Els desnonaments i la banalitat del mal.
Ayer fui a ver la película sobre Hannah Arendt de Margarethe von Trotta. Me supo a poco pero había que verla. A mi juicio, la película se centra en exceso en aspectos personales del personaje y renuncia a dar forma fílmica a la idea de la banalidad del mal que Arendt desarrolló tras asistir al juicio al que fue sometido el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann en Israel. Se supone que ésta debía ser la clave de la película pero, por desgracia, el filme se recrea en el escándalo que provocó en los círculos sionistas y en Israel que Arendt señalara una obviedad, a saber, que hubo judíos que colaboraron en su propio exterminio. Cuando los seres humanos son desempoderados y sometidos a la humillación y al miedo, un enorme porcentaje de ellos desarrolla la condición humana más miserable; basta leer a Primo Levi narrando su experiencia en Auschwitz para comprobarlo. El escándalo que provocó y que ha reabierto la película es, además, paradójico, pues el propio Estado de Israel es, en sí mismo, un reconocimiento de la señalada obviedad. La construcción de un Estado armado hasta los dientes, convencido de que sólo la fuerza sin escrúpulos es la garantía de que nadie jamás volverá a humillar a los judíos, no es solo la concreción del proyecto sionista, no es sólo su respuesta al Holocausto, es además la promesa de que los judíos no volverán a ser víctimas, aunque su Estado tenga que convertirse en verdugo y asesino de otros pueblos. Nadie ha dado tanto la razón a Arendt en este aspecto, como el Estado de Israel.
Pero lo importante de la película (y del libro de Arendt sobre el juicio a Eichmann) es otra cosa: la banalidad del mal, la superficialidad moral de los asesinos.
¿Qué tiene esto que ver con un desahucio? Déjenme narrarles una anécdota familiar.
Al tiempo que se celebraban los juicios de Núremberg contra los jerarcas nazis, Serraño Suñer, ex ministro de exteriores de Franco y conocido germanófilo, declaró que aquel juicio era una barbaridad jurídica; los reos, al fin y al cabo, habían cumplido las leyes de la Alemania nazi y las órdenes de sus superiores. Mi abuelo, socialista y excomandante del cuerpo jurídico del ejército de la República Española, recién salido de la cárcel tras una condena a muerte conmutada, se atrevió a escribir a Serrano. Mi abuelo le preguntaba en su carta cómo apelaba a la irretroactividad de la norma cuando a los republicanos les habían juzgado nada menos que por rebelión militar, cuando no habían hecho sino defender un régimen legal. Con cierta condescendencia, Serrano le respondió diciendo que aquello era distinto; ellos estaban salvando a España e inaugurando un nuevo Estado. ¡Mis cojones! debió de pensar mi abuelo.
De la anécdota se extraen dos conclusiones cruciales para entender la reflexión de Hannah Arendt. La primera es que el Derecho es la voluntad más o menos racionalizada de los vencedores. La segunda es que los mayores crímenes son sólo posibles en la medida en que se amparan en la legalidad y cuentan con un cuerpo disciplinado de funcionarios dispuestos a aplicarla sin pensar. Lo que Arendt descubrió es que los crímenes no son obra de seres extraordinarios ni de dioses del mal, sino que son el resultado de la fría aplicación de dispositivos administrativos. Y eso va mucho más allá del nazismo. La eliminación de 6 millones de judíos no puede ser el resultado de las ensoñaciones racistas de un grupo de fanáticos, sino un proyecto que requiere de una inmensa organización administrativa compuesta por eficientes funcionarios que no son sino gente corriente.
Si creen que voy a comparar a las SS con los policías que ejecutan un desahucio o a Hitler con Rajoy, se equivocan. Llamar nazis al gobierno o a la policía es una estupidez que banaliza el nazismo, del mismo modo que es estúpida la equiparación entre comunismo y fascismo que se permiten ciertos tertulianos. Pero el mecanismo de funcionamiento de las injusticias es exactamente el mismo. Eichmann no daba ningún miedo, dice Arendt, era un mediocre sin muchos escrúpulos (como la mayoría de los mediocres) que cumplía las órdenes que le daban; exactamente igual que cientos de miles de funcionarios que forman parte de ese mecanismo que permite que a una familia le echen de su casa, consumando una injusticia. No busquen un único culpable; la culpabilidad se diluye en un sistema de poder (el de los vencedores) que se concreta en las leyes que permiten privatizar un hospital o ejecutar un desahucio.
Siempre habrá miles de Eichmann dispuestos a obedecer órdenes sin pensar y a cumplir la legalidad vigente; piensen en todos esos policías y militares nazis que fueron después policías y militares en la República Federal de Alemania o en todos esos policías y militares soviéticos que siguieron haciendo lo mismo en la Rusia “democrática” de Yeltsin y Putin.
No lo olviden; siempre habrá más policías dispuestos a ejecutar un desahucio que policías dispuestos a desobedecer. Por eso hay que asumir la lección de Israel: si queremos que haya justicia debemos asumir aspirar al mando de la policía.
Pablo Iglesias, Hannah Arendt para entender un deshaucio, Público, 18/09/2013
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