El nosaltres i la cultura de l'estadi.
La cultura en general y especializadamente la cultura de estadio ha
sido siempre, de manera congénita, un instrumento de des-subjetivación
política y de control social. Así ha sido en Roma desde el Panem et circenses;
y sobre Grecia tenemos el testimonio, indirecto y tardío, de Luciano de
Samosata -nació ya en la era cristiana, bajo el dominio del Imperio
Romano-, que, en su diálogo Anacarsis o de la gimnasia, se remonta a los
tiempos de Solón, al que nos pinta como hospitalario receptor y gentil
acompañante de un escita, seguramente rico, Anacarsis, que baja hasta
Atenas con el deseo de conocer la cultura y las instituciones de la
Hélade. Hay que decir que por "gimnasia" no entiende Luciano solamente
la habitual -no sé si cotidiana- de los particulares, sino también la de
un estadio -con multitud de espectadores, ya se entiende-; pero en lo
que dice de esto último puede haber influido, o por lo menos así lo
parece, su conocimiento de los grandes estadios o los circos de la Roma
imperial, pues, por añadidura, el texto menciona ya, con veinte siglos
de anticipación, la mayoría de los tópicos y gratuidades
racionalizadoras y moralizadoras que se reúnen en las actuales apologías
del deporte, con la pintoresca coincidencia de que Solón -o más bien el
Solón de Luciano de Samosata- las esgrima con la misma inclinación
defensiva y encarecedora. Pero Anacarsis no se convence en absoluto por
las razones de Solón, y sigue pareciéndole una total indignidad que
amigos que no tienen ningún disgusto se peleen rebozados en grasa, en
arena, en barro, haciéndose a veces mucho daño y luego sigan tan amigos.
A mí esto me ha recordado siempre al Marqués de Bradomín, en la Sonata de estío,
de Valle-Inclán, en el pasaje en que dice: "La raza sajona es la más
despreciable de la tierra. Yo al ver los puñetazos pueriles y grotescos
en la cubierta de la goleta, descubrí una nueva versión de la vergüenza:
la vergüenza zoológica".
Que el deporte, actividad sin contenido alguno y sin más objetivo que
el de la redundancia de la victoria como fin en sí mismo, haya podido
transformarse en contenido principal, por no decir único, de esa mala
pasión que es todo patriotismo arroja la más vidriosa sospecha sobre el
patriotismo en general, incluido el solo aparentemente no lúdico; ambos,
con singular indiferencia respecto de lo cruento o incruento,
pertenecen al mismo pragma y tienen el mismo origen. El acreditado grupo
de filólogos y antropólogos franceses sobre la cultura griega, formado
en torno al gran maestro Gernet, remite dicho origen a los juegos
funerarios; por ejemplo, los de las exequias de Patroclo, en la Ilíada,
canto XXIII. Parece ser que a toda la subsiguiente y diversificada
derivación funcional e institucional puede asignársele por clave la
palabra "agón", que yo describiría como relación de competición y de
controversia. Yo no he leído nada de Gernet, pero dispongo de la obra de
otro miembro del grupo, Marcel Detienne, Los maestros de verdad en la Grecia arcaica,
que tiene precisamente a Gernet como el autor incomparablemente más
citado, con hasta 45 referencias, de las cuales transcribo aquí la que
me parece más idónea y autosuficiente: "En el estudio Droit et sociéte
L. Gernet escribe: 'El derecho que empieza a aparecer en escena no lo
hace como una técnica especial y profesional: emana, ya como tal, de la
vida de los juegos; hay continuidad entre la costumbre agonística y la
costumbre judicial". Lo cual apunta al hecho de que el agón se traslada
de la competición deportiva a la controversia judicial, pero al fin se
conserva en cuanto oposición entre dos partes: en el estadio hay una
lucha de cuerpos, en el juzgado hay una de palabras. El extraordinario
hallazgo de Gernet sobre el primitivo origen del derecho conforme al
esquema de "partes" del agón tiene toda la importancia histórica de un
modelo de derecho procesal que pervive todavía hoy: la fórmula dual de
controversia entre "acusación" y "defensa" queda perpetuada en el nombre
mismo fijado en el derecho: "juicio contradictorio".
No podría haber sido más que la siempre perspicaz e hiperactiva
presidenta de la Comunidad de Madrid la que agarrase al vuelo la
posibilidad de explotar publicitariamente la ya de por sí
desaforadamente delirante explosión de victoria entre los españoles,
decidiendo hacer con ella márquetin de Estado, mediante la exposición de
la Copa de Oro en la Puerta del Sol, para que todos los madrileños
pudiesen adorarla como si fuese el Santísimo Sacramento. Naturalmente,
no podía ser más que la auténtica de oro y no una de yeso bañada en
purpurina, porque esta sería tan fraudulenta a efectos de irradiar
Gracia Santificante como una hostia de cartulina blanca recortada en
forma de círculo, y nuestra siempre fidedigna lideresa podría tal vez
dar gato por liebre en cualesquiera baratas laicidades o profanas
batallitas de una vida política en estado de creciente pequeñez, pero
nunca en un rito que ella misma, desde su incontestable Fe en España,
desde su congénita y profunda españolez, ha querido instituir con
carismática categoría sacramental. Por último, para representar al
equipo triunfador, no se ha puesto una camiseta de color rojo, que es,
por así decirlo, el color titular de la selección, sino que ha preferido
endosar una camiseta verde y con el número 1, lo cual está, en sentido
objetivo, enteramente puesto en razón, dado que eran el color y el
número de Casillas, que no solo ha sido capitán del equipo, sino también
uno de los grandes "héroes" de la Selección. Pero en esto tampoco puede
excluirse la motivación de una arrière pensée de nuestra
siempre rápida y avispada presidenta, sugerida por el azar de que
Casillas sea nativo de la provincia de Madrid, en el sentido de
aprovechar el dato para dejar un poco de lado a los catalanes, demasiado
numerosos en la Selección y con sus propios "héroes", y sobre todo el
otro capitán, aunque en África fuera de servicio, Puyol, con su gol de
cabeza viniendo desde atrás, como el tebano Pelópidas en Leuctra contra
los espartanos. La publicidad que buscaba nuestra siempre omnipresente
hiperpresidenta quería ser central, no, en modo alguno, periférica, y
solo la que, por feliz coincidencia, se le ofrecía con el castellano
Casillas podía ser, para ella, verdadera publicidad de la ya
descaradamente designada como "Marca España".
La explotación publicitaria que por obra del Estado y no menos por
los medios de comunicación ha tenido esta famosa Victoria de España,
rematada por el obsceno culto de la Puerta del Sol, en que los
adoradores de la Copa de Oro recordaban a los de la procesión del Corpus
de Toledo, que más que a adorar al Santísimo -cosa que puede hacerse en
cualquier parte- parecen haber ido a adorar esa secular montaña labrada
en oro y pedrería que es la custodia de Arfe, no puede dejar de
provocar un repeluco hacia el deporte en general como el que le hizo
decir a Leon Bloi: "Creo firmemente que el deporte es el medio más
seguro para producir una generación de cretinos dañinos". A veces, en
efecto, tan dañinos como los nazis, acerca de los cuales José Ignacio
Barbero en su excelente introducción a su propia selección de distintos
autores, que titula Materiales de sociología del deporte, nos
da esta información: "Hitler convirtió los Juegos Olímpicos en un asunto
de vital importancia para el Estado, en una oportunidad histórica para
mostrar al mundo los logros del nacional-socialismo y del Tercer Reich";
y en nota a pie de página da una cita de un manual de Kurt Münch: "Todo
atleta y deportista del Tercer Reich debe servir al Estado... El
deporte alemán es, en el sentido total del término, político". Todos
conocen las acciones y propósitos políticos, inmensamente criminales,
que a continuación se perpetraron por mano de los propios seguidores de
esa doctrinaria concepción de los deportes.
En fin, el patriotismo es una mala pasión, que, con la ya más arriba
mencionada indiferencia ante lo cruento o lo incruento (que me parece
que al menos en el fútbol hace sólo 30 años no era así) se sustenta y
perpetúa en el hecho de que la Victoria, deportiva o guerrera, sea el
único o máximo instrumento de autoafirmación colectiva. La mera idea de
"lo colectivo" muchos la ennoblecen, porque no es personal; lo personal
suele ser arbitrariamente tachado de individualismo y egoísmo; lo
colectivo, en cambio, pertenece al Nosotros. Convendría, por tanto,
señalar que el Nosotros no sólo en la gramática es tan persona como el
Yo, sino también, por añadidura, como se ha visto en la unanimidad del
Totalitarismo, muchísimo peor persona.
Rafael Sánchez Ferlosio, ¡Y qué afán de ganar y ganar!, El País, 07/08/2010
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