És el nostre deure entendre?
by Gabi Beltran |
En un momento de Hannah Arendt, el film de Margarethe von Trotta, la protagonista afirma que el deber principal de un pensador es entender. Arendt acató ese imperativo, y uno de los resultados fue que, según muestra la película, en 1961 viajó a Jerusalén para asistir al juicio de Adolf Eichmann, el ingeniero del exterminio judío en Europa; el resultado de ese resultado fue Eichmann en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal, donde la pensadora judeoalemana argumentaba que Eichmann no era un monstruo diabólico, sino un hombre común y un burócrata disciplinado, cuya eficiencia letal le ganó el apodo de “el especialista”. (El complemento cinematográfico ideal de la obra de Von Trotta es Un especialista, de Rony Brauman y Eyal Sivan, realizado a partir de las imágenes tomadas durante el juicio por Leo Hurwitz). El libro causó un escándalo notable: aunque en el fondo no hacía más que ilustrar una idea contenida en Los orígenes del totalitarismo, según la cual uno de los rasgos de éste consiste en que convierte a los hombres en piezas de una ciega maquinaria administrativa, Arendt fue acusada de traidora, de revisionista, de trivializar el problema del mal. Eran acusaciones malintencionadas o absurdas (Arendt nunca dijo, por ejemplo, que el mal fuera banal: lo que a veces es banal son las personas que hacen el mal), pero ello no las privó de eco. La pregunta, no obstante, persiste: ¿se equivocó Arendt? ¿Es nuestro deber entender?
La respuesta es sí. Entender, claro está, no significa disculpar;
mejor dicho: significa lo contrario. El pensamiento y el arte se ocupan
de explorar lo que somos, revelando nuestra infinita, ambigua y
contradictoria variedad, cartografiando así nuestra naturaleza.
Shakespeare o Dostoievski iluminan los laberintos morales hasta sus
últimos recovecos, demuestran que el amor sabe conducir al asesinato o
al suicidio y logran que sintamos compasión por psicópatas y desalmados;
es su obligación, porque la obligación del arte (o del pensamiento)
consiste en mostrarnos la complejidad de lo real, a fin de volvernos más
complejos, en analizar cómo funciona el mal, para poder evitarlo, e
incluso el bien, quizá para poder aprenderlo. Nada debe escapar a su
escrutinio, y por eso siempre me intrigó que, en Si esto es un hombre,
Primo Levi escriba refiriéndose a Auschwitz: “Tal vez lo que ocurrió no
deba ser comprendido, en la medida en que comprender es casi
justificar”. Viniendo de cualquier otro, la frase quizá no tendría
importancia; no así viniendo de Levi, a quien debemos acaso el mejor
testimonio del Holocausto. ¿Entender es justificar? ¿O es que Auschwitz
come aparte? ¿Se equivocó Arendt y no hay que intentar entender el mal
extremo? ¿No es contradictoria la frase de Levi con el hecho de que él
mismo se pasase la vida intentando entender el Holocausto y por eso
declarara: “Para un hombre laico como yo, lo esencial es comprender y
hacer comprender”? Sólo Tzvetan Todorov, que yo sepa, ha explicado
convincentemente esa contradicción. Según él, la advertencia de Levi no
vale más que para el propio Levi y los otros supervivientes de los
campos nazis: estos no tienen que intentar comprender a sus verdugos,
porque la comprensión implica una identificación con ellos, por parcial y
provisional que sea, y eso puede acarrear su propia destrucción. Pero
los demás no podemos ahorrarnos el esfuerzo de comprender el mal, sobre
todo el mal extremo, porque, como concluye Todorov, “comprender el mal
no significa justificarlo, sino darse los medios para impedir su
regreso”.
Eso casi nunca es fácil. No sólo porque entender exige talento;
también porque exige coraje. Quiero decir que entender es peligroso, que
quien se atreve a hacerlo y a contar lo que ha entendido, por complejo e
incómodo que sea, se arriesga a ser malinterpretado, atacado, acusado
de traidor y de revisionista, que es la injuria habitual de los
conformistas y los timoratos contra quienes no se resignan a la
ortodoxia embustera de los lugares comunes. Esa es la Arendt de Von
Trotta (y la real): una mujer que tuvo el talento de entender y la
valentía de contar lo que había entendido. Claro que quien no quiera
correr el riesgo de ser llamado traidor y revisionista no debería salir
de casa. O al menos no debería escribir.
Javier Cercas, Una mujer valiente, El País semanal, 29/09/2013
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