Patriotisme.
(Patriotismo y paranoia). No han sido pocos los testimonios de
particulares y políticos que sucesivamente han motivado el clamoroso entusiasmo
de las Cámaras por la proclamación de la guerra y su cumplimiento en las guerras
de agresión a Afganistán y a Iraq en el miedo a ser tachados de antipatriotismo.
Así que la amenaza de esta incriminación se ha revelado aquí como el gran
instrumento de extorsión social y política que ha levantado y sustentado el tan
admirado patriotismo de los americanos. Sobrecoge pensar que si los bombarderos
hubiesen conseguido en aquellos remotos desiertos y lejanas montañas algo que no
fuese tan sólo una demostración de la aplastante superioridad tecnológica de la
que ya estábamos sobradamente convencidos, sino un lance suficientemente
brillante para acreditarse por victoria, nada habríamos sabido de la naturaleza
paranoica del patriotismo.
La tacha de antipatriotismo -aparte de pertenecer a las formas que, con muy
diversos grados de severidad o de indulgencia, componen el sistema de presiones
o constricciones que gobierna cualquier sociedad- recuerda, mutatis mutandis,
los estigmas o proscripciones propios de situaciones de religión obligatoria; es
cierto que por entonces la Inquisición podía llevarle a uno a la hoguera, lo que
no puede, ciertamente, equipararse con la incriminación de "derrotista",
"nihilista", etc., y si "el traidor a la patria" suele ser "pasado por las
armas", se trata de un delito de acción, no de opinión. Con todo, no creo que la
convergencia entre fervor religioso y devoción patriótica sea simple efecto de
una aproximación fortuita e inmotivada, sino que participan, de modo eminente,
de una condición común: ambas están definidas por el rasgo de la "pertenencia":
se pertenece a una patria, como se pertenece a un credo.
(Ser de los nuestros). La formación de la pertenencia, la constitución
de "los nuestros", la remite certeramente Ortega (en el ensayo El origen
deportivo del Estado) a la "fratría" juvenil. Refiriéndose a un determinado
momento de la adolescencia, dice literalmente: "Se quiebra el aislamiento de la
primera infancia y la personalidad del muchacho se derrama por completo en el
grupo coetáneo. Ya no vive por sí ni para sí: no quiere y siente como individuo,
sino que se halla absorbido por la personalidad anónima del grupo que piensa y
siente en su lugar". En este estadio de neutralidad, la descripción me parece
totalmente cabal. Deja de parecérmelo al final del párrafo. "Yo llamo a este
apetito soberanamente sociable el instinto de coetaneidad".
Si recordamos la mirada señaladamente biologista que el autor ha adoptado
desde el principio del ensayo, la insuficiencia del programa se nos manifiesta
ahora en ese "instinto de coetaneidad" como agente formador de la fratría,
inaceptablemente reducida a una especie de "fase del desarrollo de la
personalidad". El mismo grado de protesta se merece la calificación de
"soberanamente sociable". Instaurando esa atmósfera de amistosa normalidad
-donde tampoco excluyo que puedan darse insípidos remedos de la misma cosa-,
Ortega se hurta a la consideración del violento sistema de coacción y sumisión
que puede exigir "ser de los nuestros". "Ser de los nuestros" es, en efecto,
como bien dice Ortega, ser "absorbido por la personalidad anónima del grupo, que
piensa y siente en su lugar", pero ni tiene nada de "sociable", ni es una fase
natural del desarrollo de todo hijo de familia, como más adelante se verá.
Esas tan admiradas virtudes del "compañerismo" o el "espíritu de cuerpo"
(aunque este segundo, referido a grupos no armados, pueda también acreditar
reproches) forman in nuce el esquema de la pertenencia; pero el idílico
lema de los Tres Mosqueteros: "Todos para uno y uno para todos", esconde, en
realidad, una terrible férula de coacción mutua y permanente, de amenaza anónima
y ubicua, prefigurando ya "el traidor" del opresivo sistema de coacción social
universal del patriotismo.
En lo que se refiere a la religión, el factor de pertenencia ha sido
encarecido tanto por Juan Pablo II: "... el conocimiento por creencia, que se
funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el
hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta" (Fides et
ratio, cap. III, nn, 32 y 33), como por Benedicto XVI: "Esta vida verdadera,
hacia la cual tratamos de dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos
existencialmente en un pueblo, y sólo puede realizarse para cada
persona dentro de este nosotros" [cursiva en el original]. (Spe
salvi, cap. 14). Va a resultar que lo decisivo es la pertenencia, el "Ser de
los nuestros", y que los pretendidos objetos del culto, Dios en este caso y la
Patria en el anterior, juegan un papel formal análogo a la sigma mayúscula que
en la escritura matemática encabeza el enunciado de las condiciones a que han de
sujetarse los términos de un conjunto cerrado.
Hace ya muchos años, al caracterizar la "unidad de la Patria", tal como la
conciben los Estados, decía yo que lo que une a los hombres como hombres es la
amistad, y que en la unidad sin amistad los hombres quedan unidos como cosas;
más tarde se ha desarrollado la palabra "cohesión social": ninguna otra palabra
podría recordar más de cerca el pegamento capaz de pegar cascotes rotos, pero no
de conciliar personas. En un ensayo recogido en su libro Consignas,
Theodor W. Adorno escribe: "... la formación de esencias colectivas nacionales,
usual en la odiosa jerga de la guerra que habla del ruso, del americano y
también del alemán, obedece a una conciencia cosificadora, incapaz de toda
experiencia". Pero no es sólo en los antagonismos internacionales donde la
pertenencia comporta cosificación; donde quiera que se dé una forma de LOS
NUESTROS, necesariamente ligada a algún antagonismo, la amistad se convierte en
unidad, la concordia en cohesión. Así pasa en los partidos políticos cerrados, a
causa de su antagonismo electoral: un contenido votado por unanimidad es, por
decirlo con un neologismo periodístico reciente, "un contenido cero".
Viniendo, al fin, a lo anunciado más arriba, si miramos la fecha de su
ensayo: 1924, Ortega no pudo llegar a conocer hasta qué punto su "instinto de
coetaneidad" -sea ello lo que fuere- sería grandiosamente fomentado y explotado
por ciertos regímenes políticos ideológicamente doctrinarios y masificadores y
en los que, por consiguiente, el patriotismo se manifestaría en las formas más
exacerbadamente agresivas y antagónicas: me refiero a la creación oficial de
"organizaciones juveniles", fuertemente adobadas, de una u otra forma, con los
caracteres de educación premilitar. Allí sí que los rasgos de la fratría, tan
celebrados por Ortega -"la férrea disciplina interna", "la ascética", etc.-, se
gozaban en toda su crudeza.
Hoy, la añoranza de aquellas organizaciones parece cada vez más como querer
consolarse con algún sustitutivo, el más visible de los cuales es el deporte de
los grandes estadios, donde los equipos en competición se transfiguran en
verdaderas patrias. Al carecer de cualquier otro posible contenido que no sea el
del crudo y desnudo antagonismo, el deporte competitivo es especialmente idóneo
para encarnar formas análogas a la del patriotismo, por cuanto éste no ha
consistido nunca en otra cosa que en la autocomplacencia de "ser de los
nuestros". La reciente proliferación de banderas en las manifestaciones
políticas se ha inspirado seguramente en el auge inmenso que en estos últimos
años han tomado las prendas de colores heráldicos en los estadios de fútbol; lo
cual, por otra parte, ha impuesto una estricta separación espacial de los
partidarios de uno y otro equipo, como si los cada vez más antagónicos
patriotismos deportivos hubieran incorporado el factor de la territorialidad, a
fin de parecerse todavía más a los congénitamente antagónicos patriotismos
nacionales.
Rafael Sánchez Ferlosio, Sobre el patriotismo, El País, 23/12/2007
Comentaris