Cultura científica i postveritat.



Petersburgo es un pequeño pueblo de Kentucky. En él se encuentra el Museo de la Creación, una inmensa instalación en la que se enseña que el hombre fue creado hace poco más de 10.000 años. En sus salas, dinosaurios y seres humanos conviven mientras se escuchan citas del Génesis. Uno podría pensar que se trata de una extravagancia más de la América rural y que no tiene nada que hacer frente a los excelentes museos de ciencias repartidos por el resto del país. Sin embargo, los datos muestran el éxito de las mentiras que allí se cuentan.

El 42% de los estadounidenses sostienen que Dios creó al hombre hace 10.000 años; una cifra que se repite con pocas variaciones en la encuesta que realiza periódicamente la empresa Gallup. En España, las cosas tampoco están mucho mejor aunque, en nuestro caso, la situación no se debe al adoctrinamiento sino a una alarmante falta de interés. Aunque las encuestas hay que tomarlas siempre con cierta precaución, es vergonzoso que, según la Fundación BBVA, el 46% de los españoles no sea capaz de nombrar ni a un solo científico célebre. Nuestro desinterés por la ciencia queda de manifiesto también en la última Encuesta sobre la Percepción Social de la Ciencia. Según este estudio oficial, el 30% de los españoles cree que los dinosaurios convivieron con los seres humanos mientras que el 25% de los encuestados respondieron que el Sol gira entorno a la Tierra.

Un país ignorante es mucho más fácil de manipular. La falta de cultura científica favorece la aparición de líderes populistas, pero es el desprecio por el conocimiento y la exaltación de la opinión sobre la evidencia lo que permite el triunfo de la posverdad. Un concepto que ofende al sentido común porque si algo era falso antes no puede ser cierto ahora. Pero es que la posverdad no es una mentira cualquiera. La posverdad es mucho peor; es una mentira que ansiamos creer porque confirma nuestro punto de vista. Por eso estamos tan dispuestos a aceptarla y nos resulta tan difícil reconocer el engaño. A todos nos cuesta dar el brazo a torcer y más aún aceptar verdades incómodas y exigentes. Desde el principio de los tiempos nos hemos inventado y contado historias que nos reconfortan, cada país ha construido sus mitos nacionales sobre hechos seleccionados y engrandecidos, y líderes terribles han surgido de mentiras bien fabricadas y promesas imposibles. Pero ahora, en la era de la opinión, las redes sociales han allanado el camino a aquellos que se dedican a fabricar noticias falsas. Mentiras perfectamente diseñadas para el vistazo rápido y poco crítico con el que ojeamos las redes sociales. Mentiras construidas con precisión quirúrgica y con mucha anestesia. En una palabra: mentiras hechas a nuestra medida.

El acceso a la información no ha supuesto más conocimiento, como soñamos ingenuamente alguna vez, sino mayor facilidad para confirmar nuestras opiniones. Quien accede a internet con el objetivo de convencerse de que tiene razón seguro que encuentra alguna información cierta o no, eso es lo de menos, que le reafirme en su convicción. Los científicos están estudiando ahora este fenómeno, tan viejo como la mentira, gracias a la ingente cantidad de datos que generan las redes sociales. Los resultados indican que el éxito de la posverdad está en nuestra predisposición a aceptar todo aquello que confirme nuestras opiniones. La realidad es compleja y muchas veces difícil de aceptar. La mentira, cuando se cocina bien, es mucho más sencilla, sabrosa y fácil de tragar. Desde el Brexit hasta las últimas elecciones en EEUU, las noticias falsas han tenido un papel determinante en la decisión de los votantes que se han nutrido con enorme apetito de las mentiras que mejor han conectado con sus pasiones, sus miedos y su enfado.

La verdad no es gratis y eso es un problema en una sociedad que no está dispuesta a pagar por la información de calidad. Cuando el éxito de un medio de comunicación depende, no de la calidad de su contenido, sino del ruido que hace, los perjudicados somos todos nosotros porque la capacidad de una sociedad para tomar buenas decisiones depende de su acceso a una información veraz y de calidad. El tipo de información que sólo es posible si existe un periodismo pujante, crítico y riguroso.

En los próximos años vamos a tener que tomar decisiones difíciles sobre temas muy complejos, lo que plantea la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto es útil la opinión de alguien que no sabe de lo que habla? Si bien es cierto que tener un profundo conocimiento técnico no garantiza que se tomen las mejores decisiones, parece evidente que sin ese conocimiento es mucho más fácil que nos manipulen. La tecnología está facilitando la difusión de noticias falsas y de todo tipo de basura que prolifera gracias a nuestra pereza intelectual. Pero la tecnología también ha permitido que, por primera vez en la historia, cualquier persona pueda aprender sobre lo que quiera. Las universidades más prestigiosas del mundo han puesto sus clases en internet gratuitamente y existen documentales sobre naturaleza, historia, arte, literatura o ciencia que son sencillamente espectaculares. Hoy nuestra educación depende fundamentalmente de nuestra voluntad de aprender.

En EEUU, algunos científicos están alzando la voz preocupados por algunas decisiones del nuevo presidente, alarmados por su postura sobre el cambio climático y sus declaraciones indicando que las vacunas producen autismo. Pero en general, los científicos permanecemos mudos ante el triunfo de la posverdad como si la cosa no fuera con nosotros, distraídos por publicar y conseguir financiación. En España, los científicos llevamos años denunciando los recortes en I+D. Pero lo más preocupante de la situación de la ciencia en España es que a casi nadie le interesa, como ponen de manifiesto los datos mencionados anteriormente. Para dar la vuelta a esta situación, los científicos debemos contar más, y sobre todo mejor, lo que hacemos y cómo estamos ayudando a solucionar algunos de los grandes retos a los que se enfrenta la humanidad. Para comunicar la ciencia debemos utilizar datos, pero sobre todo historias que conmuevan y que transmitan la emoción que produce descubrir algo nuevo, la aventura que supone aprender lo que desconocemos y la satisfacción que da investigar para mejorar la vida de millones de personas.

Desgraciadamente, el auge de la posverdad coincide con un momento especialmente difícil para la ciencia. Los casos de fraude, plagio y la imposibilidad de reproducir algunos resultados están ocasionando que cada año se retiren más artículos de las revistas científicas. La presión por publicar y la dificultad por conseguir financiación están favoreciendo todo tipo de estudios cuestionables que están erosionando la credibilidad de la ciencia. Los científicos no somos inmunes a la falta de rigor y de honestidad. Por eso debemos ser más exigentes que nunca, reforzar los controles para detectar el fraude y denunciar con valentía la falsedad.

Es necesario mucho valor para aceptar una verdad que no nos conviene, para renegar de una mentira que nos da la razón y para ver las evidencias sin prejuicios ni preferencias. Pero en ello nos va el futuro, porque los grandes problemas a los que nos enfrentamos no tienen soluciones mágicas ni sencillas, sino que requieren rigor, cooperación y líderes capaces de inspirar lo mejor que llevamos dentro.

Los dinosaurios nunca convivieron con los seres humanos, ni fuimos creados hace 10.000 años. El aumento en las emisiones de CO2 está provocando cambios importantes en el clima del planeta y las vacunas, que son una herramienta excelente para combatir la enfermedad, no provocan autismo. Todas estas cosas son ciertas, no porque nos lo haya dicho alguien, sino porque tenemos evidencias que no dejan lugar a dudas. Negarlas no es una opinión, es una estupidez que nos pone en peligro a todos.

Javier García Martínez, Ciencia en el tiempo de la posverdad, el mundo.es 10/03/2017

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