El hooliganisme i l'ofici de pensar.
Hace algunos años, en el restaurante de un tren que atravesaba
Escocia, coincidieron un matemático, un físico y un astrofísico. Al
mirar por la ventana, este último mostró su sorpresa: “Vaya, en Escocia
las ovejas son negras”. Inmediatamente, el físico matizó: “Bueno,
querrás decir que en Escocia hay ovejas negras”. El matemático, callado
hasta entonces, resolvió: “En rigor, lo único que podemos decir es que
en Escocia hay al menos una oveja de cuyos lados uno es negro”.
Quizá sería mucho pedir a los ciudadanos la pulcritud neurótica del
matemático de esta apócrifa historia, pero, sin duda, de hacerlo,
mejoraría nuestra vida pública. Este verano, en Barcelona, cuatro
majaderos —no eran más, pero, por definición, un solo pitido es
infinitamente más ruidoso que el silencio de muchos— silbaron el himno
español en los Mundiales de natación y al poco rato el número dos de
Marca España se descolgaba en Twitter, el bar de borrachos, con un
“catalanes de mierda” que acabó por costarle la destitución. A mitad de
agosto, cuando aparecieron unas cuantas fotos de jóvenes del PP
realizando el saludo romano, no tardaron en propagarse por los mismos
bares consideraciones acerca de la condición fascista de la derecha que,
en Cataluña, algunos extendían a todos los españoles. Con la misma
calidad intelectual, esto es, ninguna, a partir del hecho más que
probable de que un barcelonés esté ahora maltratando a su mujer, yo
podría proclamar que todos los barceloneses (catalanes o españoles)
somos unos bestias. Y así, poco a poco, se encanalla la vida civil.
Frente a eso, no está de más acordarse de la famosa respuesta de
Churchill cuando le preguntaron qué pensaba de los franceses: “Pues no
sé, no los conozco a todos”.
El problema no es que las gentes enfilen por estas veredas. En
realidad, los ciudadanos son bastante contenidos. Al día siguiente del
11-M no asomaron proclamas xenófobas. Que la sinrazón se embride, o
prenda, depende en buena medida de los creadores de opinión, de los
políticos en primer lugar. En algunos casos no hay nada que esperar. El
nacionalismo, que aborda las relaciones políticas como enfrentamientos
entre pueblos, asume como pauta narrativa la ontología tribal: con
“presos vascos” se refiere a los asesinos de ETA, con “la justicia
española” al Constitucional y con “la política española” a todo lo
demás, desde los papeles de Bárcenas al más reciente desatino del
alcalde de la última pedanía. En su caso, la falacia secundum quid,
la generalización arbitraria, no es un error lógico, sino una
estrategia programática. Por eso, en sus filas, las descalificaciones
tribales no conducen a ceses o dimisiones sino a promociones. La lista
es larga.
Con todo, se puede entender que los razonamientos tabernarios se dén
entre políticos profesionales. Es deprimente, pero explicable. Otra cosa
es cuando se dan entre personas obligadas a pulir conceptos, como es el
caso de esa imprecisa fauna conocida como “intelectuales”. Cuando ello
sucede, la primera tentación en el gremio es deslindar para desmarcarse.
No han faltado los que, después de un “por favor, no confundan, que no
somos todos iguales”, han achacado el basureo a unos literatos ayunos de
toda teoría social pero siempre dispuestos a sentenciar. Y, desde
luego, no faltan ejemplos de poetas que la acaban liando. Hay quien
sostiene que el desorden de fronteras que derivó en la II Guerra Mundial
comenzó cuando D’Annunzio y sus 120 legionarios ocuparon la ciudad
adriática de Fiume. Los poetas falangistas contribuyeron no poco a
calentar la cabeza a la ciudadanía en nuestra guerra civil. Poetas
falangistas y de otras filias, como nos contó de la mejor manera Andrés
Trapiello en Las armas y las letras.
Todo eso es verdad, pero no toda la verdad. Es cierto que el juicio
político, práctico, no puede prescindir del buen conocimiento social, si
es que existe, pero, ciertamente, no se agota en él; requiere algunas
cosas más, entre ellas un talento para integrar resultados de distintas
disciplinas que no parecen estar al alcance de algunos especialistas que
confunden sus imprescindibles y parciales teorías con la realidad. La
miopía del especialista, que ignora y hasta se enorgullece de ignorar lo
que no cabe en su guion, es responsable de no menos desastres que los
calentones logorreicos de los poetas. La incapacidad para mirar más allá
de las inevitables anteojeras de la abstracción científica conduce, en
la práctica, a la pérdida de todo sentido de la realidad y, ante las
propuestas y conjeturas de no pocos especialistas, uno acaba por añorar
la insulsa prudencia de los futbolistas.
Ejemplos no faltan. Mas Colell, consejero de Economía de la
Generalitat de Cataluña, es un economista de primera, reconocido entre
los mejores y autor de importantes trabajos que, todo sea dicho, poco
tienen que ver con la economía pública. Pues bien, no hace mucho,
declaraba estar “dispuesto a ceder mucha soberanía a Bruselas, mucha,
más de la que estoy dispuesto a ceder, en estos momentos, a Madrid.
Conozco a Europa muy bien y sé que respetan la diversidad. Mi identidad,
mi manera de ser, el ser catalán no estará nunca en cuestión, pero no
puedo decir lo mismo del Gobierno español”. En apenas 20 palabras hay
desatinos conceptuales (soberanía catalana), falsedades empíricas
(ningún país de la UE ha dado tanta protección a las lenguas
minoritarias como España: pregunten a Merkel por el bajo alemán) y
bobadas desbocadamente reaccionarias que harían descoyuntarse de risa al
mismísimo Heiddeger (“el ser catalán”). No se trata de discrepancias
razonables sino de auténticos despropósitos que descalifican a cualquier
académico y que, seguramente, Mas Colell se guardaría de repetir en un
departamento universitario, aunque no tiene problemas en arrojarlas a un
público dispuesto a jaleárselas y que, además, se sentirá confirmado en
sus delirios porque las escucha en boca de un “sabio”. Un ejemplo
superlativo de irresponsabilidad. No se puede por la mañana explicar el
teorema de Arrow en clase y por la tarde hablar en nombre del “ser
catalán”.
No faltan quienes tiran por lo derecho y apuestan por la venalidad
del gremio, incluso en el sentido más ramplón del diagnóstico. Cuesta
poco comprar voluntades intelectuales. La inseguridad material y la
vanidad, tan comunes entre los que andamos entre papeles y en empeños
solitarios, se bastarían para explicar la extendida disposición de la
cofradía a regalar los oídos de los poderes o de la turba. Explicarían,
también, omisiones y silencios. Y las diversas formas de hacerse el
loco, despistados a sabiendas, que tampoco faltan quienes, afinados en
sus quehaceres, cuando tercian en las cosas públicas ofrecen una
sensación parecida a la que describía Gil de Biedma a cuenta de cierto
hispanista: “Uno de esos seres cultos, sensibles y elaboradamente
tontos. Tienen presbicia intelectual: no ven jamás lo obvio, solo lo
remoto y traído por los pelos. Carece de sentido común”.
Con todo, me cuesta creer que las sinecuras, que existen, se basten
para explicar cómo personas competentes dejan pasar a su lado la
corriente de las necedades, sin decir esta boca es mía o, lo que es
peor, alentando gregariamente los peores tópicos. La cosa es más grave.
Hay algo que es previo en esa incapacidad para mantener la cabeza fría y
resistirse a las rehalas de los pastores de pueblos: hay una dimisión
del uso de los propios talentos. Una dejación que es una
irresponsabilidad. Somos responsables de lo que creemos y también de por
qué creemos lo que creemos. Estamos obligados a escuchar la información
y los argumentos contrarios a nuestras opiniones, a hacer explícitos
los principios, a estar alerta ante nuestros prejuicios, a precisar los
conceptos y, sobre todo, a decir que no cuando es que no. Sin mentir ni
mentirnos. Se trata, sencillamente, de tomarnos en serio. Los mejores
filósofos contemporáneos, recuperando a algunos clásicos, llaman a eso
“virtudes epistémicas”. Bajo ese concepto, que agavilla una serie de
imperativos con los que tenemos que enfrentarnos al empeño reflexivo, se
incluye, además del afán de verdad y de imparcialidad, el coraje
intelectual, entre otras cosas, para despegarse de los nuestros cuando
hace falta y decirles que por ahí no seguimos. Cesare Pavese lo decía de
otro manera: “Se necesitan cojones duros”. La expresión no era ajustada
ni siquiera en su tiempo, como nos los recordaron, entre otras muchas,
Simone Weil o Hannah Arendt, pero el concepto resulta más vigente que
nunca. El oficio de vivir, el oficio de pensar, que no es el de hooligan
ni el de cheerleader.
Félix Ovejero, La otra responsabilidad de los intelectuales, El País, 12/09/2013
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