bellesa, cultura i desigualtat (Bauman)
Según Bourdieu, las obras de arte destinadas al consumo estético
indicaban, señalaban y protegían las divisiones entre clases, demarcando y
fortificando legiblemente las fronteras que separaban unas de otras. A fin de
trazar fronteras inequívocas y protegerlas con eficacia, todos los objets d’art, o al menos una
significativa mayoría, debían estar destinados a conjuntos mutuamente
excluyentes, cuyos contenidos no correspondía mezclar ni aprobar o poseer de
forma simultánea. Lo que contaba no eran tanto sus contenidos o cualidades
innatas como sus diferencias, su
intolerancia mutua y la prohibición de conciliarlas, características
erróneamente presentadas como manifestación de su resistencia innata e
inmanente a las relaciones morganáticas. Había gustos de las elites —“alta
cultura” por naturaleza—, gustos mediocres o “filisteos” típicos de la clase
media y gustos “vulgares”, venerados por las clases bajas: y mezclar esos
gustos era más difícil que mezclar agua con fuego. Quizá la naturaleza
abominara del vacío, pero lo indudable era que la cultura no toleraba una mélange. En La distinción, Bourdieu
dijo que la cultura se manifestaba ante todo como un instrumento útil concebido
a conciencia para marcar diferencias de clase y salvaguardarlas: como una
tecnología inventada para la creación y la protección de divisiones de clase y
jerarquías sociales.
En resumen, la cultura se manifestaba
tal como la había descrito Oscar Wilde
(El retrato de Dorian Gray) un siglo
antes: “Quienes encuentran significados bellos en las cosas bellas son
espíritus cultivados […] Son los elegidos, y para ellos las cosas bellas solo
significan belleza”. “Los elegidos”, es decir, los que cantan loas a aquellos
valores que ellos mismos sostienen, al tiempo que se aseguran el triunfo en el
concurso de canciones. Es inevitable que encuentren significados bellos en la
belleza, ya que son ellos quienes deciden qué es la belleza; incluso antes de
que comenzara la búsqueda de la belleza, quiénes si no los elegidos decidieron
dónde buscarla (en la ópera y no en el music hall o en un puesto de feria; en
las galerías y no en las paredes de la ciudad o en las reproducciones baratas
que decoran las casas obreras y campesinas; en volúmenes con tapas de cuero y
no en la gráfica del periódico o en otras publicaciones que se adquieren por
centavos). Los elegidos no son elegidos en virtud de su percepción de lo bello,
sino más bien en virtud de que la aserción “esto es bello” es vinculante
precisamente porque la han pronunciado ellos y la han confirmado con sus
acciones…
Sigmund Freud creía que el saber estético busca en vano la esencia, la naturaleza y
las fuentes de la belleza, sus cualidades inmanentes, por así decir, y suele
ocultar su ignorancia en un torrente de pronunciamientos pomposos, presuntuosos
y en última instancia vacíos. “La belleza no tiene una utilidad evidente
—decreta Freud—, ni es manifiesta su
necesidad cultural, y sin embargo la cultura no podría vivir sin ella.” (El malestar de la cultura).
Pero por otra parte, tal como
sugiere Bourdieu, la belleza tiene
sus beneficios y hay una necesidad de que exista. Aunque los beneficios no son
“desinteresados”, como aseveraba Kant,
son beneficios de todos modos, y si bien la necesidad no es necesariamente
cultural, es social; y es muy probable que tanto los beneficios como la
necesidad de distinguir entre belleza y fealdad, o entre delicadeza y
vulgaridad, perduren mientras existan la necesidad y el deseo de distinguir la
alta sociedad de la baja sociedad, así como al connoisseur de gustos refinados de quienes tienen mal gusto, de las
vulgares masas, de la plebe y de la chusma…
Luego de considerar atentamente
estas descripciones e interpretaciones, queda claro que la “cultura” (un
conjunto de preferencias sugeridas, recomendadas e impuestas en virtud de su
corrección, excelencia o belleza) era para los autores citados, en primer lugar
y en definitiva, una fuerza “socialmente conservadora”. A fin de demostrar su
eficacia en esta función, la cultura tenía que poner en práctica, con igual
tesón, dos actos de subterfugio aparentemente contradictorios. Tenía que ser
tan enfática, severa e inflexible en sus avales como en sus censuras, en
otorgar como en negar entradas, en autorizar documentos de identidad como en
negar derechos de ciudadanía. Además de identificar qué era deseable y
recomendable por ser “como debe ser” —familiar y acogedor—, la cultura
necesitaba significantes para indicar qué cosas merecían desconfianza y debían
ser evitadas a causa de su bajeza y su amenaza encubierta; letreros que
advirtieran, como más allá de los confines de Roma en los mapas antiguos, que hic sunt leones: aquí hay leones. La
cultura debía asemejarse al náufrago de aquella parábola inglesa aparentemente
irónica pero de intención moralizante, que a fin de sentirse como en casa, es
decir, de adquirir una identidad y defenderla con eficacia, tuvo que construir
tres moradas en la isla desierta donde había zozobrado su barco: la primera era
su vivienda, la segunda era el club que frecuentaba todos los sábados y la
tercera cumplía la sola función de ser el lugar cuyo umbral el náufrago no
debía cruzar, y en consecuencia evitó cruzar asiduamente en todos los largos
años que pasó en la isla.
Zygmunt Bauman, La cultura en el mundo de la
modernidad líquida, FCE, Buenos Aires 2013
Comentaris