cultura i projecte il.lustrat (Bauman)
Pierre Bourdieu |
Cuando fue publicado hace más de
treinta años, La distinción de Bourdieu puso patas arriba el concepto
original de “cultura” nacido con la Ilustración y luego transmitido de
generación en generación. El significado de cultura que descubría, definía y
documentaba Bourdieu estaba a una distancia remota del concepto de “cultura”
tal como se lo había moldeado e introducido en el lenguaje corriente durante el
tercer cuarto del siglo xviii, casi al mismo tiempo que el concepto inglés de refinement y el alemán de Bildung.
De acuerdo con su concepto
original, la “cultura” no debía ser una preservación del statu quo sino un
agente de cambio; más precisamente, un instrumento de navegación para guiar la
evolución social hacia una condición humana universal. El propósito original
del concepto de “cultura” no era servir como un registro de descripciones,
inventarios y codificaciones de la situación imperante, sino más bien fijar una
meta y una dirección para las iniciativas futuras. El nombre “cultura” fue
asignado a una misión proselitista que se había planeado y emprendido como una
de serie de tentativas cuyo objeto era educar a las masas y refinar sus
costumbres, para mejorar así la sociedad y conducir al “pueblo” —es decir, a
quienes provenían de las “profundidades de la sociedad”— hacia sus más altas
cumbres. La “cultura” se asociaba a un “rayo de luz”* que pasaba “bajo los
aleros” para ingresar a las moradas del campo y la ciudad, llegando a los
oscuros escondrijos del prejuicio y la superstición que, como tantos otros
vampiros (se creía), no sobrevivirían a la luz del día. De acuerdo con el
apasionado pronunciamiento de Matthew
Arnold en su influyente libro con el sugestivo título Cultura y anarquía (1869), la “cultura” “procura suprimir
las clases sociales, difundir en todas partes lo mejor que se haya pensado o
conocido en el mundo, lograr que todos los hombres vivan en una atmósfera de
belleza e inteligencia”; además, de acuerdo con otra opinión expresada por Arnold en su introducción a Literature and Dogma (1873), la cultura
es la combinación de los sueños y los deseos humanos con el esfuerzo de quienes
quieren y pueden satisfacerlos: “La cultura es la pasión por la belleza y la
inteligencia, y (más aún) la pasión por hacerlas prevalecer”.
La palabra “cultura” ingresó en
el vocabulario moderno como una declaración de intenciones, como el nombre de
una misión que aún era preciso emprender. El concepto era tanto un eslogan como
un llamado a la acción. Al igual que el concepto que proporcionó la metáfora
para describir esta intención (el concepto de “agricultura”, que asociaba a los
agricultores con los campos que cultivaban), exhortaba al labrador y al
sembrador a que araran y sembraran el suelo árido para enriquecer la cosecha
mediante el cultivo (incluso Cicerón
usó esta metáfora al describir la educación de los jóvenes con el término cultura animi). El concepto suponía una
división entre los educadores llamados a cultivar las almas, relativamente
escasos, y los numerosos sujetos que habían de ser cultivados; los guardianes y
los guardados, los supervisores y los supervisados, los educadores y los
educandos, los productores y sus productos, sujetos y objetos, así como el
encuentro que debía tener lugar entre ellos.
De la palabra “cultura” se
infería un acuerdo planeado y esperado entre quienes poseían el conocimiento (o
al menos estaban seguros de poseerlo) y los incultos (llamados así por sus
entusiastas aspirantes a educadores); un contrato, vale aclarar, provisto de
una sola firma, endosado de forma unilateral y puesto en marcha bajo la
exclusiva dirección de la flamante “clase instruida”, que reivindicaba su
derecho a moldear el orden “nuevo y mejor” sobre las cenizas del Ancien Régime.
La intención expresa de esta nueva clase era la educación, la ilustración, la
elevación y el ennoblecimiento de le
peuple, de quienes recientemente habían sido investidos del rol de citoyens en los nuevos état-nations, el apareamiento de una
nación recién formada que se elevaba a la existencia de Estado soberano con el
nuevo Estado que aspiraba a desempeñar el papel de fideicomisario, defensor y
guardián de la nación.
El “proyecto de ilustración”
otorgaba a la cultura (entendida como actividad semejante al cultivo de la
tierra) el estatus de herramienta básica para la construcción de una nación, un
Estado y un Estado nación, a la vez que confiaba esa herramienta a las manos de
la clase instruida. Entre ambiciones políticas y deliberaciones filosóficas,
pronto cristalizaron dos metas gemelas de la empresa de ilustración (ya se las
anunciara abiertamente o se las supusiera de forma tácita) en el doble
postulado de la obediencia de los súbditos y la solidaridad entre compatriotas.
El crecimiento del “populacho”
incrementaba la confianza del Estado nación en formación, pues se creía que el
incremento en el número de potenciales trabajadores-soldados aumentaría su
poder y garantizaría su seguridad. Sin embargo, puesto que el esfuerzo conjunto
de la construcción nacional y el crecimiento económico también resultaba en un
excedente cada vez mayor de individuos (en esencia, era preciso desechar
categorías enteras de población para dar a luz y fortalecer el orden deseado,
así como acelerar la creación de riquezas), el flamante Estado nación pronto
enfrentó la apremiante necesidad de buscar nuevos territorios allende sus
fronteras: territorios con capacidad para absorber el exceso de población que
ya no encontraba lugar entre los límites del suyo.
La perspectiva de colonizar
dominios lejanos demostró ser un potente estímulo para la idea iluminista de la
cultura y dotó la misión proselitista de una dimensión completamente nueva que
abarcaba en potencia al mundo entero. En exacto reflejo de la idea de
“ilustración del pueblo” se forjó el concepto de la “misión del hombre blanco”,
que consistía en “salvar al salvaje de su barbarie”. Pronto estos conceptos
serían dotados de un comentario teórico en la forma de una teoría evolucionista
de la cultura, que elevaba el mundo “desarrollado” al estatus de incuestionable
perfección, que tarde o temprano habría de ser imitada o deseada por el resto
del planeta. En aras de esta meta era preciso ayudar activamente al resto del
mundo, coaccionándolo en caso de que opusiera resistencia. La teoría
evolucionista de la cultura adjudicaba a la sociedad “desarrollada” la función
de convertir a todos los habitantes del planeta. Todas sus futuras empresas e
iniciativas se reducían al papel que estaba destinada a desempeñar la elite
instruida de la metrópoli colonial frente a su propio “populacho”
metropolitano.
Bourdieu
concibió su investigación, recabó los datos y los interpretó en el preciso
momento en que estas iniciativas comenzaban a perder su ímpetu y su sentido de
dirección, y en términos generales ya estaban exánimes, al menos en las
metrópolis donde se tramaban las visiones del futuro esperado y postulado,
aunque no tanto en las periferias del imperio, desde donde las fuerzas
expedicionarias eran llamadas a volver mucho antes de que hubieran logrado
elevar la vida de los nativos a los estándares adoptados en las metrópolis. En
cuanto a estas últimas, la ya bicentenaria declaración de intenciones había
logrado establecer en ellas una amplia red de instituciones ejecutivas,
financiadas y administradas principalmente por el Estado, con suficiente vigor
como para apoyarse en su propio ímpetu, su rutina arraigada y su inercia
burocrática. Ya se había moldeado el producto deseado (un “populacho”
transformado en un cuerpo cívico) y se había asegurado la posición de las
clases educadoras en el nuevo orden, o al menos se había logrado que fueran
aceptadas como tales. Lejos de aquella audaz y arriesgada tentativa, cruzada o
misión de antaño, la cultura se asemejaba ahora a un mecanismo homeostático:
una suerte de giroscopio que protegía al Estado nación de los vientos de cambio
y de las contracorrientes, a la vez que lo ayudaba, a pesar de las tempestades
y los caprichos del tiempo inestable, a “mantener el barco en su rumbo
correcto” (o bien, como diría Talcott
Parsons mediante su expresión por entonces en boga, permitir que el
“sistema” “recobre su propio equilibrio”).
n resumen, la “cultura” dejaba
de ser un estimulante para transformarse en tranquilizante, dejaba de ser el
arsenal de una revolución moderna para transformarse en un depósito de
productos conservantes. La “cultura” pasó a ser el nombre de las funciones
adjudicadas a estabilizadores, homeostatos o giróscopos. Cuando Bourdieu la captó, inmovilizó, registró
y analizó a la manera de una instantánea en La
distinción, la cultura se hallaba en pleno cumplimiento de estas funciones
(que pronto se revelarían como efímeras). Bourdieu
no logró sustraerse al destino del proverbial búho de Minerva, esa diosa de
toda sabiduría: observaba un paisaje iluminado por el sol poniente, cuyos
contornos habían adquirido una nitidez momentánea que pronto se fundiría en el
inminente crepúsculo. Lo que captó en su análisis fue la cultura en su etapa
homeostática: la cultura al servicio del statu quo, de la reproducción monótona
de la sociedad y el mantenimiento del equilibrio del sistema, justo antes de la
inevitable pérdida de su posición, que se aproximaba a paso redoblado.
Zygmunt Bauman, La cultura en el mundo de la
modernidad líquida, FCE, Buenos Aires 2013
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