Contra la història mercenària.
Puede que alguien que no haya dedicado mucho tiempo a pensar sobre
estas cosas crea que la Historia es un saber más o menos científico u
objetivo sobre el pasado, algo así como la Medicina lo es sobre las
enfermedades o la Química sobre las propiedades y combinaciones de los
elementos naturales. A poco que haya reparado en la diversidad de
opiniones entre los historiadores, sabrá sin embargo que hay diferentes
versiones y supondrá que existen, en algunos casos, manipulaciones
intencionadas.
Existe, por supuesto, la historia, con minúscula, entendiendo por
este término la sucesión de acontecimientos humanos ocurridos en el
pasado. Pero esa misma palabra con la que designamos a los hechos
pretéritos se usa también —normalmente con mayúscula— para referirse a
la construcción intelectual escrita sobre esos hechos. Es la Historia
académica, una actividad que algunos de sus practicantes defienden como
científica. No lo es, desde luego, en el mismo sentido en que puedan
serlo las ciencias duras, en primer lugar porque el número de variables
que entran en cada fenómeno es poco menos que infinito; es decir, que
las “causas” de los hechos históricos no son únicas, ni en general
claras. A estos asuntos se les puede aplicar aquello que dijo Oscar
Wilde sobre la verdad: que raras veces es simple y nunca es pura.
Tampoco es la Historia un conocimiento aséptico u objetivo porque los
datos que nos llegan sobre el pasado (documentos, ante todo) son
parciales, muchas veces escasos y, sobre todo, subjetivos, emitidos por
alguien que estaba implicado en la situación que describía. Una
distorsión a la que se añade la que introducimos nosotros mismos,
quienes recogemos e interpretamos esos datos, que también somos
parciales y subjetivos, ya que anotamos unos hechos y descartamos otros
según que nuestra visión del mundo los considere o no significativos.
Dentro de estas limitaciones, sin embargo, la Historia aspira a un status
de ciencia social, un tipo de conocimiento que no admite la
arbitrariedad, el ocultamiento o el falseamiento de fuentes. Y esto es
lo malo: que muy buena parte de la Historia que se escribe cae en este
tipo de deformación porque tiene una finalidad política: es decir, que
se usa como argumento al servicio de una causa; normalmente, a
justificar la existencia de la organización política en la que habitamos
(o la de otra organización alternativa que pretendemos crear).
La Historia justifica realidades actuales porque el mero hecho de que
hayan existido desde hace mucho tiempo induce a suponer su carácter
“natural”. De ahí que siempre haya habido cronistas e historiadores
pagados por los poderes públicos para narrar los orígenes de esos mismos
poderes, lo que les llevaba a inventarse antecedentes e incluso a
falsificar documentos para avalar la autenticidad de sus tesis. Hubo
momentos, sobre todo en la Edad Media y durante el barroco, en que este
tipo de invenciones fueron una práctica habitual. Emperadores, papas,
reyes, nobles, órdenes religiosas, obispados, universidades o
Ayuntamientos, cada cual tenía a su historiador a sueldo. A veces tipos
muy cultos, grandes eruditos y lingüistas, capaces de fabricar textos
muy sofisticados en las más diversas lenguas muertas.
Con las revoluciones liberales, a los grandes guerreros y las
dinastías sucedió un nuevo sujeto político, el conjunto de los
ciudadanos, un colectivo que reclamaba la soberanía frente al monarca
absoluto. En la revolución inglesa del XVII fue llamado the Country, the People, the Commonwealth. En la francesa del XVIII pasó a llamarse la nation.
Como nueva portadora de la soberanía, la nación adquiriría una enorme
fuerza. Y la Historia fue reformulada para hacer de ella su
protagonista. La nación resultó ser, además, un versátil instrumento
político, capaz de legitimar autocracias o de propugnar la
democratización del poder, de defender procesos de modernización o el
más cerrado tradicionalismo, de unir grandes espacios políticos o exigir
la fragmentación del territorio en unidades menores. Tanta era su
fuerza que compitió con religiones o clases sociales, las otras dos
grandes fuentes de la legitimidad política, y ganó la batalla.
A lo largo de los siglos XIX y XX, en definitiva, la nación ha sido
la gran protagonista de la Historia, al servicio de la forma política
dominante, el Estado-nación. Frente a esos Estados-nación se han alzado
en algunos países élites de minorías culturales que se consideran nación
y reclaman su propio Estado. Y de ahí la pugna por el control de la
Historia / relato, en especial en el sistema educativo; porque según
formemos la mente de los niños, así serán sus exigencias futuras como
ciudadanos.
Lo cierto, sin embargo, es que en el siglo XXI la nación no solo no
refleja ya de manera adecuada la complejidad de las sociedades en las
que vivimos, sino que es, además, un factor distorsionador a la hora de
explicar las situaciones del pasado en las que ella no era la identidad
colectiva dominante. Además de presentarse como existente desde hace
siglos o milenios, la nación se presenta como dotada de “alma”, de
voluntad unánime, y poseedora de rasgos culturales homogéneos y
estables. Nada más falso. Nuestros antepasados se movilizaron como
cristianos o musulmanes, como nobles o villanos, como pertenecientes a
tal o cual gremio o ciudad, mucho más que como “españoles” o
“catalanes”.
Todo esto tiene, sí, relación con el simposio España contra Cataluña
que se acaba de celebrar en Barcelona. En él se ha aprovechado el
tercer centenario de una guerra que fue dinástica, típica del Antiguo
Régimen, con aspectos de guerra civil interna y otros de contienda
internacional, para presentarlo como un conflicto nacional, moderno,
entre dos mónadas intemporales, llamadas “España” y “Cataluña”; y en el
que, desde luego, a la primera le toca siempre el papel represor y a la
segunda el de víctima inocente.
Supongo que es imposible soñar con una situación en la que la
Historia no sea manipulada, en la que se deje de pedirnos a los
historiadores que avalemos con nuestro relato las propuestas de algún
grupo de poder. Pero no deberíamos prestarnos. Las propuestas políticas,
por radicales que sean, son legítimas, siempre que no se basen en la
coerción sobre los demás. Pero no lo es la deformación del pasado. Si la
nación fuera un ser vivo e individual —que no lo es—, podríamos
parodiar la situación diciendo que si un día alguien quiere separarse de
su pareja, porque ha dejado de quererla o se ha enamorado de otra
persona, tiene derecho a ello. Pero que no es necesario —ni legítimo—
que añada que a lo largo de todos estos años nunca la quiso y que solo
se unió a ella porque le pusieron una pistola en la espalda. Si lo que
se quiere es plantear una demanda política, hágase. Pero no nos obliguen
a reformular la narración histórica para adecuarla a esa demanda.
Ahora parece que el PP catalán pretende organizar un simposio
alternativo, en el que se defienda el amor de España por Cataluña, bajo
el paraguas de la RAH. Detrás de él latirá la creencia, rotundamente
expresada por Rajoy, de que España es “la nación más vieja de Europa”.
Si se refiere a la unión de reinos bajo los Reyes Católicos (aunque
quizás pensaba en Viriato o don Pelayo), es un excelente ejemplo de
utilización política de la Historia, pues presenta como el nacimiento de
una nación moderna lo que no fue sino una unión dinástica y acumulación
territorial típica del siglo XV.
Si queremos hacer de la Historia algo que se parezca a una ciencia,
no pongamos nuestro trabajo al servicio de un proyecto político. No
simplifiquemos el pasado, no lo deformemos, sobre todo, embutiéndolo en
los rígidos corsés nacionales, porque el mundo ha estado hasta hace poco
entrecruzado por unas redes de lealtades e identidades colectivas que
nada tenían que ver con las naciones modernas. No existe hoy un prisma
distorsionador que dificulte tanto la comprensión adecuada del pasado
como su interpretación en términos nacionales.
José Álvarez Junco, Los malos usos de la Historia, El País,22/12/2013
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