Santayana i el riure filosòfic.
Santayana by Enrique Flores |
Cuenta Gore Vidal en sus memorias que, en cierta ocasión, un famoso
crítico literario le confesó que Santayana le había enviado un ensayo
desde Roma y que se lo había devuelto, porque “¿Qué es lo que tiene que
contarnos ahora?”. A lo que Vidal contestó: “Todo, y más”. No parecen
opinar lo mismo las instituciones académicas y la industria editorial de
nuestro país que, en este año en el que se conmemora el 150º
aniversario del nacimiento del pensador, están brillando, tan clamorosa
como injustificadamente, por su ausencia. En un panorama editorial en el
que predominan las bagatelas literarias y seudofilosóficas, uno no se
plantea ni remotamente la posibilidad de una edición crítica de las
obras completas del pensador de la ejemplaridad de la que está llevando a
cabo la Universidad de Indiana en los Estados Unidos, pero ¿no habría
sido una aventura de poco riesgo una digna reedición, por ejemplo, de su
espléndida novela El último puritano o de esa obra maestra del género memorístico que es Personas y lugares?
¿Y qué decir de la eternamente aplazada traducción de la excelente
biografía de John McKormick? Sé de cierta editorial en la que duerme,
nunca mejor dicho, el sueño de los justos una recopilación completa y
magistralmente traducida de los ensayos filosóficos que el pensador le
dedicó a otros pensadores, en su mayoría inéditos en castellano. En
cuanto al mundo universitario, parece estar devolviéndole a Santayana el
desprecio con el que este lo trató cuando a la edad de 48 años decidió
desembarazarse de todas sus obligaciones lectivas en la Universidad de
Harvard para abrazar lo que él denominó una vida de “estudiante
viajero”. Pero tampoco debemos afligirnos, Santayana es un pensador de
largo aliento, cuya obra permanecerá iluminando a unas inmensas minorías
cuando los vapores estupefacientes de otras modas filosóficas se hayan
extinguido para siempre.
Ya en 1950 el crítico colombiano Pedro Henríquez Ureña se preguntaba:
“¿Por qué España, que con tanto empeño aspira a tener filósofos, no se
entera de quién es George Santayana?”. No sé si España ha aspirado
alguna vez a tener filósofos, pero no creo incurrir en ninguna
exageración si afirmo que el autor de Los reinos del ser es el
único al que podemos aplicarle con todo rigor dicho término, si es que
queremos distinguir al mismo con la dimensión de dignidad y
trascendencia que tenía en el mundo clásico. Unamuno, Ortega, Zambrano
son ciertamente grandes pensadores pero carecen de esa aura de
ejemplaridad existencial sin la cual no resulta posible, en mi opinión,
integrar a alguien en esa insólita forma de estar en el mundo que es la
filosofía. Más que en ningún otro pensador de su época, vida y
pensamiento se conjugan en Santayana en un juego ético-estético de una
perfección intrínsecamente filosófica. No es casual que, siendo su
concepto de la filosofía tan semejante al que profesaban los antiguos
(“una disciplina de la mente y del corazón, una religión laica”), sus
numerosos ejercicios de autobiografía intelectual se inicien
indefectiblemente con un recorrido por sus vicisitudes existenciales.
Ahora bien, también nosotros, españoles en tiempos de penuria,
podríamos preguntarnos qué puede aún enseñarnos Santayana en nuestros
días. En un plano muy general, la lectura de sus obras (tan apasionantes
también desde un punto de vista estrictamente literario) puede
reportarnos algo de lo que se ha olvidado demasiado a menudo el
pensamiento de nuestro tiempo: la sabiduría de la distancia.
Contaminados por ese mito sartriano (un pensador, por cierto,
infinitamente más irrelevante que Santayana) del compromiso, los
pensadores modernos han renunciado a esa ambición de totalidad sin la
cual no puede hablarse propiamente de filosofía. Dicha ambición no solo
no tiene por qué tener consecuencias dogmáticas, sino que es, por así
decirlo, la condición imprescindible de posibilidad para interponer una
suerte de relativización escéptica en la aparente gravedad de lo
inmediato. A un país genéticamente tan militante como el nuestro,
Santayana podría aportarle, tanto desde su obra como desde su biografía,
una sugestión de irónico escepticismo, de amable ironía, de humor de
carácter específicamente filosófico: “La feliz presencia de la razón en
la vida humana está por tanto mejor ejemplificada en la comedia que en
la tragedia… Nos reímos de nuestros ridículos errores, los corregimos
con una palabra y no encontramos motivo para no ser felices de ahí en
adelante”.
Más radicalmente cosmopolita que ningún otro pensador de su propio
tiempo, nada hay más alejado de Santayana que las profesiones de fe
nacionalistas: “El nacionalismo es la indignidad de tener un alma
controlada por la geografía”, escribió. Y, sin embargo, ello no implica
una indiferencia general de la perspectiva. En el capítulo que le dedica
en sus Retratos de memoria y otros ensayos, Bertrand Russel
apunta con su habitual malicia que “él podía admitir en los reinos de
sus admiraciones a los griegos antiguos y a los modernos italianos,
incluyendo a Mussolini. Pero no podía sentir un sincero respeto por
nadie que procediera del norte de los Alpes”. Hay cierta verdad en esa
apreciación. Educado en los más selectos ambientes de la puritana
Boston, Santayana aprendió a identificar los restos de barbarie que aún
latían (y laten) bajo la apariencia de refinamiento de ese puritanismo
protestante de corte productivista. Amante del paganismo de Lucrecio y
de la simbología católica de Dante, se pregunta “si la mente del norte,
incluso en Shakespeare, no permaneció morosa y bárbara ante su núcleo
más íntimo”. Ahora, por ejemplo, que el sueño de Europa vuelve a verse
amenazado por esa secular fractura entre el puritanismo nórdico y el
paganismo meridional, no está de más una mirada tan desacomplejada desde
un gozoso epicureísmo.
Igualmente perspicaz es su identificación anticipada de muchas de las
lacras de nuestras sociedades ultratecnificadas. Fue un crítico
implacable de las irresolubles paradojas que laten en el núcleo
ideológico más íntimo del liberalismo, recordando, no obstante, que “la
cultura requiere el liberalismo como su fundamento y el liberalismo
requiere la cultura como su culminación”. Detecta asimismo los
componentes totalitarios que, bajo lo políticamente correcto, encorsetan
las libertades en nuestras democracias formales y, amante declarado de
la diversidad de las culturas, se revuelve contra la pobreza
uniformizadora que se derivaría de lo que posteriormente se ha conocido
como globalización.
Materialista, ateo, genuinamente spinoziano en su contemplación de
todas las cosas bajo una especie de dimensión de eternidad, su
perspectiva no desdeña sin embargo, una profunda dimensión moral, una
auténtica piedad por el intrínseco dolor que supone el hecho de vivir,
pero también una enorme gratitud por la belleza muchas veces cruel del
mundo, por la condición esencialmente imaginativa de los hombres, por la
existencia de esa deslumbrante vida de la razón que componen la
sociedad, el arte, la religión… El pensamiento de Santayana es una
invitación a la liberación más absoluta, una celebración del mundo. Es
verdad que se le ha achacado en ocasiones (Bertrand Russel, por ejemplo)
la frialdad de esa mirada: contempla la realidad desde la luz del
espíritu, como un dios griego que se niega a participar en los avatares
que atribulan a los seres humanos, pero es importante recordar que todo
su sistema se resume en una unión final con las cosas y no en una
reconvención de ellas: “Uno de los medios de venganza de la tontería”,
declara, “consiste en excomulgar al mundo”. Hace poco descubrí en
YouTube un desdibujado vídeo del pensador en los últimos años de su
vida, cuando los soldados americanos que habían llegado a Italia se
acercaban a visitarlo en su retiro del Convento de las Monjas Azules de
Roma como a un gurú del pensamiento. En él aparece un viejecillo
adorable de aspecto inequívocamente hispánico que ríe esplendorosamente,
como si quisiera dejar constancia de su inveterada convicción de que
“el joven que no ha llorado es un salvaje, pero el viejo que no ríe es
un necio”. A esa risa hacen referencia casi todos los que le conocieron
en sus últimos días. Es la risa sabia y humilde de quien ha comprendido
que “todo en la naturaleza es lírico en su esencial ideal, trágico en su
destino y cómico en su existencia”.
Manuel Ruiz Zamora, Santayana y la sabiduría de la distancia, El País, 29/09/2013
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