Combatre el nacionalisme.
No hace mucho recordaba Álex Grijelmo el episodio en este periódico. Don
Quijote y Sancho avanzan hacia Barcelona cuando son detenidos por unos
bandoleros; estos hablan en catalán y, aunque con “cuatro pistoletes”
amenazándole a uno es posible entender hasta el zulú, todo indica que a
continuación se da, como dice Grijelmo, “una situación de bilingüismo
tácito que invita a imaginar a cada uno comunicándose en su idioma”. No
es raro. Catalán y castellano se parecen tanto –al fin y al cabo, ambos
no son más que latín mal hablado– que, aunque los protagonistas de
Cervantes nunca hayan oído hablar catalán, entienden a los bandoleros:
no sólo Don Quijote, que es un hidalgo leído, sino también Sancho, que
es un destripaterrones. Dicho de otro modo: es posible pasarse un mes
oyendo hablar en catalán sin llegar a entender una palabra, pero para
eso hay que esforzarse mucho o ser más necio que el bueno de Sancho.
Dos
semanas atrás intenté señalar en esta columna una de las causas que, a
mi juicio, explican el auge del independentismo en Cataluña: la ausencia
de un discurso capaz de combatir al renovado discurso del nacionalismo
catalán. Frente a éste, añadía, sólo existen dos alternativas: la del
viejo nacionalismo español representado por el PP, que no puede combatir
al nacionalismo catalán porque no entiende que el problema no es el
nacionalismo catalán, sino el nacionalismo a secas, empezando por el
español; y el discurso de UPyD y Ciutadans, que tampoco puede combatir
al nacionalismo catalán porque en lo esencial se fabricó en el País
Vasco para combatir el nacionalismo vasco, que es parecido pero distinto
al catalán. En cuanto a la izquierda (UPyD y Ciutadans aún no sabemos
lo que son, aunque mientras lo deciden tratan de vendernos la moto de
que la derecha y la izquierda ya no existen), en este punto apenas ha
tenido discurso propio, porque se durmió en los laureles de su supuesta
superioridad intelectual y moral, convencida de que el dinosaurio del
nacionalismo no reaparecería después de aplastar Europa dos veces y,
cuando se despertó, el dinosaurio estaba otra vez allí, intacto. El
resultado es que el discurso político catalán está colonizado por el
nacionalismo, que ha tejido una telaraña conceptual de la que la
izquierda parece incapaz de librarse. Así se explica, por ejemplo, que
en Cataluña no se pueda no ser nacionalista: o eres nacionalista catalán
o eres nacionalista español y, si abominas por igual de ambos
nacionalismos (y del nacionalismo a secas), es que eres un nacionalista
español encubierto. Así se explica que se haya permitido que el
nacionalismo coloque en el centro del debate el llamado derecho a
decidir, una aberración lingüística (el verbo “decidir” no es
intransitivo: hay que decidir “algo”), una imposibilidad jurídica (en
democracia no se puede decidir lo que a uno le da la gana) y un
eufemismo (por “derecho de autodeterminación”, derecho que ninguna
democracia reconoce en su seno), convertido todo ello en el engaño ideal
para crear la ilusión de que la gran mayoría de los catalanes quiere la
independencia y de ese modo poder llevarnos de matute a ella. Así se
explica, en fin, que Artur Mas proclame con gran solemnidad que en
Cataluña el problema es si podemos votar o no y nadie le conteste que en
Cataluña votamos desde hace casi 40 años y que por eso él es nuestro
presidente; a lo cual Mas contestaría verosímilmente que lo que él
pregunta es si se puede votar o no la independencia, y nadie le
contestaría, me temo, que sí se puede, siempre que se vote a ERC o CUP y
no a su coalición, que no lleva la independencia en su programa.
Esta
indigencia argumentativa es la cuestión. Lo repito: no creo que tengan
razón quienes piensan que la independencia de Cataluña arreglaría
nuestros problemas, pero tienen muchas razones; a quienes no lo pensamos
nos pasa lo contrario. Pero en el artículo anterior prometí que
explicaría por qué las razones del habitual discurso antinacionalista en
materia lingüística también me parecen equivocadas. Lo explicaré en el
próximo; sólo adelanto ahora que, como muestra la anécdota del Quijote
con que empecé, hay que tener muchas ganas de crear un problema para
crearlo entre dos lenguas tan semejantes como el catalán y el castellano.
Javier Cercas, La razón sin razones (2), El País semanal, 16/02/2014
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