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by Gabi Beltrán |
Hace un
cuarto de siglo viví fuera de España durante dos años, en Estados
Unidos, no lejos de Chicago. Por entonces yo era muy joven y quería ser
norteamericano; mejor dicho: quería ser un escritor norteamericano;
mejor dicho aún: quería ser un escritor norteamericano postmoderno.
Vivir fuera me enseñó algo importante: que yo era español –o al menos
esa mezcla de extremeño y catalán que quizá sólo se puede llamar
español– y que en consecuencia tenía que resignarme a ser un escritor
español. Fue una decepción tremenda, de la que intenté vengarme
entregándome con entusiasmo a las cosas que se supone que hacemos los
españoles: comer a las tres de la tarde, dormir la siesta, hablar a
grito pelado y demás salvajadas por el estilo. He vuelto a hacerlo.
Quiero decir que he vuelto a vivir fuera, esta vez en Berlín, donde he
pasado cuatro meses en la Universidad Libre, hablando de Borges. Por
cierto que sólo ahora he descubierto que yo no era tan original como me
creía, y que, para saber quién es, todo el mundo necesita verse desde
fuera. Borges, sin ir más lejos, necesitó vivir siete años en Europa,
cuando era apenas un chaval, para descubrir que era argentino, y por eso
(o porque decidió hacer de la necesidad virtud) su primer libro se
tituló Fervor de Buenos Aires, igual que los herederos legítimos de
Borges tuvieron que querer ser escritores franceses o norteamericanos y
tuvieron que vivir varios años en Europa para descubrir que eran
latinoamericanos. Uno no vive fuera para descubrir a los demás, sino
para descubrirse a sí mismo.
No sólo para eso, claro. A veces hay que vivir fuera para ganarse
la vida; a veces dan ganas de hacerlo para aliviarse de las neurosis
nacionales, o porque a uno le vence la sensación de vivir en un país
frío y feroz, moralmente abyecto. Un país donde va a la cárcel quien
roba diez euros y no quien roba diez millones. Donde la vida pública
parece un estercolero en el que hozan sinvergüenzas especializados en
dar lecciones de ética y mentirosos disfrazados de paladines de la
verdad. Donde la televisión da asco y pena, mientras que las escuelas,
las universidades y las librerías sólo dan pena. Un país de ganadores y
perdedores donde no se sabe ganar ni perder, porque las derrotas siempre
se atribuyen a los demás, y las victorias, a uno mismo, y porque los
ganadores sólo conocen la chulería, y los perdedores, el rencor. Un país
donde se inventan problemas ficticios para esconder los reales, y donde
políticos trileros organizan engaños masivos para tapar incompetencias y
corrupciones masivas y los presentan como ejercicios de radicalidad
democrática. Un país sórdido y sucio, donde se confunde ser tolerante
con ser pusilánime, donde la rapacidad se viste de altruismo y donde
prosperan los canallas, incluidos los canallas de las buenas causas. Un
país de pícaros, cobardes y cantamañanas, donde todavía gobiernan los
curas. Pero no es verdad: no somos esencialmente peores que otros,
aunque a veces lo parezcamos; de hecho, ni siquiera sé muy bien qué
demonios significa eso de “esencialmente”. Una vez coincidieron Fernando
Fernán-Gómez y Erland Josephson, el protagonista de tantas películas de
Bergman. “¿Sabe usted cuál es el pecado nacional español?”, le preguntó
Fernán-Gómez al gran actor sueco. “No”, contestó naturalmente
Josephson. “La envidia”, le informó Fernán-Gómez. “Caramba”, replicó
Josephson. “¿Pues sabe usted cuál es el pecado nacional sueco?”. “No”,
contestó naturalmente Fernán-Gómez. “La envidia”, dijo Josephson. Así
que, como suele decirse, en todas partes cuecen habas (salvo, al
parecer, en el Perú, donde, según el poeta César Moro, sólo cuecen
habas), y la España de hoy no es ninguna excepción. De hecho, muchos
extranjeros que visitan nuestro país se asombran de que, a pesar de la
brutal situación que vivimos, las calles sigan animadas por un gozo
vital permanente y no se haya producido una explosión social, cosa que
en parte se debe, como todos sabemos, a una doble ONG llamada familia y
amigos. Nada más lejos de mi intención que ponerme patriótico, pero esa
capacidad para la alegría trágica y para la compasión real son, a mi
entender, dos virtudes considerables. Aunque quizá para apreciarlas del
todo también haya que vivir fuera. Quizá para vivir dentro hay que vivir
fuera.
Javier Cercas, Vivir fuera, El País semanal, 01/09/2013
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