
como una potencia puramente destituyente. Una nueva dimensión política
verdadera deviene posible sólo cuando podemos captar y deponer la
anarquía y la anomia del poder. Pero ésta no es meramente una tarea
teorética: implica, antes que nada, el redescubrimiento de una
forma-de-vida, el acceso a una nueva figura de esa vida política cuya
memoria el Estado de Seguridad trata de cancelar a toda costa.
* For a theory of destituent power,
conferencia pública en Atenas el 16 de noviembre de 2013, organizada
por Instituto Nicos Poulantzas y Juventud SYRIZA. Retomo la traducción
de Gerardo Muñoz y Pablo Domínguez Galbraith, pero con diversas
modificaciones, especialmente considerando los conceptos italianos y
franceses con los que se expresa usualmente Agamben pero que en esta
ocasión tuvo que cambiar para hablar en inglés.
Comentaris