Parmènides i l'escola eleàtica.

Parmènides


3.. Parménides de Elea (540-470), fundador de la escuela elática, fue un hombre reverenciado por sus contemporáneos —«majestuoso y terrible» le llama Sócrates en un diálogo platónico—, que redactó la constitución de su ciudad y se formó en el pitagorismo. Dejó escrito un Poema (Peri physeos) del que se conservan bastantes fragmentos, y fue el padre de la ontología, que más tarde se llamará «filosofía primera» y luego —por un simple accidente, al que aludiremos en su momento— «metafísica».

El punto de partida de Parménides es la verdad, que en griego se dice alétheia, contrapuesta a la opinión irreflexiva (doxa). La verdad exige borrar toda pereza e inercia, y preguntarse con rigor qué significa es. Digamos entonces que significa «existe», «hay». Una cosa es significa: se da tal cosa. ¿Dice algo de tal cosa el que la haya, se dé o exista? Parménides contesta sin vacilar: sólo si A es, A es A. La lengua humana tiene un verbo que aplicado a las cosas las presenta como identidades (o cosas dotadas de «esencia»), aunque los humanos no perciban el secreto de la physis que con esto se está revelando. Como identidades o esencias aparecen los objetos del mundo, y la identidad de todas esas identidades se encuentra en el es; antes de ser grande o pequeña, bella o grotesca, blanca o marrón, la casa es casa, y sólo este sí mismo (autó) permite atribuirle luego cualesquiera determinaciones.

Observemos, sin embargo, que lo donante de identidad aparece todavía como mera cópula o verbo transitivo. ¿Y si lo vemos en su fundamentalidad, como lo que es? Parménides vuelve a responder con presteza: nos hallaremos en el núcleo de la verdad. Lo que hay, existe o se da es ser, y «ser» constituye la identidad absoluta supuesta por la existencia en general.

3.1. Como el matemático deduciría un teorema, Parménides deduce uno a uno los atributos o predicados del «ser» a partir del principio de identidad: «ser es; no-ser no es» (Fr. 2). Si ser es —y para Parménides no hay forma de esquivarlo—habremos descubierto no un dios sino mucho más que cualquier dios, un absoluto positivo como el intuido por Anaximandro (ápeiron), aunque en vez de ilimitado puro límite, «identidad» perfecta. Lo que se ha puesto de relieve es una esencia universal. Simplemente siendo le corresponden como propiedades inevitables las de «uno», «continuo», «inmóvil», «cerrado» y «lleno».

Este es «el corazón sin temblor de la redonda verdad» (Fr. 1). Nuestra experiencia nos tiene acostumbrados a lo múltiple, discontinuo, móvil y vacío, al nacimiento y a la muerte, pero para Parménides esa experiencia es el mundo de la opinión engañosa, que al prescindir de la identidad camina a ciegas por una dimensión de pura nada, revestida con el disfraz de realidad.
«Lo mismo es pensar y aquello por lo cual
hay pensamiento. Pues sin el ser donde él se dice
no encontrarás el pensar.
Nada hay ni habrá fuera del ser, porque el destino
lo encadenó a ser entero y sin movimiento.
Es así puro nombre todo cuanto los mortales
han instituido como verdad: nacer y perecer,
ser y no ser, cambiar de lugar y brillo.»
El rechazo lógico del mundo de los sentidos en Parménides se corresponde con el repudio ético hacia ese mundo en los círculos órfico-pitagóricos. También es acorde con el rechazo pitagórico del infinito real presentar al Uno y Mismo ocupando un lugar de extensión finita en un tiempo infinito.

Pero lo básico del Poema, al menos en su asimilación ulterior, es haber planteado con máxima generalidad y nitidez la cuestión del ser y el pensamiento. El ser podrá decirse de varias maneras (naturaleza, materia, objetividad), y lo mismo acontece con el pensamiento (presentado como razón, forma, subjetividad), pero es condición de verdad que ambas dimensiones coincidan. En otras palabras, no habrá cosa verdadera que no sea unidad de ser y pensamiento. Estas abismales consideraciones inauguran el terreno ontológico del saber, que es una amalgama de lógica y teología.

3.2. Los discípulos de Parménides fueron casi tan ilustres pensadores como él, y se esforzaron por mostrar la unidad de ser y pensamiento exponiendo los absurdos a que conduce cualquier devenir.

Dice la tradición que Zenón de Elea murió resistiendo a un tirano, tras cortarse la lengua con los dientes y escupírsela cuando éste le torturaba para obtener el nombre de otros conjurados. La truculencia de este episodio, quizá sólo legendario, sugiere un carácter de fortaleza infinita, y precisamente sobre lo infinito dejará dichas cosas inmortales. Sus proposiciones (logoi) sobre el movimiento, conocidas habitualmente como «paradojas» o «aporías», obligan a atribuirle la invención de la dialéctica, y son los primeros conceptos críticos sobre el espacio y el tiempo. El ejemplo de Aquiles que no alcanza a la tortuga, o la flecha que vuela estando quieta, son más conocidos que uno de los pocos conservados textualmente:
«Un móvil no se mueve ni en el lugar en que se encuentra ni en el que no se encuentra» (Fr. 4).
Aunque Aristóteles creyó haber refutado estos logoi, los problemas matemáticos sólo se consideraron resueltos al descubrirse el cálculo infinitesimal. Esto último constituye un malentendido, pues el cálculo nada añade ni quita a la agudeza de Zenón. Con todo, está en lo cierto Eugenio d’Ors —en su tesis doctoral Las aporías de Zenón de Elea y la noción moderna del espacio-tiempo— cuando sostiene que el problema de fondo sólo se mitigó al descartarse la idea tradicional de un espacio y un tiempo separados, merced a la teoría einsteiniana de la relatividad general.

Con el paso de los años, las aporías servirán de punto de partida y modelo para la escuela escéptica, aunque aquellos escépticos hiciesen hincapié más bien en una separación de ser y pensamiento, exaltando el poder de la inteligencia sobre cualquier materialidad.
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Meliso de Samos nació en la misma isla que Pitágoras unos cien años después. Como almirante de la flota insular logró derrotar a Pericles, cosa que le granjeó mala prensa en Atenas, y ya senecto escribió un libro llamado Sobre la naturaleza o sobre lo que es. Esta naturaleza (physis) se contempla como «uno, continuo, inmóvil, lleno», en la línea descrita por Parménides, aunque con un atributo nuevo —la ilimitación espacial— que algunos comentaristas (como Aristóteles) juzgaron inconsecuente con lo demás de la construcción.

Aplicado a probar la eternidad e indestructibilidad del Uno, Meliso llegó a una definición singularmente rotunda: lo que es ha de estar lleno; si está lleno no se mueve, y «si se diese una pluralidad de cosas seria necesario que fuesen tales como digo que es la unidad» (Fr. 30).

Antonio Escohotado, Los eleáticos

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