Atomistes grecs: àtoms, buit i alegria.
4. Justamente esto —considerar una pluralidad de unos en sentido estricto (con los predicados de continuidad, plenitud, eternidad, etc.)— es lo que ahora descubren Leucipo y su gran discípulo Demócrito (460-370 a.C.) como posibilidad de pulverizar el ser mediante una física atómica. Su elegancia de concepto está en aceptar el aserto eleático, llevándolo hasta allí donde niega la teoría del Uno a la vez que conserva lo esencial de su núcleo lógico.
Leucipo resuelve el problema de la unidad y la pluralidad con una física corpuscular, donde infinitos átomos (en griego «indivisibles») conservan las propiedades de permanencia, homogeneidad e inalterabilidad del «ser». Los átomos son en el sentido parmenídeo, pero están dispuestos en el vacío, y dadas esas condiciones el cosmos no sólo admite sino que exige un movimiento eterno.
Por lo mismo, el sistema atomista no puede considerarse una crítica con respecto a la escuela de Elea, sino una auténtica superación: afirma lo que ésta afirma y puede afirmar también lo que ésta niega, haciéndose así más comprensiva como teoría. No hay la disyuntiva entre el ser y el no ser; hay ambas cosas, sólo que el no ser es efectivamente tal, esto es, espacio vacío. Esta simultaneidad de los contrarios constituye la fuente del movimiento, porque en el espacio los átomos forman torbellinos, donde al reunirse y disgregarse dan lugar a las generaciones y corrupciones. Cada colisión origina un enlace o una dispersión, pero el enlace deja siempre entre los átomos huecos en los que pueden penetrar desde el exterior otros átomos, si guardan la debida congruencia o simetría. Esa congruencia está definida por las tres únicas distinciones que Leucipo y Demócrito admiten en los átomos: la figura (sjéma), el orden (taxis) y la posición (thésis). Aristóteles ilustra estos factores en un conocido ejemplo con letras del alfabeto:
«A difiere de N por la figura, AN de NA por el orden, A de V invertida por la posición».
(V = A invertida)
Las combinaciones y recombinaciones de esas tres diferencias bastan para
producir las demás cualidades y, eventualmente, el mundo manifiesto
con sus innumerables cosas sensibles. La teoría atómica
recorre con tal fluidez el tránsito del ser a las cosas, suprime
de golpe tantos obstáculos para una comprensión mecánica
y matemática del universo, que desde entonces se convirtió
en modelo para cualquier investigación racional de la Naturaleza.
Todo principio divino resulta innecesario para describir la supervivencia
del cosmos, que es una combinación rigurosa de azar y necesidad,
un mecanismo perfectamente autárquico en su estructura de infinitos
indivisibles e infinito vacío. Por su parte, la “necesidad”
(ananké) no es algo prescrito por instancia alguna, sino
la simple conducta efectiva de los átomos, lanzados originalmente
a una vibración en todas direcciones y desde entonces inmersos
en universos y conjuntos determinados por ellos mismos. Esa estructura
impone el torbellino (diné), que para Demócrito es «la
causa productora de todas las cosas» (Fr. 68).
Aunque fuese un excelente matemático -Arquímedes le atribuye la primera determinación del volumen del cono y la pirámide, por ejemplo-, quizá la repugnancia griega ante números “irracionales” en sentido amplio (reales, imaginarios, etc.) explica que no desarrollase la dinámica de fluidos consecuente con su perspectiva. Pero tampoco debemos olvidar que su obra fue blanco favorito –por atea- de los cristianos, y no se conservan sino briznas de los 73 tratados que compuso.
La física atómica, que Epicuro llevará a sus últimas consecuencias, presenta asombrosas anticipaciones científicas como la distinción entre propiedades objetivas y subjetivas, la idéntica velocidad de caída de los átomos en el vacío y hasta la propia velocidad de la luz, que se denomina «velocidad del pensamiento». En la Carta a Heródoto dice Epicuro:
«Los átomos no poseen ninguna cualidad de los objetos aparentes, a excepción de figura, peso y tamaño (...) Y es forzoso que se desplacen a idéntica velocidad cuando se mueven a través del vacío, pues no se ha de creer que los pesados vayan más deprisa que los pequeños y ligeros en cuanto nada se les oponga (...) Mientras mantengan su desplazamiento original se moverán a la velocidad del pensamiento, hasta verse frenados por un choque externo o por el peso propio contrario a la potencia del impulso de choque».
En esta línea, el principio de la declinación (parénclisis)
en los átomos propone una contingencia radical para los acontecimientos
naturales que retomará -ya a comienzos del siglo XX-, la mecánica
estadística de Boltzmann y Gibbs.
4.1. Para Demócrito todas las determinaciones cualitativas son cosas pertenecientes al terreno de la convención (nomos), no al de la physis eterna. Verdaderamente sólo existen los átomos y el vacío, y la nada o vacío es tanto como su opuesto, lo lleno. La percepción se produce porque de todo manan ciertos «efluvios» que son los eidola o imágenes, cuya forma es idéntica a aquello de lo cual emanan. Sin embargo, lo sensible no es sino una modificación de nuestros sentidos, que depende tanto de nuestra propia constitución como de lo que le hace frente, y Demócrito distingue de modo tajante entre el conocimiento «bastardo», nacido de la sensibilidad, y el «legítimo» derivado de la inteligencia. Una tradición muy probablemente infundada le atribuye haberse cegado, “para no sufrir la confusión de las apariencias”.
El alma, que se define como «lo que mueve», está formada por átomos especialmente sutiles y esféricos, que se distribuyen a través del cuerpo “como un fuego”. Después de la muerte los átomos del alma se dispersan, y conviene evitar «mentirosos mitos sobre el tiempo que sigue a la muerte» (Fr. 297). El ateísmo de Demócrito deriva la creencia en dioses y demonios del temor humano a sucesos extraordinarios en el cosmos. Los seres orgánicos surgieron del fango terrestre, y el móvil de su progreso fue la penuria, al igual que acontece con el hombre. La necesidad le enseñó a unirse con sus semejantes para luchar contra los depredadores; la necesidad de entenderse creó el lenguaje, y desde entonces la invención de útiles fue elevándole poco a poco a una vida civilizada.
En contraste con el riguroso materialismo de su física, Demócrito fundó un sistema idealista de ética. Tal como el pensamiento es superior a la percepción sensible, el conocimiento del bien está por encima de los impulsos inmediatos. La autonomía moral de la razón permite buscar la alegría y el placer en la serenidad, rehuyendo la injusticia, la insensatez y una concupiscencia desmedida. En términos sociales, para la vida en común, la virtud por excelencia es la jovialidad.
Antonio Escohotado, Los atomistas,
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