Democràcia, deliberació i votació.
Argumento:
1. Las personas tienen desacuerdos ideológicos irresolubles.
2. La democracia, aun si establece un margen amplio para la deliberación y el acuerdo, apela al voto como mecanismo para tomar decisiones colectivas ante desacuerdos irresolubles.
3. La ideología no es una mera reputación, no es un mecanismo para ahorrar costes de información. La ideología contiene valores y principios que nos permiten formarnos una idea global sobre los asuntos públicos. La ideología es una forma de organizar nuestras opiniones sobre la política.
4. La ideología no viene determinada ni por los genes ni por el interés económico. Es más bien una cuestión de carácter moral.
5. Las diferencias ideológicas proceden de nuestra distinta sensibilidad hacia las injusticias.
6. Las personas de izquierdas tiene una mayor sensibilidad hacia las injusticias que las personas de derechas y por eso desarrollan un sentimiento de superioridad moral.
7. El exceso de moralidad en la política, típico de la izquierda más radical, lleva a intentar realizar la justicia a toda costa, aun si eso supone un coste social enorme.
8. En la derecha, como reacción, se desarrolla un sentimiento contrario, de superioridad intelectual ante cualquier propuesta de un cambio profundo.
9. El mayor idealismo moral de la izquierda explica la frecuencia de sus conflictos internos, de sus rupturas y escisiones.
10. La socialdemocracia como programa de cambio encarna el compromiso más acabado entre moralidad y eficacia políticas. La socialdemocracia entra en crisis cuando desequilibra ese compromiso en detrimento de su compromiso moral con la justicia.
¿Por qué existen los desacuerdos ideológicos? ¿Por qué hay gente que está a favor del reparto de la riqueza, del intervencionismo estatal, del aborto y de la lucha contra el cambio climático, mientras que otros piensan justo lo contrario sobre todos estos temas? En ocasiones, parece que los desacuerdos no se limitan a lo que debería hacerse, a las políticas que habría que llevar a cabo, sino que alcanzan incluso a la manera en que percibimos la realidad. De este modo, y a pesar de que todos estos asuntos sean cuestiones de hecho, los desacuerdos sobre la magnitud del cambio climático, la autoría de los atentados del 11-M, el legado político de la transición española o las consecuencias de una subida del salario mínimo están en buena medida teñidos de ideología.
Hasta tal punto es así que personas con ideologías distintas parecen vivir en mundos diferentes, sin que quepa establecer unos consensos mínimos en torno a los cuales organizar un debate político en el que las partes sean capaces de hacerse cargo de las opiniones de los demás. Llevando las cosas un poco al límite, podría concluirse que las personas más ideologizadas viven en un cierto solipsismo político, en el sentido de que solo son capaces de procesar información que sea congruente con sus valores, principios y visión del mundo.
La extrema pluralidad de fuentes de información y opinión que existe gracias a internet contribuye paradójicamente a agravar esta tendencia. Hoy en día es muy fácil filtrar la información y los argumentos de manera que encajen con nuestros puntos de vista, confirmándolos y reforzándolos. Los grupos sociales que comparten idénticos postulados vendrían a ser algo así como mónadas leibnizianas, incomunicadas entre sí. Los miembros de cada uno de estos grupos tienen sus diarios digitales de referencia (aquellos de los que se fían), amigos o seguidores en las redes sociales con una filosofía política similar (aquellos que valen la pena) y hasta pareja y familia que compartan las mismas premisas ideológicas (aquellos con los que cabe desarrollar una vida en común).
Los psicólogos han analizado los mecanismos mediante los cuales tendemos a buscar información que confirme nuestros prejuicios y a evitar aquella otra que los ponga en peligro. Se trata del fenómeno de la “opinión interesada”. Hasta cierto punto, tiene sentido que obremos así: si cuestionáramos en cada momento todas nuestras ideas, caeríamos en un estado de parálisis decisional y cognoscitiva. No podríamos estar seguros de nada ni seríamos capaces de tomar decisiones. Parece necesario, pues, mantener el núcleo duro de creencias a salvo de un asalto continuo por parte de quien piensa de forma radicalmente diferente a la nuestra. Aun siendo verdad que debemos mantener ciertas ideas al abrigo de la duda corrosiva, no debe olvidarse que cuando la “zona blindada” se hace demasiado grande, la persona acaba cayendo en el dogmatismo en el terreno intelectual y en el fanatismo en el político.
Un ejemplo típico de los sesgos que se producen en el procesamiento de la información es el de los escándalos por corrupción. Una misma conducta recibe calificativos muy distintos en función de quién la protagonice. Si es el partido rival, pensaremos que se trata de algo injustificable, sin atenuantes de ningún tipo, que demuestra la falta de principios de aquellos que piensan de forma diferente a la nuestra. En cambio, si lo mismo ha sucedido en el partido con el que nos identificamos, atribuiremos las acusaciones a una cacería de los medios o a una turbia maniobra para debilitar al partido; en el mejor de los casos, se admitirá la gravedad de los hechos, pero no se los juzgará con la misma severidad que cuando afectan a los otros.
Sería simplista, con todo, considerar que los desacuerdos ideológicos son únicamente fruto de sesgos en el razonamiento y la percepción. Resulta fácil imaginar dos personas que, liberados de todo sesgo, pudieran tener profundas diferencias y que dichas diferencias fueran irresolubles: se trataría de diferencias basadas en valores últimos irreconciliables entre sí.
Hay pensadores que consideran que el ejercicio del diálogo racional permite llegar a acuerdos y consensos, por muy profundas que sean las diferencias de valores e intereses en origen. La democracia, desde este punto de vista, sería ante todo un conjunto de reglas que propicia el esfuerzo deliberativo, el esfuerzo conducente a una posición mutuamente compartida. No se trataría, como en una negociación, de encontrar un punto medio, un compromiso en el que las partes sientan que sus intereses quedan más o menos atendidos, sino de reconocer la parcialidad del punto de vista con el que se llegó al debate; una vez que las condiciones del diálogo forzasen la toma en consideración imparcial del asunto debatido, las personas alcanzarían una posición que, por la fuerza misma de la racionalidad, obligaría a todos a reconocer como aceptable.
Filosóficamente, se trata de una tesis muy atractiva. Conecta con el viejo anhelo socrático de descubrir la verdad, la justicia y la belleza mediante el diálogo. Dándole suficientes vueltas al objeto de disputa, es posible, según esta tesis, eliminar la parcialidad de nuestros planteamientos, elevándonos por encima de los mismos hasta arribar a una posición que obedece a las reglas de racionalidad presupuestas en la actividad dialogante; desde esa posición, todas las personas, con independencia de sus prejuicios ideológicos, sabrán entender, de forma unánime, cuál es la respuesta correcta.
Incluso si la tesis deliberativa fuera cierta en el plano teórico, podría no ser aplicable en la práctica. Supongamos, por ejemplo, que el tiempo disponible para tomar una decisión es limitado. ¿Qué sucedería si, ultimado el plazo, no se ha llegado a un acuerdo? No quedaría entonces más remedio que recurrir a un mecanismo expeditivo como la votación, con el objetivo de averiguar cuál de las posturas en liza encuentra más apoyos. Votar es una forma rápida y eficaz de resolver una controversia.
Aunque no sea este el lugar para profundizar sobre la cuestión, creo que los desacuerdos ideológicos no son siempre superables, incluso cuando se dan condiciones deliberativas ideales y el debate lo realizan personas libres de toda distorsión en su pensamiento. Los valores últimos que inspiran nuestra vida son lo suficientemente potentes como para imposibilitar el acuerdo. Expresado en términos un poco más abstractos, estoy defendiendo que diferentes esquemas valorativos pueden ser inconmensurables. Así, cuando interactuamos con alguien que tiene principios totalmente ajenos a los nuestros, podemos anticipar la futilidad del ejercicio dialógico, renunciando de antemano al intercambio de argumentos. No nos molestamos en razonar, sabemos que no hay margen para el entendimiento.
Desde esta perspectiva, la democracia es un sistema institucional para tomar decisiones cuando las razones se agotan sin haberse alcanzado un acuerdo. Por supuesto, la democracia reserva un espacio amplio para el debate público, tanto en la sociedad civil como en las instituciones. En la sociedad civil, asociaciones, medios de comunicación, escuelas y universidades fomentan la deliberación sobre los asuntos políticos. En el ámbito de las instituciones, baste recordar que los parlamentos continúan siendo concebidos como foros deliberativos en los que el debate contribuye a refinar y mejorar los proyectos legislativos. Ahora bien, el elemento esencial en torno al cual gira la democracia es el de la votación, y no porque la votación tenga más valor que la práctica deliberativa, sino porque la votación es la instancia última en el proceso de toma de decisiones. Al final, tras haberse permitido una conversación colectiva sobre lo que debería hacerse, son los ciudadanos o sus representantes quienes terminan decidiendo mediante una votación que contabiliza el grado de apoyo popular a las diferentes alternativas en juego.
(continuará)
Ignacio Sánchez-Cuenca, 1. Desacuerdos ideológicos (La "superioridad" de la izquierda), ctxt 22/03/2017
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