Són útils les revoltes?
En 1979 y con ocasión de la sublevación liderada por el ayatolá Jomeini
que derrocó al sah de Persia, Michel Foucault escribió un importante
artículo en Le Monde titulado ¿Es inútil sublevarse?, una pregunta que
hoy no podría estar más de actualidad; el sentido del título era más o
menos este: ¿merece la pena dar tantas vidas contra un dictador
autócrata para llevar al poder a un “clérigo sanguinario” (que es como
el filósofo de Poitiers llamaba a Jomeini)? Aunque los casos no son
comparables, no sería extraño hacer una pregunta semejante a esa en la
actual coyuntura de Egipto y de otros países de Oriente Próximo, o
incluso preguntarse de qué han servido las “sublevaciones” del 15-M o de
Brasil, pues tal parece que el descontento social no ha tenido, en
ninguno de estos casos por otra parte tan diferentes, una respuesta por
parte de las instituciones políticas.
Michel Foucault |
Lo cual no sería nada sorprendente para Foucault, que anunciaba en aquel
texto el final de un período histórico de más de doscientos años al que
llamaba “la era de las revoluciones”, el período que se habría iniciado
más o menos con la revolución de Julio de 1789. No quería con esto
decir que ya no habría revueltas, insurrecciones, rebeliones… Quería
decir que estos movimientos ya no tendrían, en el futuro, su origen ni
su destino en la política, que ya no serían susceptibles de ser
políticamente controlados, programados, administrados o resueltos (y su
incurable romanticismo le hacía decir todo esto frotándose las manos por
las mismas razones que hoy nosotros nos tiramos de los pelos al
escucharlo). Es sabido que el pensador francés no solamente tenía mucha
afición a decretar “finales” (se recordará la noticia de la “muerte del
hombre”, proclamada en Las palabras y las cosas), sino una capacidad
verdaderamente genial para el diagnóstico. Lo que él llamaba “la era de
las revoluciones” corresponde a lo que desde finales del siglo XVIII
conocemos simplemente como la Historia, ese gran teatro del mundo en
donde los antiguos héroes trágicos se han convertido en líderes
nacionales y miden su supremacía mediante la guerra, lamentable pero
eficaz instrumento del progreso de la civilización europea. Desde 1945,
ese capítulo está cerrado: la idea misma de “guerra”, concebida como
guerra entre Estados de capacidad ofensiva y defensiva comparable, se
oscurece del todo tras 1989, cuando ya sólo hay un poder militar,
inconmensurable con cualquier otro, y que por tanto no oficia
exactamente como ejército (nacional) sino como una suerte de policía
internacional. Lo que por costumbre hemos seguido llamando “guerras”
están condenadas a la desigualdad y a la desproporción (nuestros
antepasados hablaron a este propósito de “guerrillas”, del mismo modo
que se llama “historietas” a lo de los tebeos, por no otorgarles la
misma dignidad que a las crónicas de Tucídides). Si por algo se
caracterizan estos conflictos, al menos desde la guerra de Vietnam, es
por su ambigüedad política y por su equivocidad militar: las campañas de
EE UU en Afganistán o Irak fueron “coronadas por el éxito” (¿cómo
podría haber sido de otra manera?), pero nadie tiene idea alguna de qué
tendría que ocurrir para que los vencedores —a menudo ejércitos
regulares mezclados con mercenarios privados y fuerzas locales de
lealtades dispersas— pudieran genuinamente hablar de “victoria” o para
que se pudiera considerar definitivamente “derrotados” a los
combatientes que resisten mediante atentados y ataques sorpresa, que han
terminado por diluir lo que quedaba de una posible distinción entre
“civiles” y “militares”.
En términos de política interior (que siempre fue la óptica
preferida de Foucault), el equivalente de este ocaso de la guerra es lo
que él consideraba el crepúsculo de las revoluciones. Pero, ¿qué puede
ser una revuelta cuyas motivaciones y cuyos objetivos no son políticos
(al menos en el sentido convencional de “política”)? Se trata de algo
que, difusamente, conocemos desde siempre: motines, levantamientos que
tienen como protagonista a una muchedumbre, no a una clase social, que
surgen sin que pueda preverse su aparición y que, por carecer de
finalidades concretas, nadie sabe cómo aplacar, pues desafían al orden
establecido sin presentar alternativas viables. En este tiempo los
llamamos disturbios. Tenemos varias teorías de las revoluciones, pero no
tenemos ninguna teoría del disturbio, que se refugia en su propia
insignificancia y en su carácter “impolítico” para escapar de toda
posibilidad de reflexión, y que resulta especialmente apropiado para
expresar el malestar de una época de decadencia de lo político y de
fluidificación de lo social (póngase un fluido a circular por un canal y
en cualquier momento, en cualquier lugar imprevisible de antemano,
brotará una turbulencia, gustaba de recordar Michel Serres).
Probablemente Mayo del 68 fue ya un gran disturbio, aunque al principio
disfrazado de consignas aparentemente políticas, y luego hasta de
reivindicaciones económicas. O los terribles disturbios del barrio de
Watts en Los Ángeles en 1965, cuando, como decía (encantado) Guy Debord,
los insurrectos no asaltaban las tiendas para apoderarse de sus
productos, sino para quemarlos en un gran sacrificio nocturno a un dios
desconocido al grito de Burn, baby, burn. O los disturbios “raciales”
que de cuando en cuando asolan Londres, y que aún en 2011 inundaron
repentinamente Tottenham. O los disturbios insistentes de la banlieue
parisina, esa especie de territorio comanche en medio del Estado-Razón. Y
tantos otros.
En el siglo XIX, Marx se burlaba de lo que llamaba la teoría
“volcánica” de las revoluciones (esa que dice que, con tanta injusticia
como hay, esto acabará por estallar), señalando que si fuera cierta no
pasaría un sólo día sin que viéramos un levantamiento popular. En el XXI
tenemos que aprender a tomar al menos una distancia irónica con
respecto a estas “teorías del disturbio”, nostálgicas de un pasado
feudal idealizado, que ven en la desarticulación de la ciudadanía en una
multitud ingobernable una esperanza para superar las formas de
organización política que despectivamente se llaman “convencionales”
(como si hubiera una política “natural” más fiable), sobre todo cuando
entran en connivencia, aunque sea involuntaria, con las actuales
modalidades ahogadas de una política secuestrada por los señores de la
Bolsa que tiene la tentación de catalogar como tumultos sociales las
demandas políticas que se ha vuelto incapaz de atender.
José Luis Pardo, Teoría del disturbio, Babelia. El País, 07/09/2013
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