Hannah Arendt i la utilitat de la filosofia.

Hannah Arendt

Entre 1961 y 1964, la pensadora judía, de origen prusiano, pero exiliada en EE UU desde 1941, Hannah Arendt (1906-1975) estuvo envuelta en una ardua y dolorosa polémica por sus escritos en relación con el juicio, condena y ejecución en Israel del criminal nazi Adolf Eichmann, secuestrado en Argentina, donde se ocultaba, el 24 de mayo de 1960. Sorprendentemente, Arendt se ofreció voluntaria al editor de The New Yorker para cubrir en directo la información del juicio en Israel mediante una serie de cinco artículos, alegando que no había podido seguir de esta manera el de Núremberg y a pesar de que este compromiso suponía un trastorno en su muy cargada agenda docente, discente y publicista. Pues bien, no sólo cumplió con lo pactado, aunque con considerable retraso, creando una encendida y prolongada polémica, sino que, un tiempo después, convirtió esta serie de artículos en un libro titulado Eichmann en Jerusalén, que avivó y alargó el escándalo internacional hasta todavía hoy, como así se refleja en la estupenda película de la prestigiosa cineasta alemana Margarethe von Trotta, que, con el lacónico título de Hannah Arendt (2012), todavía se exhibe en nuestras pantallas. 

Discípula predilecta de Martin Heidegger y su eventual amante, cuando se enfrascó Arendt en el informe sobre el juicio de Eichmann fue durante la era de Kennedy, marcada ella misma por esperanzas y conflictos de todo tipo. Una de las mejores cabezas filosóficas del siglo pasado y dotada de un carácter firme e independiente, es obvio que no se embarcó en tan espinoso asunto, sino porque, en cierta manera, comprendió que en él se dirimía algo más que ajustar las cuentas judicialmente con un destacado asesino nazi y, por tanto, que no quería desahogar de esta manera su comprensible sed de venganza como judía, que, además, estuvo internada en un campo de concentración francés, del que escapó a última hora y, digamos, que milagrosamente. Tampoco lo hizo, aunque más, movida por sus estudios previos sobre el fenómeno del totalitarismo en nuestra época, sino por ver si era capaz de entender y explicar el fenómeno Eichmann, al que, nada más verlo y oírlo durante el juicio, así como estaba en una protectora caja de cristal, le dio la impresión de ser un burócrata, un miserable hombrecillo, cumplidor a rajatabla de la ley y de lo que circunstancialmente se le ordenase, sin hacerse la menor pregunta; esto es: sin pensar si lo que hacía era bueno o malo, justo o injusto. Fue entonces cuando Arendt acuñó la fórmula de lo que llamó la “banalidad del mal”. 

A casi todo el mundo le pareció que esta fórmula —y otros comentarios y reflexiones que la acompañaban— revelaba por parte de Arendt una actitud reluctante y hasta condescendiente con semejante monstruo, en vez de haber captado la indomable voluntad de la pensadora por ahondar en la raíz de lo que, en nuestro mundo, lo había hecho y lo hacía posible. En este sentido, volviendo sobre el filme de Von Trotta, cuyo relato es un prodigio de aguda síntesis didáctica, hay un primer plano, en el que vemos reflexionar retrospectivamente a Arendt sobre los improperios recibidos por tirios y troyanos, en el que la oímos decir: “Me acusan de todo menos del error que cometí al afirmar que el mal era banal y radical, porque el mal jamás es radical, ni profundo, sino, en todo caso, extremo”. Más: rememorando, en los flashbacks de la película, una clase en la que Heidegger afirmaba que la auténtica utilidad de la filosofía era “orientar la acción humana”, Hannah Arendt, con la lección bien aprendida, encontró, en el caso de Eichmann, el perfecto ejemplo actual de alguien muy capaz de actuar sin pensar, algo que también puede ocurrir bajo cualquier régimen político, incluido el democrático, sobre todo, cuando la libertad se disocia de la responsabilidad; es decir, cuando actuamos a ciegas. Por eso las reflexiones de Arendt nunca giraron sobre las muy diversas mil pequeñeces que se dice asedian al menesteroso ser humano, sino, como se titula uno de sus mejores libros: sobre La condición humana, esa frágil caña batida por los vientos, cuyo único sostén es el ejercicio crítico del pensamiento. 

Francisco Calvo Serraller, Banal, Babelia. El País, 07/09/2013

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