450 anys de Galileu.
Hay nombres que saben a hiel, otros a miel. Uno de estos, de los que
“saben” a miel —miel no exenta de sabor amargo, el que produce ver a un
hombre humillado por la razón de la fuerza—, es el de Galileo
Galilei (1564-1642), de cuyo nacimiento se cumplen hoy, 15 de febrero,
exactamente 450 años. Mucho tiempo, demasiado, de manera que, ¿merece la
pena recordarlo y celebrarlo todavía, cuando tanto y tantas veces se ha
hablado de él? Sí, sin duda, porque al ahondar en su biografía, en su
vida y obras, se encuentran aspectos que rara vez se han manifestado con
semejante intensidad en la historia de la ciencia y de la cultura. Galileo
fue un hombre poliédrico: gran estudioso del movimiento (lo que ahora
llamamos físico), matemático y astrónomo, también poseyó habilidades
notables como filósofo, pintor, escritor, inventor y músico (su padre
fue un músico distinguido). Vincenzo Viviani, su último discípulo y
primer biógrafo (Racconto istorico della vita di Galileo,
1717), sostuvo que su maestro podía competir con los mejores laudistas
de la Toscana, que aconsejaba a pintores y poetas en asuntos de gusto
artístico, y que podía recitar de memoria extensos pasajes de Petrarca,
Dante y Ariosto (de este, amaba Orlando furioso; no es difícil
imaginarlo, enfrentado en 1633 a los inquisidores romanos, recitando en
su mente los versos que abren el Canto Tercero: “¿Quién me dará la voz y
las palabras / que convienen a asunto tan ilustre? / ¿Quién prestará
las alas a mis versos, / para que asciendan hasta mi deseo?”). Pero es,
claro, debido a sus contribuciones a la ciencia por lo que su nombre se
ha enquistado en la memoria histórica. Si hubiera que recordarlo solo
por aquello más original que produjo, habría que mencionar sus
investigaciones sobre el movimiento, en las que manejando planos
inclinados o péndulos, fue más allá que Aristóteles, para quien el
movimiento era, simplemente, una propiedad de los cuerpos: Galileo
hizo del movimiento una magnitud que había que medir, que cuantificar, y
así llegó a resultados como la ley del isocronismo o la de la caída de
los cuerpos, que adquirió sentido pleno dentro de la dinámica que Isaac
Newton estableció en 1687.
Ocupado en sus clases en Padua (antes las había dado en Pisa, donde
nació), un día de 1609 supo de la existencia de un instrumento que
permitía ver cerca objetos lejanos, y manipulando unas lentes el hábil
—y algo oportunista— mecánico que era (por entonces ya había compuesto
termómetros y compases para usos geométricos y militares) fabricó un
telescopio (perspicilli —anteojo— lo llamó). Pronto lo dirigió a los
cielos, y lo que vio cambió su vida. Montañas y cráteres en la Luna,
pequeños “planetas” orbitando en torno a Júpiter y estrellas
insospechadas en la Vía Láctea. Su, hasta entonces oculta, fe en
Copérnico se reforzó: era la Tierra la que orbitaba alrededor de Sol y
no al revés. Explicó lo que había visto y cómo lo interpretaba en un
libro de pocas páginas (58), todavía escrito en latín, Sidereus nuncius
(1610), que le reportó notoriedad, científica y social. Esta, la
notoriedad social, tiene sus ventajas —de las que Galileo
se benefició durante toda su vida —, pero también sus inconvenientes,
más aún en una época en la que la Iglesia católica se afanaba por
combatir el protestantismo. Y así, en febrero de 1616 el Santo Oficio
ordenaba a Galileo
que “se abstuviera de enseñar, defender o incluso discutir el
copernicanismo”. Que la Tierra se moviese planteaba graves problemas
teológicos. En la Biblia, recordemos, se podía leer: “¡Sol, detente
sobre Gabaón y tú, Luna, sobre el valle de Ayalón!”. Y ¿cómo podría
detenerse el Sol si no se movía?
Dieciséis años después, Galileo
publicaba lo que a todas luces era un gran alegado copernicano: un
libro inmortal, Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico,
e Copernicano (1632). Obra maestra de la literatura científica, escrita
en lengua vernácula, el italiano, los tres personajes creados por Galileo
para protagonizar ese diálogo, Salviati, Sagredo y Simplicio,
copernicano el primero, neutral el segundo y aristotélico el último, han
pasado a formar parte de la cultura universal, de la misma manera que
lo han hecho otros personajes de ficción, como pueden ser, salvando
todas las diferencias que se quiera, don Quijote y Sancho Panza, o Romeo
y Julieta. El Dialogo es un prodigio de habilidad narrativa y
profundidad científica; de buena retórica. Y sin embargo, o precisamente
por ello, condujo, tras un juicio en el que no faltaron engaños de
diverso tipo, a la tristemente célebre condena y abjuración (que le
salvó del tormento). Aún resuenan los ecos de las palabras que Galileo se vio forzado a pronunciar el 22 de junio de 1633: “Yo, Galileo
Galilei… de setenta años de edad… arrodillado ante Vosotros,
Eminentísimos y Reverendísimos Señores Cardenales, Inquisidores
Generales de la República Cristiana… teniendo ante mis ojos los
Santísimos Evangelios y poniendo sobre ellos mi propia mano, juro que
siempre he creído…”. El Dialogo ingresó en el Índice de Libros
Prohibidos publicado en 1664 (permaneció en él hasta la edición de 1835)
y, después de pasar algún tiempo en Siena, su autor quedó confinado a
una villa que poseía en Arcetri. Allí murió, no sin antes completar otra
de sus grandes obras, la de contenido físico más original, Discorsi e
dimostrazioni matemati-che, intorno à due nuove scienze attenenti alla
mecanica & i movimienti local, publicado en 1638 no en la
renacentista Florencia, como el primer Dialogo, sino en la protestante
Leiden (Holanda).
La leyenda cuenta que Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, ganó batallas
después de muerto. Es más que dudoso que así fuera, pero de lo que no
hay duda es que Galileo
ganó muchas batallas cuando ya no estaba entre los vivos: su ejemplo
penetró por las mallas del tiempo como el agua que fluye de manera
continua. Me gusta recordar una de las formas en que ha sido utilizado:
en la Vida de Galileo,
la obra de teatro que Bertolt Brecht escribió en 1939. Leyéndola o
viéndola representar, nos damos cuenta de que en realidad lo que Brecht
hizo fue, al modelar l as frases que ponía en boca de Galileo,
utilizarlo para sus propios combates, el de luchar contra el régimen
impuesto por Hitler y sus secuaces en la Alemania que el escritor tuvo
que abandonar en 1933. “¡Pobre del país que no tiene héroes!”, hace en
un momento decir Brecht a Andrea Sarti, el joven hijo del ama de llaves
de Galileo, a lo que el sabio pisano responde: “No. Pobre del país que necesita héroes”.
J. M. Sánchez Ron, El hombre poliédrico, Babelia. El País, 15/02/2014
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