Llenguatge irresponsable.
Así ocurre también con verbos como “llueve” o “nieva”, de forma que
la lluvia llueve y la nieve nieva, ya que la nieve hace nevar y la
lluvia hace llover, o la lluvia se llueve y la nieve se nieva, sin
intervención del ser humano. Sucede igual con la expresión “hace frío”,
en la que el frío se construye a sí mismo. Se trata de oraciones
redondas, por tanto; oraciones sin culpa.
Y realmente poco podemos hacer para que la acera no se agriete por
efecto del sol o del agua y el hielo (salvo repararla, claro; pero una
vez que ya se agrietó). Y tampoco parece fácil evitar que llueva, nieve o
ventee. En ese sentido, la lengua responde a una ética: no hay sujeto
gramatical porque no hay nadie a quien podamos responsabilizar.
El lenguaje pone a nuestro servicio un mecanismo muy preciso, formado
por tuercas, tornillos, correas, engranajes (verbos, artículos,
adjetivos, conjunciones…), que funcionan y encajan a la perfección a fin
de expresar ideas claras. Esa maquinaria se inventó para la mutua
comprensión de las personas, y sin embargo la retorcemos de tanto en vez
por razones menos claras. La elusión de responsabilidades suele figurar
entre ellas.
Así, entre unos y otros vamos creando frases hechas que circulan a
sus anchas y a sus largas por los textos informativos, conformando la
idea de un mundo en el que ciertas cosas ocurren por algún designio
incontrolable. Un avión se retrasa “por razones operativas” o “por
razones técnicas”; los precios “han tenido un comportamiento al alza”, y
los datos equivocados sobre el patrimonio de la infanta Cristina
entregado por Hacienda al juez fueron consecuencia de “un fallo
informático”; expresiones todas ellas en las que el verdadero
desencadenante de la acción se camufla: los aviones no parecen tener
operadores ni técnicos, los precios se comportan solos sin que nadie los
suba o los baje, y los programas del ordenador han adquirido vida
propia.
En el caso de las famosas fincas cuya venta atribuyó Hacienda a la
Infanta, del fallo informático pasamos a una equivocación “en la carga
de datos”, y luego resultó que todo se debía a “errores atribuibles al
procedimiento”, según la respuesta del ministro Cristóbal Montoro. Los
errores solo tienen autores gramaticales. ¿De quién es la culpa? Del
procedimiento. Y ahí nos quedamos. ¿Y cómo se erró en el procedimiento?
Pues con la carga de datos. ¿Y por qué se hizo mal la carga de datos?
Por un error informático.
Oímos con frecuencia esta última respuesta en la vida cotidiana.
¿Quién causó que los ordenadores de nuestra oficina se vinieran abajo?
El fallo informático. Es decir: ¿Quién tiene la culpa del error? El
error mismo. Igual que la acera que se agrieta y la lluvia llueve y el
frío se hace solo.
Si sabemos que una persona murió de dos disparos y preguntáramos ¿por
qué murió Fulano?, esta extendida técnica de omisión nos daría la
siguiente respuesta: murió porque recibió dos disparos. Y si
insistiéramos: ¿pero quién hizo los disparos?, nos responderían: los
hizo una pistola.
La adición de un adjetivo a las palabras “error”, “fallo” o
“equivocación”, y la omisión correspondiente de un sustantivo semejante
al calificativo mencionado salva siempre al responsable de la pifia: “el
error administrativo”, “el fallo técnico”, “la equivocación judicial”…
Nunca “el error de un administrativo”, “el fallo de un técnico”, “la
equivocación del juez”. Estas últimas expresiones, si se pronunciaran
con todos los elementos gramaticales disponibles, nos inducirían a
reclamar responsabilidades a las personas concernidas, pues
representaríamos en nuestra mente que la acción fue causada por seres
humanos y no por ideas abstractas o fenómenos de la naturaleza.
Un viejo aforismo jurídico dice que “la causa de la causa es causa
del mal causado”, pero las explicaciones que el poder suele brindar ante
sus errores intentan a menudo quedarse en la causa inmediata, para
camuflar la idea de que existe una causa remota que a su vez es causa de
la causa.
El truco consiste, pues, en alejar gramaticalmente a las personas de
los fenómenos que ellas mismas provocan. Así, no aumentan los
delincuentes, sino la tasa de delincuencia (o el índice de
criminalidad); o cae el empleo, o la economía se enfría, o el crédito se
desploma; evidencias físicas que se nos presentan con la misma
distancia con la que hablamos de la mayonesa que se corta o de la planta
que se seca.
Claro está que sufrimos fenómenos que no podemos controlar. Nadie ha
inventado aún la forma de evitar que se haga de noche o de que el
invierno llegue después del otoño. Pero si la leche hirviendo se sale
del recipiente y las begonias se nos amustian, la culpa no será del
exceso de calor ni de la falta de agua, sino del informático que
programó el ordenador central de la casa.
Álex Grijelmo, El fallo informárico, o el fallo del informático, El País, 01/09/2013
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