Elits urbanes i nacionalisme.
Si hay una conclusión dominante que puede extraerse de los miles de
libros y artículos dedicados a los nacionalismos, sería que los factores
que explican su existencia no son las razas, la religión o la historia.
Tampoco los intereses económicos, como quiso el marxismo. Más que
burguesía, lo que encontramos tras estos procesos son élites
político-intelectuales. No intelectuales en el sentido de grandes
creadores de arte o pensamiento sino de personas que manejan y difunden
productos culturales y que con ello se ganan la vida o son, o aspiran a
ser, funcionarios. Pero sobre lo que quisiera reflexionar aquí hoy es
sobre el hecho de que estas élites actúan necesariamente desde centros
urbanos, porque es allí donde se crea y difunde la cultura. Allí se
reúnen, intercambian ideas, conciben y lanzan su proyecto. La disputa se
libra entre ciudades; más precisamente, entre élites urbanas.
Durante milenios, la humanidad ha vivido organizada en reinos o
imperios, formas de dominación política dirigidas desde ciudades. No
eran todavía naciones, porque no aspiraban a la homogeneidad cultural ni
atribuían el poder soberano al pueblo. Al desaparecer en Europa el
imperio romano, pareció que las ciudades iban a verse anegadas por un
mundo rural regido por grandes señores dedicados a la guerra. Pero los
centros urbanos recuperaron su fuerza y consiguieron crecer y rivalizar
con los señores feudales. La superioridad de las ciudades fue su
concentración de recursos (económicos y coactivos, como explicó Charles
Tilly), frente a la fragmentación del poder del feudalismo. Aunque
tampoco fueron las sociedades más urbanizadas donde surgió el Estado
moderno. Muchas y muy esplendorosas ciudades había en el norte de Italia
o en Flandes y, sin embargo, los grandes Estados europeos nacieron en
territorios más amplios, dominados por un solo centro, como París,
Londres o Madrid. Algunos de los Estados-nación europeos fueron más
tardíos por la rivalidad entre varias ciudades, como Berlín y Viena o
Roma, Milán y Turín.
En el caso español, hacia 1500 ninguna ciudad dominaba el conjunto de
la Península. La zona más rica y poblada, Castilla la Vieja, se
componía de una constelación de ciudades laneras (quizás la tercera
europea, tras Italia y Flandes) y en el Mediterráneo había otra serie de
poderosos núcleos urbanos marítimos y comerciales, como Valencia y
Barcelona. Castilla acabó imponiéndose porque, tras su unión con Aragón y
la conquista de Granada y Navarra, los monarcas establecieron allí su
sede. Alguna razón tienen quienes hablan del “Estado español”, porque lo
primero fue el Estado, en el que comenzaron a desarrollarse unas
estructuras organizativas propias de un Estado moderno embrionario
(tesorería, burocracia, ejército permanente). El sentimiento de nación
llegó más tarde, y no sin dificultades. La capital en la que se acabaron
estableciendo, Madrid, no era un gran centro agrícola, comercial,
industrial o de comunicaciones. Era solo la corte y estaba situada en
medio de un páramo, atractivo para los reyes porque había a su alrededor
buenos terrenos de caza. Los monarcas, aliados primero con las ciudades
frente a los señores feudales y sometiendo luego a aquellas al aplastar
la rebelión comunera, consiguieron monopolizar el poder coactivo. Y,
como cualquier monarca de la época, se embarcaron en multitud de
empresas militares para ampliar sus dominios. Lo mismo hacían los reyes
franceses o ingleses, pero con menor capacidad económica, debido a las
remesas que los Habsburgo españoles recibían del continente
recién descubierto al otro lado del Atlántico. Gracias a eso, esta
monarquía logró imponer su supremacía en Europa durante algo más de un
siglo. Pero su dedicación a las actividades militares, descuidando la
creación de riqueza, acabó debilitándola, arruinando y despoblando sobre
todo a Castilla, la región de más recursos y también la más sometida
tras haber maniatado a sus Cortes (de ahí que los restantes reinos se
resistieran, con razón, a perder sus inmunidades y privilegios). Su
hegemonía europea terminó tras la Paz de Westfalia y sería sucedida por
la francesa primero y por la británica después.
Al llegar la era contemporánea, aquella monarquía que estaba dejando
de ser un imperio quiso convertirse en una nación. Pero Madrid seguía
siendo sobre todo corte, de la que emanaban órdenes principalmente
militares, y apenas había crecido como centro productivo. En cambio, una
primera industrialización textil se había producido, ya en el XVIII, en
torno a Barcelona, que había sido sede de las instituciones
representativas oligárquicas del Principado de Cataluña (Corts,
Generalitat), por lo que albergaba una añoranza por su autogobierno
perdido en 1714 (que nunca fue independencia en el sentido actual del
término, pues dependía de la corona de Aragón). Era lógico que a la
larga se desarrollara la rivalidad entre esta ciudad y Madrid.
A medida que avanzó el XIX, las élites barcelonesas se fueron viendo a
sí mismas como más ricas, cultas y europeas que las madrileñas, de las
que dependían políticamente. El desequilibrio era innegable. La ola
romántica prendió, y no por casualidad, en Barcelona y se produjo una
Renaixença, una idealización del esplendor medieval catalán y un
sentimiento nostálgico por la lengua vernácula que se veía en extinción.
Ya en el último cuarto del siglo, el Colegio de Abogados de Barcelona,
para enfrentarse a la codificación, que les obligaría a competir en un
mercado más amplio y homogéneo, defendió la singularidad del Derecho
catalán, elaborando toda una teoría sobre su esencial incompatibilidad
con el castellano, a partir de sus distintas raíces doctrinales (v. al
respecto el libro de Stephen Jacobson). Luego vino el folklore, la
sardana, la barretina, todo expandido por barceloneses en fervorosas
excursiones al campo circundante, donde explicaban a los campesinos cuál
debía ser, cuál era, en realidad —aunque no lo supieran—, su manera
propia de vestir o de bailar. Joan-Lluis Marfany lo describió en un gran
libro. Finalmente, aquel movimiento se presentó en política bajo el
rótulo de Lliga Regionalista y la respuesta brutal de algunos militares
asaltando sus periódicos provocó la Ley de Jurisdicciones y reforzó el
estereotipo de que Cataluña encarnaba el civismo europeo frente a la
barbarie de los castellanos.
Esas circunstancias, más que una identidad étnica mantenida sin
interrupción a lo largo de un milenio, pueden ayudar a comprender el
origen del nacionalismo catalán. Algo no muy distinto —aunque con muchas
peculiaridades— ocurrió en el otro foco industrial del país, Bilbao
(cuidado, no el País Vasco), que, sintiéndose superior por su riqueza y
sus lazos con Inglaterra, lanzó también su órdago frente al dominio
madrileño. En otros lugares, como Galicia, pese a tener seguramente
mayores motivos para plantear una reivindicación nacionalista —dada su
mayor homogeneidad lingüística, sus fronteras bien delimitadas y una
situación de atraso que podría haber sido atribuida a la explotación
“colonial” de Castilla—, el nacionalismo nunca tuvo tanta fuerza, por
razones complejas, pero una de ellas seguramente porque no había una
ciudad que fuera el centro, la capital natural; los escasos
nacionalistas gallegos, al final, lanzaron sus propuestas desde Madrid o
desde Buenos Aires.
Hoy, un siglo y pico después de este proceso, las circunstancias han
cambiado mucho. Madrid no es ya el poblacho manchego que fue, sino el
centro económico del país. Pero los estereotipos se mantienen vivos,
porque el éxito de los nacionalismos lanzados desde Barcelona o Bilbao
ha sido indiscutible. Por otro lado, en España se ha querido crear un
Estado centralizado sobre el modelo francés, cuando la realidad es muy
distinta a la francesa, dominada con claridad por un gran centro urbano
con el que ningún otro puede rivalizar. En España hay, al menos, dos
ciudades de tamaño y peso económico y cultural perfectamente comparable.
Una, Barcelona, es claramente capital española en el mundo de la
edición, el deportivo, el turístico. Y sus élites político-culturales,
que no pueden soportar más la idea de depender de Madrid, han conseguido
convencer a una gran parte de su población de que son diferentes a los
españoles y de que lo mejor es, sencillamente, dejar de pertenecer a
España.
No pretendo lanzar propuestas para superar la situación actual, sino
simplemente introducir un elemento más, la pugna urbana, para ayudar a
comprender el problema. Pero la teoría, inevitablemente, insinúa
soluciones. Estamos en la era posnacional, en la que el Estado-nación ha
dejado de ser soberano en muchos sentidos. No basta con constatar y
apoyar ese proceso. También hay que hacer más compleja la organización
de lo que queda del Estado. Sería interesante, por ejemplo, plantear una
especie de doble capitalidad, o múltiple capitalidad, con instituciones
estatales (el Senado, para empezar) situadas en otras ciudades, y con
un tratamiento de las lenguas no castellanas como oficiales también del
resto de España (en Canadá, Quebec es una minoría, pero el francés es
oficial en todo el país).
Aunque me temo que es tarde para todo esto.
José Álvarez Junco, Historia de dos ciudades, El País, 29/09/2013
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