Hannah Arendt i la utilitat de la filosofia.
Hannah Arendt |
Discípula predilecta de Martin Heidegger y su eventual amante,
cuando se enfrascó Arendt en el informe sobre el juicio de Eichmann fue
durante la era de Kennedy, marcada ella misma por esperanzas y
conflictos de todo tipo. Una de las mejores cabezas filosóficas del
siglo pasado y dotada de un carácter firme e independiente, es obvio que
no se embarcó en tan espinoso asunto, sino porque, en cierta manera,
comprendió que en él se dirimía algo más que ajustar las cuentas
judicialmente con un destacado asesino nazi y, por tanto, que no quería
desahogar de esta manera su comprensible sed de venganza como judía,
que, además, estuvo internada en un campo de concentración francés, del
que escapó a última hora y, digamos, que milagrosamente. Tampoco lo
hizo, aunque más, movida por sus estudios previos sobre el fenómeno del
totalitarismo en nuestra época, sino por ver si era capaz de entender y
explicar el fenómeno Eichmann, al que, nada más verlo y oírlo durante el
juicio, así como estaba en una protectora caja de cristal, le dio la
impresión de ser un burócrata, un miserable hombrecillo, cumplidor a
rajatabla de la ley y de lo que circunstancialmente se le ordenase, sin
hacerse la menor pregunta; esto es: sin pensar si lo que hacía era bueno
o malo, justo o injusto. Fue entonces cuando Arendt acuñó la fórmula de
lo que llamó la “banalidad del mal”.
A casi todo el mundo le pareció que esta fórmula —y otros
comentarios y reflexiones que la acompañaban— revelaba por parte de
Arendt una actitud reluctante y hasta condescendiente con semejante
monstruo, en vez de haber captado la indomable voluntad de la pensadora
por ahondar en la raíz de lo que, en nuestro mundo, lo había hecho y lo
hacía posible. En este sentido, volviendo sobre el filme de Von Trotta,
cuyo relato es un prodigio de aguda síntesis didáctica, hay un primer
plano, en el que vemos reflexionar retrospectivamente a Arendt sobre los
improperios recibidos por tirios y troyanos, en el que la oímos decir:
“Me acusan de todo menos del error que cometí al afirmar que el mal era
banal y radical, porque el mal jamás es radical, ni profundo, sino, en
todo caso, extremo”. Más: rememorando, en los flashbacks de la película,
una clase en la que Heidegger afirmaba que la auténtica utilidad de la
filosofía era “orientar la acción humana”, Hannah Arendt, con la lección
bien aprendida, encontró, en el caso de Eichmann, el perfecto ejemplo
actual de alguien muy capaz de actuar sin pensar, algo que también puede
ocurrir bajo cualquier régimen político, incluido el democrático, sobre
todo, cuando la libertad se disocia de la responsabilidad; es decir,
cuando actuamos a ciegas. Por eso las reflexiones de Arendt nunca
giraron sobre las muy diversas mil pequeñeces que se dice asedian al
menesteroso ser humano, sino, como se titula uno de sus mejores libros:
sobre La condición humana, esa frágil caña batida por los vientos, cuyo
único sostén es el ejercicio crítico del pensamiento.
Francisco Calvo Serraller, Banal, Babelia. El País, 07/09/2013
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