La història de la idea de l'evolució.
Si bien se pueden buscar antecedentes en la antigua Grecia,
el hecho cierto es que lo que hoy llamamos evolución en biología, la
idea de que todos los seres vivos provienen de un antepasado común y que
la diversidad de especies se debe a cambios heredados en las
poblaciones en sucesivas generaciones, se debatió por primera vez,
aunque no exactamente en estos términos, durante la segunda mitad del
siglo XVIII.
La palabra “evolución”, sin embargo, ya se venía empleando desde el
siglo XVII para referirse al desarrollo embrionario del individuo, sin
referencia alguna a la herencia. En este sentido “evolución” significaba
habitualmente el desarrollo de partes preexistentes en el embrión, tal y
como lo concebían los seguidores del preformismo. Ocasionalmente, los que apoyaban la teoría contraria, el epigenetismo,
usaban el término para referirse a lo que ellos concebían que era la
adición sucesiva de partes nuevas al desarrollo individual.
Es a partir de la mitad del siglo XVIII cuando, tanto conjuntamente
con las hipótesis embriológicas como independientemente de ellas, varios
filósofos naturales comienzan a formular hipótesis que tienen en común
una concepción dinámica de la historia del universo, de la Tierra y de
la vida, en oposición al concepto imperante de una naturaleza estática y
acabada (estasis). La estasis comenzó a partir de ese momento a ser
considerada cada vez más, y por esto mismo atacada de vez en cuando,
como la posición típica y definitoria de las religiones occidentales
principales.
La Ilustración produjo una renovación de estas concepciones dinámicas
de la naturaleza: en astronomía mediante intentos de usar las leyes
newtonianas para, además de describir su funcionamiento, explicar la
historia del sistema planetario (Georges-Louis de Buffon, Immanuel Kant, Pierre-Simon de Laplace); en las geociencias por la aparición de distintas pruebas de que la Tierra es mucho más antigua de lo que se creía (Buffon, James Hutton);
y en las ciencias de la vida por una posible temporalización del
sistema tradicionalmente estático de clasificación de los seres vivos (Charles Bonnet, Jean-Baptiste Robinet),
por intentos de encontrar explicaciones materialistas al origen de la
vida, a la generación, a la herencia, al desarrollo y al cambio de las
estructuras orgánicas (Benoît de Maillet, Pierre de Maupertuis, Erasmus Darwin), por la observación ocasional de variabilidad en las especies (Carl Linæus) y por la transposición de la noción de desarrollo embrionario a toda la historia de la vida en la Tierra (Carl Friedrich Kielmeyer).
Entre 1802 y 1820 Jean-Baptiste Lamarck
combinó varios de estos temas para producir la primera hipótesis
sistemática, si bien no siempre clara, del cambio orgánico (en esos años
la palabra “evolución” en su significado actual sólo está documentada
en los trabajos de Julien-Joseph Virey). Alrededor de 1830 Étienne e Isidore Geoffroy Saint-Hilaire desarrollaron y popularizaron las ideas de Lamarck. Charles Lyell
discutió las ideas de Lamarck desde un punto de vista crítico en sus
textos geológicos de comienzos de los años treinta del XIX, donde usaba
evolución en su sentido actual por primera vez en lengua inglesa. Estos
libros de Lyell fueron estudiados en profundidad por Charles Darwin. Las ideas lamarckianas, combinadas con especulaciones sobre el desarrollo embrionario y la hipótesis nebular aparecieron recogidas en Vestiges of the natural history of creation (1844) de Robert Chambers,
un libro dirigido al público en general que fue el primero en difundir
las ideas evolutivas en los países de habla inglesa, preparando el
terreno para la recepción posterior de la obra de Darwin.
Desde 1859 On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life
de Charles Darwin atrajo una atención enorme sobre la posibilidad de
que todas las especies derivasen de una (o unas pocas) forma de vida.
Tanto en los círculos científicos, como en los periodísticos y a nivel
popular la cuestión a debatir era la “evolución”. Darwin evitaba esta
palabra, optando por “descendencia con modificación”. Tanto el filósosfo
Herbert Spencer
como otros tantos seguidores de Darwin se decantaban claramente por
“evolución”, y no ocultaban que su preferencia se basaba en sus
profundas implicaciones para una visión de la naturaleza que ponía el
énfasis en el cambio gradual y progresivo como resultado de la
competencia por la supervivencia y la reproducción. Visión que además la
mayor parte de las veces era secularizada y que englobaba tanto a la
humanos como a sus sociedades y al universo en su conjunto.
La explicación dada por Darwin al cambio evolutivo, la teoría de la
selección natural (darwinismo) se encontró con una fuerte oposición
incluso entre científicos con amplios conocimientos biológicos. Este
tipo de desacuerdos resultaron en un final de siglo XIX en el que los
investigadores estaban más preocupados por encontrar “eslabones
perdidos” (olvidando en cierto modo lo que significan gradual y
progresivo) en el registro fósil que un consenso respecto a las causas
de la evolución. Alrededor de 1900, entre otras hipótesis, el
darwinismo, el neolamarckismo y la ortogénesis competían como explicaciones del cambio evolutivo.
Tras el redescubrimiento de las leyes de Mendel en 1900, se necesitaron cuatro décadas para construir el consenso alrededor de lo que se denomina síntesis evolutiva moderna o neodarwinismo,
que combina el concepto de Darwin de selección natural con la genética.
Desde los años cuarenta del siglo XX la inmensa mayoría de los
científicos cuando hablan de evolución se refieren a la evolución
neodarwinista.
Sin embargo, desde mediados de los años sesenta empezaron a
incorporarse nuevas aproximaciones al estudio de la evolución biológica,
incorporando herramientas y conceptos provenientes de la ecología
evolutiva, la paleontología y, muy especialmente, de la biología
molecular. El estudio del cambio evolutivo a nivel molecular se ha
convertido en un importante campo de investigación, y los resultados han
llevado a veces a conclusiones que se apartan de los conceptos
evolutivos principales.
Así, el hecho de que la variación genética, algunas veces, no esté
correlacionada con el éxito reproductivo y la evolución adaptativa (y,
por tanto, parezca “neutral” con respecto a la selección natural) llevó a
algunos biólogos, como Motō Kimura, a desarrollar a comienzos de 1964 la teoría neutralista de la evolución molecular. La teoría afirma que buena parte del cambio evolutivo observado a nivel molecular ocurre por una deriva genética aleatoria, independiente de la selección natural.
Otro ejemplo lo cosntituyen Niles Eldredge y Stephen Jay Gould que
se centraron en el registro fósil y el proceso de especiación. Esto les
llevó a comenzar en 1972 el desarrollo de la hipótesis del equilibrio puntuado,
que se aparta del concepto neodarwiniano de que el cambio evolutivo es
gradual y continuo. La hipótesis afirma que la historia de muchas
estirpes de fósiles muestra largos períodos de poco cambio morfológico
(llamados estasis) alternados con periodos breves de cambios rápidos
asociados a fenómenos de especiación.
Desde los años sesenta del siglo XX, el interés en la cuestión de la
evolución de la especie humana tomó nuevo impulso. El hallazgo de nuevos
especímenes fósiles, al comienzo en África, pero después en Asia (Flores, Denisova) o Europa (Atapuerca); el estudio del ADN mitocondrial,
lo que permite la datación de las ramas más recientes del árbol
familiar humano; y la valoración estadística de la variación genética,
que permite evaluar la interacción entre rasgos biológicos y culturales
en las poblaciones humanas debida a las migraciones, han conseguido y
consiguen portadas de prensa, popular y científica.
César Tomé López, De la evolución, Cuaderno de Cultura Científica, 11/02/2014
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