La responsabilitat de Marx.
Karl Marx by Vicente Martí |
En muchos sentidos, sugiere Jonathan Sperber, Marx fue “un personaje anclado en el pasado”, y su visión del futuro se basaba en condiciones totalmente distintas de las que prevalecen hoy:
La consideración de Marx como un hombre contemporáneo con unas ideas que han configurado el mundo moderno ha seguido su curso y ha llegado el momento de entenderlo de otro modo: como una figura de una época histórica pretérita, cada vez más alejada de la nuestra: fue la época de la Revolución francesa, de la filosofía de Hegel, de la primera industrialización inglesa y de la economía política que emanó de ella.
El objetivo de
Sperber es presentar a Marx como lo que realmente fue: un pensador
decimonónico empapado de las ideas y los acontecimientos de su tiempo.
Si se ve a Marx de esta forma, muchas de las disputas que se produjeron
en el siglo pasado en torno a su legado nos parecerán estériles e
incluso irrelevantes. Hacer “responsable intelectualmente” a Marx, en
cualquier sentido, del comunismo del siglo XX parecerá totalmente
equivocado, lo mismo que defenderlo como un demócrata radical, puesto
que ambas aseveraciones “proyectan sobre el siglo XIX polémicas
posteriores”.
Marx comprendió, ciertamente, algunos rasgos
cruciales del capitalismo; pero se trata de “los rasgos del capitalismo
de las primeras décadas del siglo XIX”, y no del capitalismo muy distinto que toma forma a principios del siglo XXI.
De nuevo, aunque buscaba una nueva forma de sociedad humana que había
de venir al mundo tras el colapso del capitalismo, Marx no tenía una
concepción establecida sobre cómo sería esa sociedad. Querer encontrar
en él una visión de nuestro futuro, para Sperber, es tan erróneo como
culparlo de nuestro pasado.
Sperber, que usa como una de sus
fuentes principales la reciente edición de las obras de Marx y Engels,
comúnmente conocida por su acrónimo alemán, mega, construye
una imagen de las ideas políticas de Marx que es didácticamente
distinta a la que han preservado las explicaciones habituales. Las
posturas que Marx adoptaba obedecían muy pocas veces a un compromiso
teórico preexistente con el capitalismo o el comunismo. A menudo
reflejaban sus actitudes ante los gobiernos europeos y sus conflictos, y
las intrigas y rivalidades en las que participaba como activista
político.
En ocasiones, la hostilidad que Marx sentía hacia los
regímenes reaccionarios de Europa lo condujo a extremos disparatados.
Fue un opositor ferviente a la autocracia rusa, hizo campaña para una
guerra revolucionaria contra Rusia en 1848-1849 y le consternó la
dubitativa gestión británica en la Guerra de Crimea. Marx denunció la
oposición a la guerra de los radicales ingleses más destacados y
argumentó que la ambigüedad de la política exterior inglesa se debía a
que el primer ministro, lord Palmerston, era un agente pagado por el zar
ruso y uno de los muchos traidores que se habían sucedido en el poder
de Inglaterra durante más de un siglo –una acusación que reiteró durante
varios años en distintos artículos de periódicos, reimpresos por su
hija Eleonor bajo el título de Historia de la diplomacia secreta en el siglo XVIII
Del
mismo modo, la lucha contra de Mijaíl Bakunin, su rival ruso, por el
control de la Asociación Internacional de los Trabajadores (ait)
reflejaba más el odio de Marx a la monarquía prusiana y a sus sospechas
de que Bakunin era un paneslavista con vínculos secretos con el zar que
su oposición al autoritarismo del anarquismo de Bakunin. Fueron estas
pasiones y animadversiones propias del siglo XIX las que
dieron forma a la vida política de Marx, no las colisiones ideológicas
que nos resultan familiares por la época de la Guerra Fría.
La
visión sutilmente revisionista de Sperber se extiende a lo que
comúnmente se consideran los postulados ideológicos definitivos de Marx.
Hoy, como a lo largo del siglo XX, la idea del comunismo
es inseparable de Marx, pero no siempre estuvo vinculado a ella. En su
primer texto después de asumir el puesto de editor del Rheinische Zeitung en 1842, Marx lanzó una áspera polémica en contra del principal periódico en Alemania, el Augsburg Allgemeine Zeitung,
por publicar artículos a favor del comunismo. No basaba su ataque en
argumentos sobre la inviabilidad del comunismo: era la idea misma lo que
refutaba. Lamentaba que “nuestras ciudades comerciales, que florecieron
en el pasado, ya no lo hacen”, y declaraba que el auge de las ideas
comunistas “había de derrotar nuestra inteligencia, conquistar nuestros
sentimientos”, en un proceso insidioso sin remedio claro. En cambio,
cualquier intento de introducir el comunismo podía atajarse fácilmente
con la fuerza de armas: “los intentos prácticos [de instaurar el
comunismo], e incluso los intentos masivos, se pueden responder a
cañonazos”. Como escribe Sperber: “El hombre que había de escribir el Manifiesto comunista apenas cinco años después ¡defendía el uso del ejército para reprimir un alzamiento de trabajadores comunistas!”
No
se trata de una anomalía aislada. En un discurso ante la Sociedad
Democrática de Colonia en agosto de 1848, Marx se refirió a la dictadura
revolucionaria de una sola clase como un “disparate”: una opinión tan
notablemente contraria a la que había expresado apenas seis meses antes
en el Manifiesto comunista que posteriores editores
marxistas-leninistas de sus discursos se negaron a aceptar su
autenticidad. Y, más de veinte años después, cuando comenzaba la guerra
franco-prusiana, también desdeñó como “disparate” toda noción sobre la
Comuna de París.
El Marx anticomunista es una figura poco
conocida, pero sin duda hubo ocasiones en las que compartió la opinión
de los liberales, los de su tiempo y los posteriores, de que el
comunismo (asumiendo que fuera viable) sería perjudicial para el
progreso humano. Y esto solo es un ejemplo de una verdad más general. A
pesar de sus aspiraciones y de los esfuerzos de generaciones de
discípulos, de Engels en adelante, las ideas de Marx nunca formaron un
sistema cohesionado. Una de las razones es la dispersión de su vida
productiva. Aunque solemos imaginar a Marx como el teórico encerrado en
la biblioteca del Museo Británico, la teoría fue solamente una de sus
vocaciones y rara vez su actividad principal:
Normalmente las actividades teóricas de Marx tenían que encontrar lugar entre otras actividades que consumían mucho más tiempo: la política de los émigrés, el periodismo, la ait, dar el esquinazo a los acreedores y las enfermedades graves o fatales que asolaron a sus hijos, a su esposa y, después de contraer una enfermedad de la piel en 1863, a él mismo. Con demasiada frecuencia, los esfuerzos teóricos de Marx se veían interrumpidos durante meses, o relegados a altas horas de la noche.
Pero,
si las condiciones de vida de Marx eran apenas compatibles con el
trabajo constante que requería la construcción de un sistema, el
carácter ecléctico de sus ideas presentaba un obstáculo todavía más
grande. Es un lugar común de la literatura el hecho de que tomó ideas
prestadas de muchas fuentes. La aportación de Sperber a la explicación
estándar del eclecticismo de Marx consiste en ahondar en el conflicto
entre su adhesión constante a la creencia hegeliana de que la historia
contiene una lógica de desarrollo y el compromiso con la ciencia que
Marx adquirió del movimiento positivista.
Al señalar la función intelectualmente formativa que tenía el positivismo a mediados del siglo XIX,
Sperber se revela como un guía eficaz dentro del mundo de las ideas en
que se movía Marx. El positivismo no ha obtenido reconocimiento entre
los historiadores de las ideas, sin duda porque, entre otras cosas,
ahora nos parece vergonzosamente reaccionario. Sin embargo, produjo un
cuerpo de ideas de enorme influencia. El positivismo arranca con el
socialista francés Henri de Saint-Simon (1760-1825), pero se desarrolla
integralmente con Auguste Comte (1798-1857), uno de los fundadores de la
sociología, y promovía una visión del futuro que todavía hoy resulta
dominante y poderosa. Comte afirmaba que la ciencia era el modelo de
todo tipo de conocimiento genuino y esperaba el tiempo en que las
religiones tradicionales desaparecieran, las antiguas clases sociales
fueran sustituidas y el industrialismo (término acuñado por Saint-Simon)
se reorganizara sobre la base de lo racional y armonioso, una
transformación que ocurriría a lo largo de una serie de fases evolutivas
similares a las que habían hallado los científicos en el mundo natural.
Sperber
nos cuenta que Marx describió el sistema filosófico de Comte como una
“mierda positivista”; pero había muchos paralelos entre la visión que
Marx y el positivismo tenían de la sociedad y la historia:
Pese a las distancias que Marx mantenía con esas doctrinas [positivistas], su propia imagen del progreso a través de fases de desarrollo histórico bien definidas y una división binaria de la historia humana entre una era temprana e irracional y otra posterior científica e industrial, contenía a todas luces elementos positivistas.
No sin
astucia, Sperber nota las similitudes fundamentales entre la
explicación de Marx sobre el desarrollo humano y la de Herbert Spencer
(1820-1903), quien (y no Darwin) inventó la expresión “supervivencia del
más apto” y la usó para defender el capitalismo laissez-faire.
Influido por Comte, Spencer dividió las sociedades humanas en dos
tipos: “la ‘militante’ y la ‘industrial’, la primera de las cuales
comprende todo el pasado preindustrial y precientífico, y la segunda que
destaca una nueva época en la historia del mundo”.
El mundo nuevo
que quería Spencer era una versión idealizada del primer capitalismo
victoriano, mientras que el de Marx, se suponía, debía llegar una vez
que el capitalismo fuese derrocado; pero en algo podían estar de
acuerdo: ambos esperaban “una nueva era científica, esencialmente
distinta de las anteriores”. Así concluye Sperber: “El día de hoy, quien
visite el cementerio de Highgate, al norte de Londres, podrá ver las
tumbas de Karl Marx y Herbert Spencer una frente a la otra, porque, pese
a todas la diferencias intelectuales de ambas figuras, no es una
yuxtaposición totalmente descabellada.”
Marx no solo extrajo del
positivismo su visión de la historia como un proceso evolutivo que había
de culminar en una civilización científica. También asimiló algo de la
teoría de los tipos raciales. El hecho de que Marx se tomara en serio
esta teoría podría asombrarnos, pero debemos recordar que muchos
pensadores decimonónicos –particularmente Herbert Spencer– eran devotos
de la frenología, y los positivistas creían desde hacía tiempo que, para
ser totalmente científico, el pensamiento social debía basarse
definitivamente en la fisiología.
Comte había identificado la raza
(al igual que el clima) como uno de los determinantes físicos de la
vida social. Y la filosofía de Comte había inspirado, en parte, el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas
(1853-1855), de Arthur de Gobineau, una defensa muy influyente de las
jerarquías innatas de la raza. Marx reaccionó contra el libro de
Gobineau con desdén, y no mostró señal alguna de creer en la
superioridad racial en su relación con su yerno Paul Lafargue, que era
de origen africano. (Su principal objeción al matrimonio era que
Lafargue carecía de una fuente de ingresos fiable.) Pero Marx no era
inmune a los estereotipos de su época. Su descripción del socialista
judío alemán Ferdinand Lassalle, que Sperber califica de “un estallido
terrible aun dentro de los parámetros del siglo XIX”, ejemplifica esa influencia:
Ahora me resulta del todo claro que, como demuestra la forma de su cabeza y su cabello, él [Lassalle] desciende de negros que se unieron a Moisés cuando se escapaba de Egipto (si es que su madre o su abuela paterna no se aparearon con un negro). Esta combinación de judío y alemán con la sustancia básica negroide debe dar un producto peculiar. La agresividad de este muchacho es también la de un negro.
Observa
Sperber que este pasaje demuestra que Marx tenía una “percepción no
racial de los judíos. La combinación de judío y alemán que Marx vio en
Lassalle era cultural y política”, no biológica. Pero, como prosigue
Sperber en su exposición, Marx llegó a referirse a los tipos raciales de
formas que sugieren que también estaban basados en la ascendencia
biológica. Al elogiar la obra del etnógrafo y geólogo francés Pierre
Trémaux (1818-1895), cuyo libro Los orígenes y la transformación del hombre y otros seres había
leído en 1866, Marx alabó su teoría sobre el papel de la geología en la
evolución animal y humana, pues era “mucho más importante y rica que
Darwin” porque aportaba “los fundamentos de la naturaleza” para la
nacionalidad y mostraba que “el tipo racial de negro común solo es la
forma degenerada de uno mucho más elevado”. Con estas observaciones,
dice Sperber:
Parecía que Marx oscilaba hacia una explicación biológica o geológica de las diferencias entre las nacionalidades, una concepción que, en todo caso, vinculaba la nacionalidad con la ascendencia, explicada en los términos de las ciencias naturales [...] otro ejemplo de la influencia que ejercieron en Marx las ideas positivistas sobre la importancia intelectual de las ciencias naturales.
La admiración de Marx a Darwin es bien conocida. Cuenta la leyenda que Marx ofreció dedicarle El capital
a Darwin. Sperber considera la historia “un mito que se ha refutado
repetidas veces, pero que resulta prácticamente imposible erradicar”,
puesto que Edward Aveling, el amante de una hija de Marx, Eleonor, fue
quien abordó a Darwin, sin éxito, para pedirle permiso y dedicarle un
volumen de divulgación que había escrito sobre la evolución. Pero no
cabe duda de que Marx miró con buenos ojos la obra de Darwin, que
consideraba –como apunta Sperber– “otro golpe intelectual a favor del
materialismo y el ateísmo”.
Menos conocidas son las profundas
diferencias entre Marx y Darwin. Si Marx pensaba que la obra de Trémaux
era “un avance muy importante respecto de Darwin”, era porque el
“progreso, meramente incidental en Darwin, en Trémaux es necesario por
ser el fundamento para las etapas de desarrollo en el cuerpo de la
Tierra”. En la época, prácticamente todos los seguidores de Darwin
creían que este había demostrado científicamente el progreso de la
naturaleza; pero, aunque a veces el propio Darwin era ambiguo al
respecto, esa nunca fue su visión fundamental. La teoría de la selección
natural de Darwin no dice nada de ninguna mejora –como Darwin dijo una
vez, cuando juzgamos a las abejas desde su propio punto de vista,
resultan más avanzadas que los humanos–, y una prueba de la penetrante
inteligencia de Marx es que, a diferencia de la gran mayoría de personas
que promovían la idea de la evolución, entendió que la idea del
progreso no estaba en el darwinismo. Pero, al igual que esa mayoría, era
emocionalmente incapaz de aceptar el mundo contingente que Darwin había
revelado.
Como solía decir Leszek Kołakowski, “Marx fue un
filósofo alemán.” La interpretación de la historia de Marx no deriva de
la ciencia, sino de la explicación metafísica de Hegel sobre el
despliegue del espíritu (Geist) en el mundo. Marx mantuvo el
fundamento material para la esfera de las ideas, pero puso patas arriba,
como es sabido, la filosofía de Hegel; en el tránsito de esta
inversión, la creencia de Hegel de que la historia es esencialmente un
proceso de evolución racional permanece en Marx como la concepción de
una sucesión progresiva de transformaciones revolucionarias. Este
proceso quizá no fuera estrictamente inevitable; la reincidencia en el
barbarismo era una posibilidad latente. Pero para Marx el desarrollo
pleno de las capacidades humanas seguía siendo el punto final de la
historia. Lo que él y tantos otros querían de la teoría de la evolución
era el apuntalamiento de la creencia en el progreso hacia un mundo
mejor, pero el logro de Darwin consistió en mostrar que la evolución
operaba sin distinguir ninguna dirección o estado final. Marx rechazó el
descubrimiento de Darwin, apelando, en su lugar, a las teorías de
Trémaux, improbables y merecidamente olvidadas en la actualidad.
Por haber situado a Marx íntegramente y por vez primera en su siglo, el XIX, la nueva biografía de Sperber será probablemente la definitiva durante muchos años.
Escrito con una prosa lúcida y elegante, el libro está cargado de
penetraciones biográficas e imágenes memorables, hábilmente entrelazadas
con un solvente cuadro de la Europa del siglo XIX y
profundos comentarios a las ideas de Marx. Se retratan vívidamente las
relaciones de Marx con sus padres y su herencia judía, sus años de
estudiante, sus siete años de noviazgo y luego su matrimonio con la hija
de un funcionario del gobierno prusiano no muy exitoso, y la larga vida
de pobreza sin desdoro y desorden bohemio que vino después.
Sperber
describe los varios oficios de Marx –en los que, según el autor, tuvo
más éxito como periodista radical y fundador de un periódico que como
organizador de la clase obrera– y analiza meticulosamente sus cambiantes
actitudes intelectuales y políticas. No cabe duda de que Sperber
acierta en presentar a Marx como una figura compleja y variable, inmersa
en un mundo ya lejano del nuestro. Que eso signifique que el
pensamiento de Marx es completamente irrelevante con respecto a los
conflictos y polémicas de los siglos XX y XXI es un asunto distinto.
El
argumento de que las ideas de Marx fueron parcialmente responsables de
los crímenes del comunismo y la convicción de que Marx comprendió rasgos
del capitalismo que todavía son importantes no se pueden desdeñar con
la facilidad que le gustaría a Sperber. Puede que Marx nunca pretendiera
nada que se pareciese al Estado totalitario que se creó en la Unión
Soviética: ni siquiera pudo haberle pasado por la cabeza. Y, aun así, el
régimen que surgió de la Rusia soviética fue el resultado de poner en
marcha una visión evidentemente marxista. Marx no se aferró a una sola
forma de entender la nueva sociedad que, como él esperaba, iba a emerger
de las ruinas del capitalismo. Como apunta Sperber: “Ya al final de sus
días, Marx reemplazó una visión utópica, en la cual debía abolirse toda
alienación y división de trabajo, por otra en la que la humanidad
estuviese consagrada a las actividades artísticas y del conocimiento.”
No obstante, Marx sí creía que un mundo diferente e incomparablemente
mejor podría nacer cuando el capitalismo fuese destruido, y cimentaba su
creencia en que ese mundo fuera posible en una mezcla incoherente de
filosofía idealista, cuestionables especulaciones evolucionistas y una
perspectiva positivista de la historia.
Lenin siguió los pasos de Marx al producir una nueva versión de esta fe. No hay razón para descartar la afirmación, de Kołakowski
y otros, de que la combinación fatal de certeza metafísica y
pseudociencia, que Lenin asimiló de Marx, tuvo una función central en la
creación del totalitarismo comunista. Al perseguir la fantasía
irrealizable de un futuro armonioso tras el colapso del capitalismo, los
seguidores leninistas de Marx crearon una sociedad inhumana y represiva
que colapsó por sí misma, mientras que el capitalismo –a pesar de todos
sus problemas– continúa expandiéndose.
Si bien es inevitable no
relacionar a Marx con algunos de los peores crímenes del siglo pasado,
también es cierto que ilumina algunos de nuestros dilemas actuales.
Sperber no encuentra nada notable en el famoso pasaje del Manifiesto comunista en el que Marx y Engels declararon:
Todo lo que es sólido se deshace en aire, todo lo sagrado se profana, y el hombre finalmente se ve forzado a encarar, con sobrio sentido, su condición real de la vida y las relaciones con su género.
La
idea de que esta “aseveración de cambio incesante, caleidoscópico”
anticipa la condición del capitalismo de finales de siglo XX y
principios del XXI, propone Sperber, proviene de una mala traducción del
original alemán, que sería mucho más precisa así:
Todo lo que existe firmemente y todos los elementos de la sociedad de clases se evaporan, todo lo sagrado es desconsagrado y al final los hombres se ven obligados a observar sus lugares en la vida y sus relaciones entre sí con sobria mirada.
Y, aunque la versión de Sperber
es definitivamente menos elegante (como él admite), no veo la
diferencia de significado. Sea cual sea la traducción, el pasaje señala
un rasgo central del capitalismo –la tendencia inherente a revolucionar
la sociedad– que la mayor parte de los economistas y políticos,
contemporáneos de Marx o posteriores, ignoraron o subestimaron
profundamente.
Los programas de los “conservadores del libre
mercado”, que buscan desmantelar las restricciones reguladoras en el
funcionamiento de las fuerzas del mercado conservando o restaurando los
patrones tradicionales de la vida familiar y el orden social se derivan
del supuesto de que el impacto del mercado puede confinarse a la
economía. Marx observó que los mercados destruyen y crean las formas de
la vida social al hacer y deshacer los productos y las industrias, y
demostró que ese supuesto era un grave error. Al contrario de lo que él
esperaba, el nacionalismo y la religión no han desaparecido y no hay
señal de que vayan a hacerlo en el futuro inmediato; pero Marx captó una
verdad esencial al percibir cómo el capitalismo estaba minando la vida
burguesa.
Esto no significa que Marx ofrezca una solución a las
dificultades económicas actuales. Hay observaciones mucho más
iluminadoras sobre la tendencia del capitalismo a sufrir crisis
recurrentes en los escritos de John Maynard Keynes o en un crítico y
discípulo suyo, Hyman Minsky, que en lo que escribió Marx. “La idea
comunista”, que ha resucitado con pensadores como Alain Badiou y Slavoj
Žižek, está tan alejada de toda condición social existente como las
fantasías de libre mercado que han revivido en la derecha. La ideología
que promovieron el economista austriaco F. A. Hayek y sus seguidores, en
la que el capitalismo es el ganador de una competencia por sobrevivir
frente a otros sistemas económicos, tiene mucho en común con el
sucedáneo de la evolución que pregonó Herbert Spencer hace ya más de un
siglo... Recitando falacias manidas desde hace tiempo, las teorías
neomarxistas y neoliberales sirven para ilustrar la tenacidad del poder
de las ideas que prometen una liberación mágica del conflicto humano.
La
renovada popularidad de Marx es un accidente de la historia. Si la
Primera Guerra Mundial no hubiese ocurrido y provocado el colapso del
zarismo, si el Ejército Blanco hubiese prevalecido en la guerra civil
rusa, como Lenin llegó a temer, y el líder de los bolcheviques no
hubiese sido capaz de tomar y mantener el poder, o si uno solo de
innumerables acontecimientos no hubiese ocurrido como sucedió, Marx
sería hoy un nombre que la gente más culta apenas recordaría. Pero tal
como ocurrieron las cosas nos quedamos con sus errores y confusiones.
Marx entendió antes y probablemente mejor que nadie la anárquica
vitalidad del capitalismo. Pero su visión del futuro, que asimiló del
positivismo y compartió con el otro profeta victoriano que está frente a
él en el cementerio de Highgate, donde las sociedades industriales se
encuentran a un paso de la civilización científica de la que habrían
desaparecido las religiones y los conflictos del pasado, es
racionalmente insostenible: un mito que, como la idea de que Marx quiso
dedicar su obra más importante a Darwin, se ha explotado muchas veces y
aun así parece imposible de erradicar.
La creencia de que la
humanidad está evolucionando hacia un estado más armonioso reconforta a
muchos, indudablemente; pero estaríamos mejor preparados para lidiar con
nuestros propios conflictos si dejáramos atrás la perspectiva histórica
de Marx, junto con su fe decimonónica en la posibilidad de una sociedad
diferente de todas las que han existido alguna vez.
John Gray, El verdadero Karl Marx, Letras Libres, febrero 2014
Traducción de Andrés Takeshi.
© 2013, The New York Review of Books.
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