Contra les falses esperances del ciberutopisme.
ERNESTO CASTRO. Sociofobia,
como el malo de Batman, tiene dos caras. Una primera ceñuda y adusta
que arremete contra el ciberutopismo, y una segunda que propone con
rostro amable un modelo distinto de socialismo. A lo largo del libro
justificas esta asociación/enemistad diciendo que las utopías digitales
son, valga la redundancia, la consumación del consumismo. ¿No exageras
un poco sobre este punto? Quiero decir, muy pocas cosas escapan hoy a
la dinámica igualitaria del deseo, cuya tendencia consiste en equiparar
en términos comerciales la necesidad y el gusto bajo el rótulo de las
preferencias personales. Ilustra muy bien este punto el ejemplo de la
asamblea vecinal del 15-M que debate entre celebrar las reuniones el
sábado por la tarde (inviable para los papas y las mamas) o hacerlo de
buena mañana (inviable para los del friday night fever).
«Lo que me llamó la atención fue que los jóvenes sin hijos parecían
pensar que cuidar de un niño es una opción más entre otras», señalas.
Y
tienes razón. Las redes sociales secundan esta tendencia, aunque
algunas permiten discriminar círculos concéntricos de interés, muchas
sitúan a tus allegados a un click de distancia de
Johnnie Walker. Debería ser una fuente de dilemas morales el trabajar
gratis para las agencias de publicidad (y para la CIA) subiendo
información confidencial a Facebook. Pero no es así. Y no es así porque
bajo el usufructo privado del pageranking pervive cierta apariencia de donación gratuita. A diferencia de lo sucedido en la guardería israelí que mencionas en Sociofobia,
donde la penalización crematística de quienes recogen tarde a sus
hijos termina convirtiendo la puntualidad en algo que Mastercard puede
comprar, los $$$ no han hecho de la Web 2.0 un lugar menos grato, salvo
por la incómoda publicidad de YouTube.
Así
pues, teniendo en cuenta el variado catálogo de fenómenos consumistas
que relativizan la importancia económica y psicológica del cuidado,
verdadero basamento de tu propuesta, ¿por qué esta manía con Internet?
Las redes sociales quizá no generen comunidad o revolución ex nihilo,
pero permiten mantener el contacto a distancia, son un avance hacia la
sociabilidad comparadas con la televisión, por mucho que la actividad
online mayoritaria consista en ver el porno y las series de la caja
tonta. ¿Es que el socialismo rendueleano carece de mejores enemigos
políticos que este inofensivo potlach internauta?
CESAR RENDUELES. Bueno,
no tengo nada en contra de internet ni de ninguna máquina en
particular, salvo los todoterreno, algunas armas y el vocoder. En
realidad, diría que soy bastante receptivo a la capacidad de la
tecnología para potenciar cambios sociales valiosos. Es una vieja idea
marxista. A Marx le escandalizaba que el capitalismo desaprovechara las
posibilidades tecnológicas que él mismo desarrolla. O sea, inventamos
chismes que permiten trabajar menos y crear riqueza de sobra y los
convertimos en fuentes de extraños problemas, como el desempleo y la
sobreacumulación. En el caso de los bienes digitales, que se pueden
reproducir casi sin coste, la cosa es aún más escandalosa. Pero a Marx
nunca se la pasó por la cabeza que la propia tecnología fuera en sí
misma liberadora. En cambio, hoy mucha gente cree que la salida a los
distintos dilemas a los que nos enfrentamos pasa por alguna clase de
transformación tecnológica o cognitiva: producir software en vez de
carbón, hackear en vez de sindicarse, ligar en badoo en vez de en un
bar…
Aún
así, ni siquiera creo que esas ilusiones tecnófilas sean en sí mismas
particularmente graves. Sí, hay gente a la que le gusta la cacharrería
digital más que a un tonto un transistor, ¿y qué? El ciberfectichismo
es un síntoma irritante pero relativamente benigno de un problema mucho
más importante, que es la rebaja de nuestras expectativas políticas.
Me refiero a que no damos un duro por nuestro sistema político o
nuestro modelo económico, pero somos incapaces de asumir el tipo de
compromiso necesario para transformarlos. Nos da pánico la deliberación
política, la necesidad de llegar a acuerdos –o de gestionar nuestros
conflictos– con los demás. Así que buscamos desesperadamente
automatismos que nos libren de afrontar ese infierno interpersonal. El
ciberfetichismo cumple esa función. No es el único mecanismo social que
lo hace, claro, pero sí seguramente el más consensual en este momento.
En
definitiva, creo que la crítica de la ideología tecnológica puede
ayudar a entender algunos de los límites ideológicos a los que se
enfrenta hoy la democracia radical. Un corolario de esa crítica, como
apuntas, es que las tecnologías de la comunicación no son tan
importantes. Sin ningún genero de dudas no lo son económicamente y
seguramente tampoco lo son socialmente. Por ejemplo, a pesar de las
monsergas buenrollistas sobre la brecha digital, la verdad es que los
pobres pasan más tiempo delante de la pantalla del ordenador que los
ricos. Las relaciones cara a cara son cada vez más un bien valioso y
escaso acaparado por las élites, como sabe cualquiera que haya enviado
un curriculum a una dirección de email corporativa. Lo que hacen los
medios digitales es producir una sensación de conectividad generalizada
que es fácil de confundir con una especie de igualdad de
oportunidades. Pero tus followers no te van a librar del paro, tu compi
del Colegio del Pilar sí.
EC.
A la hora de desestimar las falsas esperanzas del ciberutopismo
recurres a varias estrategias argumentativas calcadas del pensamiento
conservador. Viene siendo habitual entre los conservadores el tomarse
muy en serio las declaraciones de boquilla de los tecnófilos para luego
desechar sus desmedidas pretensiones a golpe de ironía y sentido
común, las dos grandes bazas de Sociofobia. Las buenas
nuevas sobre Internet, conforme a estas premisas, o no son nuevas o no
son buenas. Wikipedia sería «parasitaria de instituciones académicas
tradicionales con una organización convencional», argumentas utilizando
un apelativo recurrente en tu escritura: casi todo lo bueno de la Web
2.0 sería, según sueles decir, un parásito de alguna realidad analógica anterior.
Claro que esta metáfora biológica resulta contagiosa. ¿Acaso los redactores de la Encyclopédie
no parasitaron de las instituciones eclesiásticas donde aprendieron a
leer y escribir? Me dirás que Jimmy Wales necesita de la caridad
altruista de sus lectores para sobrevivir, mientras que Diderot pudo
hasta salir de la cárcel gracias al mecanismo de suscripciones que
construyó entorno suyo. Aquí entra en juego el clásico problema liberal
--para nada baladí-- de cómo hacer $$$ online, o en su variante de
izquierdas, de cómo construir instituciones cibernéticas sostenibles.
¿Acaso resulta imposible tal cosa? Tiendo a pensar que Internet no
depende solo del altruismo, su futuro parece asegurado por las fuerzas
del status ególatra, pero quizá tengas razón y no podamos convivir sin
normas, esto es, sin directrices cuya observancia trascienda cualquier
motivación. Ahora bien, para gestionar los bienes comunes, ¿por qué no
bastan los compromisos negativos? Dices que las relaciones comunitarias
son necesarias, que las restricciones sobre la iniciativa individual
son insuficientes, que no hay commons sin igualdad y/o dependencia. Como diría Mourinho: ¿por qué?
Ya
puestos a levantar instituciones duraderas, ¿por qué prefieres una
comunidad cuya perpetuación descansa sobre motivos humanos, demasiado
humanos comparados con los intereses y las preferencias que el
mecanismo punitivo de las sociedades modernas amenaza a diario? Buena
puede ser la disuasión punitiva autoritaria, a falta de entendimiento
comunitario, en vistas a solucionar los dilemas del prisionero
colectivos que nuestra generación tiene que afrontar, ¿no crees? No veo
cómo las relaciones personales profundas podrán solucionar mejor los
problemas de depredación ecológica, por ejemplo, allí donde podemos
utilizar los aparatos coercitivos estatales (impuesto ecológico) y los
mecanismos de mercado (trasladar los costes ambientales a los precios).
CR.
A pesar de las apariencias, no soy nada nostálgico de las relaciones
densas y duraderas típicas de las sociedades tradicionales. Las
familias extendidas a menudo han fomentado relaciones de dependencia
personal basadas en el sometimiento. Cierto tipo de invididualismo –la
idea de entender la propia vida como un proyecto que cada uno tiene la
responsabilidad de cultivar– me parece una herencia ética moderna
importante. Personalmente me siento cómodo en las sociedades complejas y
no me disgusta el anonimato de las grandes ciudades.
Pero
es cierto que la fragilización de las relaciones sociales supone un
límite importante para casi cualquier proyecto de cambio político que
queramos emprender, sean grandes procesos constituyentes o el día a día
de nuestra vida en común. Ningún sistema de apoyo mutuo puede
subsistir si depende de la motivación individual. Si los bebés tuvieran
que esperar a que a sus padres les apeteciera cambiar sus pañales o
darles la papilla, no sobrevivirían ni una semana. Lo que conseguían
los sistemas de normas tradicionales es limitar las ocasiones en las
que nos hacemos la pregunta, ¿quiero cooperar o seré un gorrón?
La
gestión política de las sociedades complejas apenas cuenta con esa
malla interpersonal que nos vincula mutuamente. Para suplirla, desde
hace un par de siglos hemos recurrido básicamente a dos dispositivos.
El primero es alguna clase de coordinación espontánea, como la que se
da en el mercado. La segunda es la autoridad burocrática. Ambas son muy
poco simpáticas, pero estoy de acuerdo en que si se entienden como
herramientas limitadas no tienen por qué ser negativas. Sin embargo,
para que sean eficaces y amigables necesitan estar vertebradas por
vínculos personales que las vertebren y eviten que se descontrolen. Es
verdad que el panadero no me vende el pan por su buen corazón, pero si
un día llego a su tienda y veo que se ha caído al suelo y se ha roto
una pierna y me limito a decir "vaya, así que hoy no me va a poder
atender" y me largo a la panadería de enfrente, seguramente nuestras
relaciones comerciales –no sólo las personales– se verán resentidas. Y
lo mismo ocurre con la burocracia: si no está atravesada por
compromisos personales resulta no sólo despótica, también ineficaz.
Así
que la cuestión es que, siguiendo con el ejemplo que planteas,
instituir los mecanismos burocráticos o mercantiles necesarios para
limitar eficazmente la depredación ecológica puede ser muy difícil sin
una red de normas tupida. Y lo mismo pasa con otros elementos de los
estados contemporáneos, como la separación de poderes o la libertad de
prensa. Creo, por ejemplo, que la base de una representación política
legítima es que los representantes se comprometan a ser evaluados
efectiva, y no sólo retóricamente, por sus electores. La esencia de la
representación es la obligación de justificarse ante los representados.
Es muy difícil que ese proceso de evaluación desde abajo se pueda
reducir a un conjunto de procedimientos abstractos –nuestras
democracias formales son el mejor ejemplo de ello–, más bien precisa de
un fuerte compromiso por parte de las personas implicadas.
El
problema de todo esto es que parece imposible conjugar la ética
individualista moderna con un tejido normativo denso. No podemos medir
dos tacitas de comunidad y una pizca de individualismo y hacer una
combinación que nos agrade. Una vez que empezamos a pensar como
individuos todo se transforma.
Es como si estuviéramos condenados a elegir entre comunidades
potencialmente opresoras y un individualismo autodestructivo. Creo que
los revolucionarios del pasado siglo intuyeron este problema pero no se
atrevieron a plantearlo explícitamente. Eran muy conscientes de los
lastres de la tradición, pero sus propias organizaciones surgieron de
una dinámica de apoyo mutuo y compromiso no condicional.
Lo que pretendía denunciar en Sociofobia
es que las tecnologías de la comunicación no han solucionado este
dilema, aunque a menudo se nos diga que sí. Al contrario, lo han
exacerbado. No hay un vínculo social al mismo tiempo poderoso y
electivo propio de las redes contemporáneas. Tal vez el término
"parásito" no sea el más apropiado para expresar esa idea, porque tiene
connotaciones muy negativas. Que un proyecto tan extraordinario como
Wikipedia se parezca en parte a una enciclopedia convencional es algo
bueno. Significa que ha conseguido incorporar a muchísima gente a una
tarea, la edición, que me importa y a la que he
dedicado una cantidad obscena de horas. Y eso me resulta mucho más
interesante que las elucubraciones mantecosas sobre la mente colmena y
el neuromagma digital.
EC.
Valorar la dependencia como un hecho social y respetar el carácter
contingente de nuestra racionalidad práctica quizá sean las dos grandes
apuestas normativas de Sociofobia. Sobre lo segundo
dices: «Tendemos a pensar en la dependencia de un modo similar a como
los liberales imaginan la igualdad. No creen que sea algo malo, pero no
la consideran ni una fuente de obligaciones ni una situación estable.
En todo caso, es un punto de partida de la libertad personal.» En
verdad, resulta bastante extraño considerar la dependencia en términos
distintos. Entiendo que la igualdad tenga valor propio, pues los
principios de justicia distributiva suelen favorecer, ceteris paribus,
el reparto equitativo de las cargas y los bienes. Las situaciones de
dependencia, por el contrario, cuando no un simple atentado contra la
autonomía, me parecen un efecto lateral (¿indeseable?) del intercambio.
Que alguien tenga que pedir permiso para vivir, ya sabes a qué pasaje
marxiano me refiero, no me parece una condición existencial harto
feliz.
Responderás
que la dependencia recíproca «no es eso, no es eso», como dijera
Ortega y Gasset, dadas ciertas condiciones comunitarias ideales. Sea
como fuere, todo esto sigue teniendo resonancias a coartada
kissengeriana: «Estados Unidos depende de los plátanos de Costa Rica;
Costa Rica de los ordenadores de Estados Unidos.» La búsqueda de la
autarquía, tanto la individual como la colectiva, puede suponer el
suicidio; ahí estamos de acuerdo. Pero de ahí a subordinar la
fraternidad bajo la dependencia, como a veces sugiere Sociofobia,
hay un buen trecho. Quien ha estado enamorado lo sabe: incluso bajo
una relativa igualdad y cuidado mutuo, construir un nosotros bajo el
signo de la comunidad dependiente se parece más a tener una esclavitud
compartida que otra cosa. Llámame hobbesiano, pero me convence y me
estimula mucho más la voluntaria asociación de sujetos independientes,
por quimérica y de derechas que sea.
CR.
Bueno, la dependencia mutua no es exactamente una opción. Es una
realidad antropológica insoslayable. Todos los seres humanos son
completamente dependientes durante muchos años de infancia, muchos lo
vuelven a ser de forma temporal o permanente en algún momento. El resto
de nuestra vida solemos cuidar y ser cuidados simultáneamente y en
distinto grado: cocinamos, limpiamos, acompañamos, vigilamos, curamos,
educamos, consolamos… y recibimos todas esas atenciones. Los estudios
econométricos sobre este trabajo no remunerado son fascinantes.
Muestran que los cuidados mutuos es un elemento esencial de cualquier
sociedad moderna, más que cualquier industria, pese a que es
prácticamente invisible en términos económicos, políticos y simbólicos.
Por ejemplo, lo único que la tradición filosófica ha tenido que decir
en veinticinco siglos sobre el cuidado de los niños son las profusas
chorradas de un ególatra suizo que entregó a todos sus hijos a un
orfanato. Así que, en primer lugar, cualquier proyecto ético se recorta
sobre esa realidad material. Puedes ser todo lo hobbesiano que
quieras, pero no te vas a librar de ella.
Para
mí fue un descubrimiento importante entender que el cuidado podía ser
una fuente de realización personal, y no sólo de sometimiento. Es algo
que mi generación, la primera educada completamente en el
hiperconsumismo, ha entendido tarde y mal. Nos ha pasado un poco lo que
al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca satisfacer su ambición con
conocimiento, sexo, experiencias vitales, transformando el mundo… Pero
nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de gritarle: "tío,
cómprate un perro". Porque, es curioso, lo único con lo que no prueba
es a cuidar y ser cuidado, tal vez formando parte de una de las
sociedades de apoyo mutuo de trabajadores que en la época de Goethe
empezaban a prosperar.
El
cuidado mutuo es una de las vías más importantes de las que disponemos
para reparar nuestras vidas dañadas. No me refiero a esas majaderías
cursis sobre lo gratificante que es atender a los demás. Muchísimas
veces no lo es en absoluto; es agobiante e increíblemente cansado (la
paternidad me ha enseñado que es posible vivir sin dormir).
Básicamente, creo que hay formas de vivir plenamente las capacidades
individuales propias de las distintas situaciones de dependencia mutua.
A algo de eso se refería Marx con lo de "a cada cual según sus
necesidades, de cada cual según sus capacidades". La ética del cuidado
tiene un engranaje interesante con los proyectos de emancipación
política. Nos puede ayudar a pensar en qué puede consistir la
fraternidad, ese valor republicano eclipsado del que hablaba Toni
Domenech en un libro buenísimo. Porque, si te paras a pensarlo, hoy la
fraternidad resulta una idea bastante oscura, suena un poco a club de
veteranos de guerra o de ultras de fútbol. Yo diría que era una forma
de denominar una búsqueda de formas emancipadas de apoyo mutuo, de
ensayar cómo cuidarnos los unos a los otros sin someternos. El
comunitarismo es una pésima opción en ese sentido. Primero porque a
menudo es opresor y segundo porque ya no está a nuestro alcance. Las
pequeñas comunidades tradicionales prácticamente han desaparecido… tal
vez por suerte. El cuidado no: es una realidad demasiado básica y, por
eso mismo, muy plástica. El cuidado exige un fuerte compromiso pero es
compatible con amplias dosis de libertad individual. Por eso es la base
material de cualquier proyecto de construcción ética.
EC. Tengo que decir, sin voluntad alguna de mentir o pelotear, que Sociofobia
está muy bien escrita. El libro tiene algunos pasajes marxistas
emotivos (cuando recuerdas que El Capital se deshace en elogios a los
inspectores de trabajo por hacer de las esperanzas socialistas una
realidad cotidiana, una verdad concreta), seguidos de ejemplos
personales hilarantes (como el manifestante antifranquista que siendo
apaleado por los grises se exculpa a grito de «Pero que yo no quiero
libertad»), acompañados finalmente por guiños varios a la cultura
popular y chistes malos hasta decir basta. Una fórmula de redacción
ensayística que juzgábamos monopolio inexpugnable de charlacanes como
Slavoj Zizek, pero que tú depuras de toda la jerga y consigues además
combinarla con datos empíricos y lecturas científicas, por decirlo de
algún modo.
Una
pregunta con trampa: si tuvieras que elegir entre los economistas
neoclásicos, los psicólogos experimentales y los sociólogos prometéicos
que tanto criticas o los opinadores de blandiblú que
apenas citas pero que —intuimos— se aproximan a las intuiciones
antropológicas y a la contingencia pragmática defendidas en Sociofobia,
no me digas que te llevarías los volúmenes de los segundos a una isla
desierta, que mi pequeño corazón ilustrado llorará mucho tiempo en
silencio, y tú además perderás la oportunidad de realizar una
robinsonada de padre muy señor mío.
Ahora
en serio, ¿de verdad crees que rebajar el aparato formal de nuestras
mejores teorías redundará en beneficio de una mayor capacidad
explicativa? Porque yo no. El camino a recorrer, ¿no debería ser el
contrario? En lugar de rebajar nuestros estándares de verificación
científica, dotar de coherencia matemática a aquellas propuestas
heterodoxas que consideremos más prometedoras, ¿no suena mucho mejor
que consultar vaguedades divulgativas hasta que salgan canas en los
huevos? Sin ánimo de ofender.
CR. Soy
muy escéptico respecto a la capacidad teórica de las ciencias
sociales. Mucha gente opina hoy que preguntar a un economista ortodoxo
es ligeramente menos fiable que escrutar las vísceras de un ave. Hemos
pagado muchos miles de millones de euros para descubrir esa sencilla
verdad epistemológica, cuando seguramente para ese viaje no hacían
falta alforjas. Por ejemplo, a lo largo del último siglo la presencia
de economistas en los gobiernos no sólo no ha mejorado la gestión
pública sino que casi siempre la ha empeorado. Los programas más
exitosos de desarrollo económico no han sido impulsados por economistas
profesionales sino por ingenieros, médicos o incluso, que Dios me
perdone, abogados. Es un resultado que se puede extrapolar a todas las
disciplinas cubiertas por las ciencias sociales. Con frecuencia los
amateurs obtienen mejores resultados prácticos que los profesionales de
la pedagogía, la psicología, la sociología, la economía, la
antropología…
Eso
no significa que no exista conocimiento en esos ámbitos, que todo de
igual y que estudiar sociología o psicología sea una pérdida de tiempo.
Lo que pasa es que es un conocimiento distinto del que desarrollan los
científicos. Es un saber cotidiano, como el que utilizamos al cocinar,
o al escribir correctamente, o al educar a un niño. Hay gente que
escribe o cocina o cuida mejor que otra, y son áreas donde se producen
importantes progresos cognoscitivos. Pero es imposible sistematizar
esas habilidades en un conjunto de teoremas con los que podamos operar
para obtener resultados novedosos y empíricamente significativos. Yo
diría que esto es básicamente lo contrario de lo que suelen plantear
los autores de libros de divulgación, al menos los más fofos, que
regurgitan vaguedades a mansalva amparados en supuestas bases
científicas.
Creo
que los científicos sociales que mejor han entendido estas
limitaciones han sido los historiadores. Es significativo que cuando se
discute sobre ciencias sociales casi nunca se menciona la historia.
Los historiadores resultan un poco anticuados, siempre enterrados en
archivos y legajos, frente a los economistas y los psicólogos, que
parecen los listos y modernos del gremio con sus simbolitos
aritmomorfos. Yo lo veo exactamente al revés. Los historiadores nos han
mostrado lo que da de sí la ciencia social, ni más ni menos. Para mí
los mejores libros de ciencias sociales de la segunda mitad del siglo
XX son los de E.P. Thompson, Hobsbawm, Braudel, Sainte-Croix o Brenner,
no los de Olson o Lévi-Strauss.
La
mayor parte de la teoría social más prestigiosa se reduce a
especulación bituminosa o análisis formales con una remota conexión con
la realidad empírica. No lo digo en tono peyorativo. Me he dedicado a
la filosofía la mayor parte de mi vida adulta, así que tengo amplias
tragaderas para la metafísica y la lógica. No creo que los
descubrimientos de la psicología cognitiva reciente añadan grandes
novedades a la filosofía moral clásica o, si me apuras, a las
intuiciones recogidas en el refranero español. La intensionalidad de la
preferencia, por ejemplo, viene a ser una formulación refinada de "el
corazón tiene razones que la razón no entiende". Pero es cierto que las
escenificaciones experimentales permiten entender estas cuestiones con
mucha más precisión y por eso son útiles para reflexionar. Lo mismo
pasa con la teoría de elección racional. Es un ejercicio de lógica que describe básicamente como no son
las cosas. A alguna gente retorcida, como yo, eso nos ayuda a pensar.
Pero no se me ocurre confundir eso con la ciencia social, que más bien
debería hablar de cómo son las cosas en realidad. Así
que, sí, a una isla desierta me llevaría textos de Thomas Schelling o
de Arrow, pero mayormente porque no me gustan los sudokus y no sé jugar
al ajedrez.
EC. La música cobra cierto protagonismo en Sociofobia. En un momento mencionas el hardcore y el northen soul,
modelos de cooperación comunitaria alternativa, y luego señalas a
renglón seguido que los sistemas de intecambio gratuito de documentos
audiovisuales en Internet siguen siendo «parasitarios» —¡quia!— de las
escenas musicales locales. ¿Y qué me dices del nomadismo de Boiler
Room? Vale que los DJs pinchan en lugares físicos concretos, los
humanos tenemos la desgracia de vivir en 3D, pero podría mencionar
varios géneros musicales que nacen en un sitio y se escuchan sobre todo
en otro, como el psytrance o el goa trance, de orígenes indios y
recepción europea. Luego tienes cosas como el IDM, que no está hecho
para el club, cuyo lugar de reunión fue Warp Records. O el brostep, esas
melodías armónicas de chatarrero con franquicia en UKF, la página de
YouTube. Y en general la creación de gustos musicales en torno a sellos
o webs como Resident Advisor confiere un tufillo viejuno, si me
permites el calificativo, a tu juicio sobre los parásitos culturales
digitales.
Mucho
más polémicas y perspicuas me parecen tus observaciones contra la
hegemonía auditiva del hipsterismo occidental. Copio tus palabras: «Las
páginas de tendencia de los grandes medios publicitan hasta la náusea
las tendencias de los grandes medios, aunque su recepción en nuestra
país sea muy minoritaria. [...] Estilos musicales apreciados por los
inmigrantes como el raeggaetón, el kuduro o la cumbia, son considerados
por los críticos como un pozo de degradación estética y sexismo. Es
comprensible que a los aficionados a la música abstracta, digamos
Stockhausen, les parezca que la música popular contemporánea es chusca y
poco elaborada. No es el caso de la mayor parte de los críticos
musicales, siempre receptivos a obras de aspiraciones irónicas poco
innovadoras y mal tocadas si vienen avaladas por el New Musical Express.»
¿Algo
que añadir a estas saetas envenenadas? ¿Es el elitismo rampante algo
propio de las artes plásticas, escénicas y musicales o también sucede
con los productos culturales audiovisuales, donde parece que por el
momento están igualadas las fuerzas de la distinción (digamos Carlos
Losilla) y las huestes plebeyas (digamos Carlos Boyero)?
CR. Uso
la música como ejemplo porque me parece que es una fuente de
experiencias estéticas que a mucha gente le resulta cercana. Pero mi
conocimiento de la música popular contemporánea es más bien marginal y
estoy perfectamente dispuesto a rectificar las inexactitudes que haya
cometido. No obstante, yo no me refería tanto a la creación de gustos,
que son relativamente fluidos, como a la aparición de escenas que
vertebran la vida de mucha gente. Me sigue asombrando el modo en que la
música popular consigue implicarnos en proyectos que son un fin en sí
mismos de una manera que ya casi nada lo hace. Me resulta difícil creer
que una página de youtube pueda sustituir al tipo de relación
continuada entre grupos, distribuidoras, fanzines y público que para
miles de jóvenes ha sido prácticamente una forma de vida. En ese
sentido, entiendo algunos aspectos de la música popular como una
intervención estética similar a la práctica del deporte, que me
interesa mucho más que la mayor parte de los artefactos culturales. Hay
algo liberador en la experiencia de esa gente que en pleno invierno se
levanta a las seis de la mañana para correr quince kilómetros antes de
ir a trabajar a un supermercado, de esos oficinistas que cada viernes
se abalanzan a sus coches para buscar montañas que escalar durante el
fin de semana. Todo ello absolutamente para nada, como casi todas las
cosas realmente importantes.
El
asunto del elitismo es bastante resbaladizo. El mundo de la cultura
está completamente enfermo de clasismo. Pero también es importante
distinguir entre el elitismo y la legitimidad de la crítica, que me
parece irrenunciable. Me refiero a que la actividad estética, toda,
implica de suyo procesos de evaluación. Ya sea para distinguir entre
Julio Iglesias y El Puma –y tal vez preferir a uno sobre otro– o entre
Bartok y Messiaen. Lo que la crítica cultural puede aportar, en mi
opinión, son tentativas de argumentación. Durante algún tiempo me
dedique a hacer reseñas de libros. Me impuse la condición de que cada
reseña debía incluir al menos un razonamiento que se pudiera discutir.
Quería evitar a toda costa que se convirtieran en una mera demostración
de gustos personales. Cuando leí La distinción de
Bourdieu me quedé perplejo al comprobar que a todos los idiotas con
estudios universitarios nos gustaba exactamente lo mismo: la fotografía
en blanco y negro, los paisajes industriales, las disonancias
musicales, etc. Por eso me fascinan esos editores que te dicen "yo sólo
publico lo que siento". Y les parece que así están haciendo mejor su
trabajo. Yo desconfío bastante de lo que siento. Imagino que será, en
buena medida, el eco de mi posición social.
Ernesto Castro, "La verdadera enfermedad es la rebaja de nuestras expectativas políticas" (César Rendueles, entrevista), Sin Permiso, 15/09/2013E
Ernesto Castro es autor de Contra la postmodernidad (Alpha Decay, 2011). César Rendueles acaba de publicar Sociofobia en la editorial madrileña Capitán Swing.
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