La filosofia contra la hoogolització de les opinions
A nada que reflexionemos un poco, caeremos en la cuenta de que generalmente nos piensan otros, de que el pensamiento lo tenemos subcontratado. Casi todo lo que sabemos del mundo lo sabemos a través de determinadas mediaciones. Como decía Niklas Luhmann, la mayor parte de lo que conocemos es porque nos lo han dicho. La realidad no se nos da de manera inmediata, sino mediada, a través de la autoridad de otros o la confianza que nos merecen (y aunque a veces se la merezcan bien poco).
Carece de sentido quejarse de que las cosas sean así. Una vez que hemos
abandonado la simplicidad del medio natural o la mistificación del mundo
rural, no podría ser de otra manera: sabríamos muy poco si solo
supiéramos lo que sabemos personalmente. Nos servimos de una gran
cantidad de prótesis epistemológicas. Nuestro suplemento cognoscitivo
está edificado sobre la confianza y la delegación. Las experiencias
secundarias determinan la vida de los seres humanos con tanta fuerza al
menos, si no más, que las primarias.
Estamos rodeados de personas y cosas que piensan por nosotros: bajo la
forma de dispositivos tecnológicos cuyo funcionamiento desconocemos, de
experiencias que otros han tenido y a las que creemos y, en un nivel más
banal, de lugares comunes, tópicos o prejuicios que nos ahorran el
esfuerzo de tener que pensar todo por cuenta propia, pero que muchas
veces nos impiden pensar por cuenta propia. Consideradas así las cosas,
es como si estuviéramos atravesados por flujos frente a los que
habitualmente no oponemos la menor resistencia, que solo se interrumpen
en situaciones críticas o cuando a uno le entra la manía de pensar. Nos
instalamos así en esa franja cómoda en la que apenas nos equivocamos
radicalmente, pero donde no podemos realizar ningún descubrimiento
verdaderamente personal.
A los lugares comunes ha dedicado Aurelio Arteta, con pasión de
taxidermista, dos libros incomodantes que son una de las mejores
introducciones al ejercicio de la filosofía que conozco, un verdadero
ejercicio de resistencia a que nos piensen otros. Me permito aventurar
que en ellos no aspira tanto a convencernos de sus tesis como a
invitarnos a su método, de manera que podamos descubrir el valor de
pensar por cuenta propia.
Para ponderar en su justa medida hasta qué punto es valioso
liberarse de los lugares comunes conviene, de todas maneras, no perder
de vista a qué se debe su persistencia. Los seres humanos necesitamos no
tener que pensar en todo para poder pensar en algo. Los tópicos, las
tecnologías que nos convierten en usuarios sumisos y agnósticos, la
comodidad de lo impersonal, la delegación y la confianza son cosas sin
las que la vida nos resultaría insoportable… más incluso que con ellas.
Hay una grata comodidad que consiste en poder dar muchas cosas por
supuestas. Y una sociedad justa amplía enormemente este tipo de
comodidades cuando se trata de saber cómo le va a tratar a uno la
policía, si le van a devolver un préstamo o si podemos dar por supuesto
que generalmente la gente cumple las reglas de tráfico. Viviríamos una
vida más simple —en el doble sentido de la palabra— si solo pudiéramos
manejar artefactos cuyo funcionamiento comprendiéramos, si no hubiera
más que bricolaje y todo fuera do it yourself. Nos perderíamos la
riqueza del intercambio tecnológico y la información compartida, ese
mundo construido por otros que es, a la vez, ampliación de nuestra
libertad y origen de tantas decepciones.
La confianza ha ido configurando una serie de delegaciones (de
autoridad, información y conocimiento) que impiden esa sobrecarga o
reducción de nuestro mundo que se seguiría si no pudiéramos confiar en
nadie, si tuviéramos que decidir todo por nosotros mismos, si nos
negáramos a otorgar ninguna validez a cuanto no hemos comprobado
personalmente. Volveríamos a la economía del trueque, al entorno
inmediato, a la sobrecarga de nuestra capacidad de decidir.
Desaparecería el crédito, la delegación, la confianza y, con ello, el
mundo tal y como lo hemos configurado.
Solo un nostálgico podría considerar que esta forma de ignorancia
informada es algo fundamentalmente negativo. A las cosas que piensan por
nosotros les debemos conquistas que nos resultan irrenunciables. Por
formularlo de una manera un tanto provocativa: nuestra civilización
podría renunciar, si fuera necesario, a las personas inteligentes, pero
no a las cosas inteligentes. El progreso civilizatorio no es impulsado
por lo que los seres humanos piensan, sino gracias a lo que les ahorra
pensar. El filósofo norteamericano Whitehead lo decía así: “La
civilización avanza en proporción al número de operaciones que la gente
puede hacer sin pensar en ellas”. La civilización progresa en la medida
en que hay aparatos y procedimientos que nos permiten actuar sin tener
que reflexionar.
Ahora bien, el pensamiento es, en su forma más elemental, la
capacidad de interrumpir. Pensar equivale a ausentarse de esos cómodos
entornos y quedarse de alguna manera solo. El pensamiento implica una
cierta contrariedad frente a la multitud, aunque en esto los
automatismos son malos consejeros. No tiene necesariamente más razón
quien discrepa que quien coincide con la mayoría. La verdad tiene poco
que ver con el hecho, sin más, de estar solo o acompañado. Para ciertas
cosas la originalidad es sospechosa y la conformidad con la mayoría es
una garantía de racionalidad; si uno va por el carril de una autopista,
es mejor ir en el mismo sentido que los demás. Pero tratándose de
nuestras propias convicciones, uno debería preocuparse de la excesiva
compañía, y no hay cosa más repugnante que la hooliganización de
nuestras opiniones que se produce cuando entramos en la reverberación de
un grupo demasiado poderoso. La excesiva conformidad debe hacer que
salten nuestras alarmas, pero tampoco la crítica más radical está
siempre libre de previsibilidad. Con frecuencia, los indignados y los
rebeldes son tan presos del lugar común como los resignados.
Daniel Innerarity, Pensar por uno mismo, Babelia. El País, 14/09/2013
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