L'educació, viure entre tensions



La educación, bien lo sabemos, es el principal medio por el que una sociedad se reproduce. Ni la técnica, ni el poder, ni la economía, ni siquiera la biología, servirían por sí solas para que una sociedad perviviese a través de las generaciones. La educación reproduce las habilidades, los conocimientos, los mitos y rituales, las normas, la memoria y el olvido, los proyectos, las esperanzas, temores y resentimientos. Reproduce la filiación a las instituciones y las señas de identidad. Cada generación que se incorpora a la sociedad activa lo hace marcada por la trayectoria educativa que hayan seguido sus miembros.

Aunque todas las sociedades, desde que los homínidos comenzaron a reproducirse en sociedad, tuvieron medios de transmisión de la cultura a la generación siguiente, solamente la sociedad que nace de la revolución industrial necesitó un sistema complejo ordenado explícitamente a la educación. El sistema educativo que tenemos lo hemos heredado de las reformas que inició el romanticismo a comienzos del siglo XIX, cuando se diseñaron las grandes etapas, niveles e instituciones que lo componen. Fue entonces cuando nació la conciencia contemporánea de la niñez, adolescencia y juventud como etapas híbridas entre lo biológico y lo cultural. Nacieron también los conceptos de “desarrollo” y “formación” aplicados al espíritu, conceptos que eran primariamente términos de la embriología. Nació la idea - el sueño - de que la propia humanidad pudiese ser educable y educada. Schiller escribió con esa intención sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, que influyeron profundamente en las reformas educativas que inició Prusia y continuaron muchos sistemas educativos. Fue un sueño del romanticismo alemán, una educación universal que fue compartido por la burguesía de muchos estados-nación modernos. Fue también un sueño que muy pronto heredaron los excluidos de la educación: jornaleros y proletarios de los países industriales, comunidades indígenas de los países colonizados, quienes se organizaron para acceder a la educación (el anarquismo andaluz fue modélico en la extensión de la educación a los jornaleros. Aún asombra como proyecto político y cultural). Nació así la dialéctica de la educación: un sistema que había sido puesto en marcha para un fin, el de la reproducción de las formas sociales imperantes, pero que se convirtió en un fin en sí mismo: el de la reproducción de la humanidad como posibilidad abierta y a veces enfrentada a la instrumentalización de la educación.

Voy a centrarme en las contradicciones internas, las que vivimos personalmente todos los que hemos pasado por el sistema educativo, y mucho más quienes vivimos en él (y de él), sabemos que esta dialéctica se vive como una contradicción permanente, que se origina en la tensión entre la educación como medio y la educación como fin, y que se ramifica arborescente en múltiples contradicciones secundarias. En todas ellas hay una disputa trágica entre dos fuerzas que tensan cada momento educativo: el de la reproducción de lo propio y el de la reproducción de lo común, el de la posibilidad personal y el de la posibilidad colectiva.

En cada etapa educativa la tensión de vive bajo formas diferentes. Surge muy explícita en la juventud: en las etapas finales de la educación secundaria, en la formación profesional y en la universidad. Veo ahora con lejanía mi juventud de estudiante, pero recuerdo vívidamente estas contradicciones. Pensé sobre ellas en mi último curso de facultad, cuando se me encargó escribir una historia del movimiento estudiantil (era el curso 75-76, y la universidad estaba, como buena parte del país, levantada). No llegué a terminarla, tenía primero que aprobar el curso y terminar la tesina, pero dediqué varios meses a trabajar sobre las contradicciones del estudiante: entre un cuerpo adulto y la exclusión del sistema por no tener salario ni vivienda propia; entre los deseos de su familia y sus inquietudes personales; entre la necesidad de garantizar su futuro y la de vivir su presente; entre el amor al conocimiento y la necesidad de una formación profesional especializada; entre la asimilación pasiva de la enseñanza o la participación activa en la investigación. Las contradicciones del estudiante se expresaban en las de los movimientos estudiantiles: cíclicos, fragmentados, llenos de ilusión y de palabras. También minoritarios y en tensión entre la clase, la biblioteca y el laboratorio, de un lado, y la reunión conspiratoria, de otro. Se expresaban también en cada momento y lugar de la carrera: entre la competitividad y la cooperación, entre destacar o mantener lazos afectivos y educativos con los compañeros de clase.

Quienes hemos continuado en el sistema educativo hemos aprendido que esas contradicciones se internalizan en el alma y ya son constitutivas de la profesión. Se hacen presentes en la contradicción entre ser un mero trabajador en una institución o ser educador, es decir, entre la pura responsabilidad de impartir las enseñanzas que la asignatura y titulación (como instituciones jurídicas) exigen, o la más compleja responsabilidad de transmitir con tu modo de compromiso en la clase y en la institución una perspectiva más amplia de la educación en tanto que educación de la humanidad, de posibilidad de su subsistencia. Soy hijo de maestros rurales y aprendí esta tensión en la camilla del comedor, por las noches, cuando mi madre preparaba los dibujos y recortes del día siguiente para los párvulos (así se llamaban entonces) y mi padre preparaba a los que hacían las asignaturas del instituto por libre, pues no tenían medios de mantenerse en la capital de la provincia. Cada noche en algún momento de la conversación, en los momentos de agotamiento, salía esta contradicción entre el compromiso o el conformismo con la educación.

Quienes vivimos en la etapa universitaria del sistema educativo como profesores, vivimos otras modalidades de la contradicción. La primera, entre la investigación y la enseñanza. No renunciar a ninguna de las dos columnas sobre las que se ha sostenido la universidad liberal desde que Wilhelm Humboldt diseñó sus formas contemporáneas a comienzos del XIX. La universidad actual se levanta sobre la idea de que la enseñanza debe basarse en conocimientos de primera mano, que hayan sido adquiridos en el proceso de investigación en las fronteras del conocimiento, en la creación y el descubrimiento personales y no en la repetición de manuales. En realidad, todos los niveles de la educación deberían ser concebidos de esta forma, y de hecho los mejores profesores y profesoras que conozco, desde los más iniciales años de primaria, entienden la enseñanza como investigación, pero el caso es que en la universidad esta concepción es prescriptiva y lo es con razón. No tiene sentido separar las dos dedicaciones, como está ocurriendo en la nueva universidad de los rankings, que tiende a separar la élite investigadora de un nuevo precariado docente. Pero en lo personal, esta contradicción se vive de forma muy intensa como desgarro entre dos compromisos, ambos muy exigentes: saber que el tiempo que estás dedicando a tus artículos se lo quitas a tus doctorandos, y que el tiempo de enseñanza es un tiempo que te impide trabajar en la creación es una de las fuentes mayores de desasosiego. Mayor cuando la necesidad de encontrar una estabilidad en el trabajo se hace urgente.

Hay otras numerosas contradicciones, como la que nace de la necesidad de cooperar con y ser leal a tu institución, y la de dedicar tu tiempo a los intereses propios. Dice Chomsky, y tiene razón, que la universidad es (era) lo que más se parece (parecía) a una empresa gestionada por los trabajadores, tal como expresaban los ideales socialistas. Todavía permanece algo, a pesar de que hemos entrado desgraciadamente en una universidad gerencial, patrimonio de administradores obsesionados por las medidas de calidad más que por la calidad que habrían de medir los indicadores. Exigir lo propio o colaborar en lo posible a no crear las tensiones que suelen recorrer las capillas de los claustros (algo que no siempre es posible conseguir dada la presión externa a la que se somete cada vez más a los trabajadores, a los que se les carga con una responsabilidad que no se quiere asumir en las instancias superiores). Ser leal y cumplir las exigencias administrativas (sin enredarte en la maraña de reuniones sobre la que se sostiene el sistema cada vez más estúpido de la enseñanza), y atender a las funciones esenciales para lo que está el sistema.

Está la tensión, no menor, entre vivir en un espacio que, por su naturaleza, está, y debe estar, separado de la sociedad, pues es un lugar y un tiempo de educación, y la de vivir tu tiempo, atender a lo que está ocurriendo y servir de mediación para que los estudiantes (y tú mismo) entiendan lo que está ocurriendo y participen de las tensiones del momento con claridad y responsabilidad. Tanto la burbuja académica como el adoctrinamiento son maneras de rendirse a esta tensión. Convertir la libertad de cátedra en cátedra de la libertad, en ejercicio de aprendizaje del compromiso en un mundo plural en el que hay que aprender a entender a tu adversario y a usar la razón como única y mejor resistencia contra la violencia del poder.

Está, más importante que todo lo demás, la tensión que nace de la asimetría que produce tu privilegio social, el que te da el poder institucional. Sobre todo cuando eres joven, sufres las tentaciones de ser un colega más o ser un ser superior que se impone autoritariamente. El autoritarismo en el aula se reproduce socialmente pues es lo que aprenden los alumnos en su periodo de aprendizaje social. No pocas veces el autoritarismo es un signo claro de incompetencia didáctica e incluso profesional del profesor. Saberse ignorante, saber que la enseñanza es una calle de doble dirección donde se aprende de los alumnos tanto o más de lo que ellos aprenden de ti. Saberse en una situación superior que nunca puedes usar para invadir la autoestima de quien se siente bajo una autoridad. De los daños que uno termina observando en la vida, el abuso, de muchas formas, de quienes tendrías que cuidar, me parece uno de los más repugnantes. Repetiré sin descanso que el poder lo tienes por el miedo, pero la autoridad se logra con la confianza que has sido capaz de ganarte. Aceptar a la vez el compromiso de tu autoridad y la conciencia de tu ignorancia. Es difícil.

Por último, está la contradicción entre la academia y la crítica de la academia. Las disciplinas son las instituciones básicas de la investigación y las ciencias desde que se instituyeron en el siglo XIX. Son instituciones llenas a su vez de contradicciones. Como bien conocemos quienes hemos trabajado en la filosofía de la ciencia, Thomas S. Kuhn decía que la tensión entre la sumisión y la rebeldía es la tensión esencial en la ciencia. Sin saber los códigos y las normas de la disciplina simplemente se está en un lugar de trabajo privado que no es aún trabajo social dentro de la división social del conocimiento. Pero el respeto a las rutinas, ritos de cortesía y subordinación que rigen el mercado de las ideas es un modo de reproducir el poder en el terreno de la creación cultural y científica y debilitar la creatividad del conocimiento.

Vivir entre contradicciones es simplemente vivir. La dialéctica de la educación es aprender a convivir con ellas superándolas a veces, abriendo otras nuevas, o aprovechando la tensión para generar nuevas posibilidades. Intentar evitarlas, mediante la supresión de alguno de los polos o soluciones puramente imaginarias, es renunciar a la fuerza básica del cambio de la humanidad y, sobre todo, al gran proyecto que se inició con el sueño de la educación de la humanidad: ser conscientes de que el futuro depende de la forma en que se produzca la formación de quienes han de hacerlo y vivirlo. Hay formas plurales de concebir la educación y todas ellas son respetables, pero quienes criticamos el cómo el capitalismo tiende a convertir la educación en una mercancía (en un “servicio” educativo) lo hacemos convencidos de que trata de resolver la contradicción fundamental de la educación llevándola a terreno puramente instrumental. Salvar la educación exige salvar sus contradicciones sin las que no podrá ser una forma de que la humanidad, y no el capitalismo, sea capaz de reproducirse.

Hay otras muchas contradicciones que nacen del doble papel de la educación y que hacen de ella un medio de reproducción de la estructura pero también un horizonte de cambio y trascendencia. Sin la educación la crítica al sistema permanecería en el nivel de la revuelta cíclica sin proyecto, como las rebeliones de esclavos en la antigüedad o de campesinos en la edad media. La política educativa (la personal, la colectiva) exige adoptar formas y modelos para hacerse cargo de estas contradicciones, y no esconder la cabeza bajo la idea de medidas administrativas o de obediencia a las normas. Preservar la tensión en la educación es una de las principales necesidades de la democracia. También para su reproducción.

Fernando Broncano, Dialéctica de la educación, El laberinto de la identidad 12/03/2017

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