Albert Camus, una filosofia contra l'evidència.
Andando el tiempo, casi todo el mundo tuvo la impresión de que, si
aquello era una contienda, Sartre había ganado, tanto más cuando le fue
concedido el premio Nobel de Literatura que, aunque le fue otorgado años
después que a Camus, le compensó de su humillación con un doble
reconocimiento: el prestigio que extrajo del galardón y el que logró con
el rechazo formal del mismo. Se diría que Camus se esforzó en vano en
hacer ver adónde conducía el intento de convertir la Historia –concebida
de esa manera teleológica– en el reino inevitable de esa «facticidad»
de la que ahora presumían sus adversarios, como en otro tiempo –el
tiempo en el cual él pudo estar de su lado– lo habían hecho de la
«libertad»: «No soy cristiano y tengo que ir hasta el final. Pero ir
hasta el final significa elegir la historia de un modo absoluto, y con
ella el asesinato de otros hombres si ello es necesario para la
historia. De lo contrario, no seré más que un testigo». Como dice
Zaretsky (1), hay que leer El hombre rebelde como un ensayo «sobre
la necesidad de ser descortés», es decir, sobre los límites de la
«amistad» (y de la enemistad), sobre los equívocos de la camaradería.
Claro que Camus estaba en el mismo bando que Sartre, en el sentido de
que sus enemigos eran formalmente los mismos, pero eso no quería decir,
en todo caso, que, en nombre de esa «amistad política» pudiesen quedar
justificadas diferencias que consideraba decisivas. Camus era
aristotélico en este punto: más amigo de la verdad que de sus amigos,
escribió a Sartre que si la verdad estuviera en la derecha, él se haría
de derechas, es decir, que su camaradería y su «amistad» tenían un
límite. Del mismo modo, había escrito que «la prensa no es verdadera por
ser revolucionaria. Es revolucionaria por ser verdadera». Las
respuestas de Camus parecieron entonces de muy poca cuantía argumental.
Cosas del tipo: «es mejor estar equivocado y no haber matado a nadie que
tener razón y haber contribuido a cavar fosas comunes». Poca cosa en
comparación con las grandes declaraciones sobre las heridas de la
humanidad que eran norma en la revista de Sartre. Pero El hombre rebelde
insiste en ponernos ante la paradoja de nuestro tiempo: un paisaje
moderno infestado de campos de esclavos en los que ondea la bandera de
la libertad, de masacres justificadas por la filantropía o por un gusto
por lo sobrehumano. La rebeldía de Camus, tenía, pues, otro sentido muy
diferente que la revolución de Sartre y los suyos. Era una rebeldía que
se levantaba contra todos aquellos que aseguraban haber desvelado todos
los secretos de la lógica de la naturaleza humana. Los comunistas de la
Revolución rusa, como los terroristas de la Revolución francesa, estaban
seguros de haber hecho ese descubrimiento, y por eso pudieron
sacrificar a otros, porque todo el que estaba en desacuerdo con ellos no
solamente era traidor a la patria y a la historia, sino a la propia
humanidad.
Concebida de esta manera –como una rebelión contra la «resolución»–,
para Camus la rebelión es un deseo tan inherente al ser humano como
pueda serlo la voluntad de dominar a otros. Pero el acto de rebelión, en
su propio proceso, pone al descubierto ciertos límites morales comunes a
todos los seres humanos: «el hombre ha de rebelarse, pero la rebelión
ha de respetar los límites que descubre en sí misma, unos límites en los
que los espíritus se encuentran y, al encontrarse, empiezan a existir».
El hombre rebelde es un hombre que no ha perdido la memoria, como
parecen haberlo hecho los revolucionarios modernos una vez que han
derrotado a sus tiranos: oprimidos en su momento, se levantaron contra
sus opresores, pero se convirtieron rápidamente en opresores ellos
mismos, en cuanto dejaron atrás sus orígenes. En cambio, el pensamiento
rebelde «no puede prescindir de la memoria. Es un estado perpetuo de
tensión. Al estudiar sus acciones y resultados, tiene que decidir […] si
permanece fiel a sus nobles promesas o si, por indolencia o a causa de
la locura, se olvida de su principal objetivo y se mete en el lodazal de
la tiranía y la servidumbre». Al encontrarse con un antiguo camarada
que se había afiliado al Partido Comunista Francés, Camus le advirtió:
te convertirás en un asesino; «la guerra ya me ha convertido en un
asesino», le contestó su interlocutor. «A mí también», dijo Camus, «pero
yo ya no quiero ser un asesino»: «Este es el verdadero problema: suceda
lo que suceda, yo siempre te defenderé contra el pelotón de
fusilamiento. Pero tú te verás obligado a aprobar que me fusilen.
Piénsalo» (Robert Zaretsky, p. 117). Pero entonces no había tiempo para
pensar. En su misiva de ruptura con Camus, Sartre se enorgullecía de
tener los brazos metidos «hasta los codos» en el lodazal de la Historia,
como en otro tiempo Hegel también se situaba con delectación (y para
escandalizar a su elegante audiencia de «almas bellas») ante toda «la
masa concreta del mal». ¿Es que Camus no estaba en ese lodazal? ¿Es que
la «facticidad» puede justificar incluso los usos de la libertad que
conducen a acabar con ella? Camus se hubiera conformado con una duda,
con un titubeo. En esos gestos ya veía un suficiente atisbo de lucidez.
Pero no era momento para titubeos.
José Luis Pardo, Albert Camus, o la arena en el engranaje, Revista de Libros, 17/07/2013
(1) Albert Camus. Elementos de una vida, Trad. de Josep Sarret, Mataró, Ediciones de Intervención Cultural, 2012
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